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III. La abominación y la iglesia cristiana

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Tal como vimos, donde la Biblia de Jerusalén nos habla, en Mateo 24:15, de “la abominación de la desolación”, otras versiones emplean expresiones similares, como ser “la abominación desoladora” (RVR); “el horrible sacrilegio” (versión Dios Habla Hoy); “el espantoso horror” (Versión Popular Inglesa).

Ya hemos visto que Jesús estaba hablando simbólicamente de los ejércitos romanos que asediarían Jerusalén entre los años 66 y 70. (Compárese con Lucas 21:20.) Pero lo que dijo merece mayor atención. “La abominación de la desolación” iba a ser algo mucho más grande que los ejércitos romanos.

Jesús demostró que la abominación de la desolación había sido predicha “por el profeta Daniel”. Eso era cierto, porque Daniel –en diferente idioma, por supuesto, pero exactamente con la misma idea in mente– se refirió en Daniel 11:31 a “la iniquidad desoladora”. Predijo que esta abominación pisotearía “el Santuario y el ejército”. Refiriéndose a lo mismo, de otra manera, en Daniel 9:24 al 27, el profeta nos habla de un príncipe desolador que aparecería en la estela de las abominaciones para destruir la ciudad de Jerusalén y el Templo.

De manera que el profeta Daniel, con distintas palabras, se refirió varias veces a la abominación de la desolación.

En el Antiguo Testamento, la palabra abominación se emplea a veces para referirse a la adoración de ídolos (2 Rey. 23:13; Isa. 44:19.) Sacrilegio tiene que ver con la irreverencia llevada al máximo. De manera que “la abominación de la desolación” y “el horrible sacrilegio” mencionados por Daniel y por Jesús son una y la misma cosa. Básicamente, se trata de un sistema pecaminoso de culto que cometería el sacrilegio de pisotear y desolar la ciudad de Dios, el Santuario de Dios y su pueblo.

El ejército romano que demolió Jerusalén constituía, precisamente, una abominación desoladora e idólatra. En lugar de banderas, los soldados romanos llevaban estandartes. Eran algo así como astas con una cruceta en el extremo superior, de la cual pendían los símbolos característicos de cada legión. (La “décima Fretensis” y la “duodécima Fulminata” se encontraban entre las legiones que combatieron en Jerusalén.10) Mientras los modernos soldados saludan sus banderas, los romanos a veces adoraban sus estandartes. El antiguo escritor Tertuliano incluso afirmaba que “la religión practicada por los romanos en campaña, se manifiesta plenamente por la adoración de los estandartes”.11

Después de que los soldados romanos destruyeron el Templo de Jerusalén, mientras el humo cálido se elevaba aún sobre las ruinas y los derrotados judíos todavía se desangraban, maldecían y morían por todos lados, los romanos “colgaron sus insignias en el Templo”, y según Josefo, “frente a la puerta oriental, ofrecieron sacrificios”.12

El ejército romano que se ubicó en el Lugar Santo y que destruyó y desoló Jerusalén, era intrínsecamente idólatra. Era ciertamente una “abominación” y un “sacrilegio”, que produjeron “desolación”.

La abominación era “Roma”. Ahora bien, en Daniel 8:13 la expresión “la iniquidad desoladora” se aplica al “cuerno pequeño” simbólico. En el primer tomo de esta obra, en las páginas 148, 149 y 181 a 184, vimos que algunos estudiosos de las Escrituras han supuesto que este cuerno pequeño era Antíoco Epífanes. Estudiamos acerca de este excéntrico reyezuelo de Siria (175-164 a.C.) que suspendió los sacrificios del Templo entre los años 168 y 165 a.C. Descubrimos que realmente no cumplía las numerosas especificaciones referidas al cuerno pequeño. Y, por cierto, el hecho de que en Mateo 24:15 y en Lucas 21:20 Jesús identificara la abominación de la desolación con los ejércitos que circundarían Jerusalén –suceso que en ese momento (31 d.C.) todavía estaba en el futuro–, prueba fuera de toda duda que no se trataba de Antíoco Epífanes.

Descubrimos que lo que realmente representa el cuerno pequeño de Daniel 8 es “Roma”; tanto la pagana como la cristiana; tanto el Imperio Romano como la Iglesia Romana medieval.

Las profecías de Daniel 2, 7 y 8 son paralelas. (Veáse el diagrama en el tomo 1, p. 241). Cada profecía comienza en los días de Daniel y transcurre a través del tiempo hasta el final del mundo. Los diversos símbolos de Babilonia, Persia y Grecia están seguidos en cada capítulo por un símbolo de Roma: hierro en Daniel 2, un monstruo en Daniel 7 y un cuerno pequeño en Daniel 8. Tal como lo vimos en el primer tomo, en las páginas 114 a 128, intencionalmente Dios pasó por alto los beneficios que produjeron tanto el Imperio Romano como la Iglesia Romana. Decidió en cada capítulo poner énfasis sobre los aspectos negativos y represivos de Roma, con el fin de enseñar importantes lecciones.

Estamos listos ahora para preguntarnos: el cuerno pequeño de Daniel 8, es decir, “la iniquidad desoladora” de Daniel 8:13, ¿“pisoteó” el “santuario” de Dios y su “ejército” (o su pueblo)? La respuesta es SÍ. En su etapa pagana, Roma destruyó el Templo de Jerusalén, que había sido el principal sitio de culto público de Dios por casi mil años. Todos sabemos que el Imperio Romano también persiguió a la gente que creía en el verdadero Dios; pero en su etapa cristiana, también persiguió a los creyentes. Además, como lo vimos en el primer tomo de esta obra, las enseñanzas y la conducta de la cristiandad medieval oscurecieron muchísimo el ministerio “continuo” (tamid, en hebreo) de Jesús en el Santuario celestial. Entre Cristo y su pueblo, la Roma medieval interpuso un falso sacerdocio, un falso sacrificio, una falsa cabeza de la iglesia y una falsa forma de salvación. (Véase el tomo 1, página 169.) Que la Iglesia Cristiana medieval se comportó mal, ha sido reconocido por prominentes autores jesuitas a partir del Concilio Vaticano Segundo. (Véase el tomo 1, páginas 164 y 169.)

Desde este punto de vista, “la abominación de la desolación” es un falso sistema de culto, es decir, Roma tanto en su forma pagana como cristiana. La Roma pagana destruyó el santuario visible de Dios, el Templo de Jerusalén, y persiguió a los verdaderos cristianos. La Roma cristiana también persiguió y se opuso al santuario invisible donde Jesús ministra en nuestro favor en el cielo.

La apostasía y el hombre impío. Decir que la cristiandad medieval obró mal equivale a lanzar una clarinada de alarma. ¿Cómo podían los cristianos actuar de esa manera, sin apostatar o dejar la fe primero?

Esta misma apostasía está predicha en el Sermón Profético. Jesús dijo: “Muchos se escandalizarán” (“Muchos tropezarán”, RVR; “Muchos perderán su fe”, Dios habla hoy; “Muchos abandonarán su fe”, versión popular inglesa, Mateo 24:10). Unos 25 años después de este sermón, el apóstol Pablo, al referirse a la misma tragedia, escribió a los dirigentes cristianos de Éfeso: “Yo sé que, después de mi partida, se introducirán entre vosotros lobos crueles que no perdonarán al rebaño; y también que de entre vosotros mismos se levantarán hombres que hablarán cosas perversas, para arrastrar a los discípulos [los miembros de la iglesia] detrás de sí” (Hech. 20:29, 30).

“Que nadie os engañe de ninguna manera”, dice Pablo a algunos nuevos cristianos de Tesalónica que anhelaban el regreso de Jesús. (Estas palabras son un claro eco de la advertencia de Cristo en Mateo 24.) “Primero tiene que venir la apostasía y manifestarse el hombre impío [“el hombre de pecado”, Reina-Valera 1960], el hijo de perdición, el Adversario que se eleva sobre todo lo que lleva el nombre de Dios o es objeto de culto, hasta el extremo de sentarse él mismo en el Santuario de Dios y proclamar que él mismo es Dios. ¿No os acordáis que ya os dije esto cuando estuve entre vosotros?” (2 Tes. 2:3-5).

El “misterio de la impiedad” ya estaba obrando, sigue diciendo el apóstol, al referirse a las condiciones que prevalecían a mediados del siglo primero “Tan solo”, explica Pablo, “conque sea quitado de en medio el que ahora le retiene, entonces se manifestará el Impío, a quien el Señor destruirá con el soplo de su boca, y aniquilará con la manifestación de su venida” (2 Tes. 2:7, 8).

Pablo pone énfasis en que el hombre impío no aparecería hasta un poco después de sus días; pero una vez que apareciera, perduraría hasta la segunda venida de Cristo.

Parece poco amable, y hasta anticristiano, sugerir que la Iglesia Romana cumplió esta profecía. Pero Pablo estaba hablando de una “apostasía”, de una “rebelión”. Las apostasías y las rebeliones se producen dentro de las filas de la iglesia, no fuera de ellas. En el primer tomo, en las páginas 123 y 124, vimos que varios papas y sus admiradores verdaderamente pretendieron que los papas eran en cierto modo divinos; pretensiones que nunca fueron repudiadas. En las páginas 127 a 134 del tomo citado, vimos cómo, tal vez con las mejores intenciones, la Iglesia de Roma se ha opuesto a la Ley de Dios. Y no ha cambiado de actitud al respecto.

Notables cristianos manifiestan su preocupación. En la cúspide de la Edad Media, algunos eruditos dirigentes cristianos se manifestaron profundamente preocupados por la apostasía de la iglesia. Con verdadero riesgo de sus vidas, manifestaron la perturbadora convicción de que el hombre impío, la abominación desoladora, había aparecido en sus propios días. Llegaron a la conclusión de que la iglesia (o su dogma, o a lo menos sus dirigentes terrenales) era “el hombre impío” de 2 Tesalonicenses 2 y la “abominación” de Mateo 24.

Jan Milic (pronuncie Milich) (m. 1374) fue uno de esos dirigentes. Secretario del emperador Carlos IV y archidiácono de la catedral de Praga, Milic rechazó una promoción y renunció a su cargo a fin de disponer de tiempo para predicar. En ocasión de un peregrinaje a Roma, se dirigió a una vasta asamblea de clérigos y eruditos, y su discurso llevó el título de “¡El Anticristo ya llegó!” Detenido cuando estaba en Roma, escribió un folleto en el que declaraba: “Cuando Cristo habla de la ‘abominación’ en el templo (Mat. 24:15), nos invita a observar a nuestro alrededor para verificar cómo, por la negligencia de sus pastores, la iglesia yace desolada”.13

Juan Wiclef (m. 1384), bien conocido clérigo católico, estadista inglés y catedrático de Oxford, vio la abominación desoladora en la doctrina de la transustanciación, impuesta a la gente por los obispos bajo pena de excomunión.14

Sir John Oldcastle (m. 1417), conocido también como Lord Cobham, merece ser más conocido. Después de la muerte de Wiclef, Sir John patrocinó a los estudiantes de Oxford en el estudio de las Escrituras y proveyó de los medios para que los “predicadores pobres”, o “lolardos”, enseñaran las Escrituras por todo el país. El arzobispo Arundel, de Canterbery, consiguió que el rey de Inglaterra lo reprendiera. Sir John replicó que, aunque debía obedecer al rey de acuerdo con Romanos 13, no iba a obedecer una orden de la iglesia que le impedía continuar con la predicación de las Escrituras. Sabía por medio de ellas, según dijo, que el papa era “el hijo de perdición” (es decir, el “hombre impío” de 2 Tesalonicenses 2:3) y la “abominación [...] erigida en el Lugar Santo”. Sir John fue enviado a prisión, pero logró escapar. Vuelto a capturar cuatro años más tarde, se lo sentenció a morir asado a fuego lento. Murió entonando himnos de alabanza a Dios.15

Juan Huss (m. 1415), de Bohemia, como Milic, también identificó al papa con el hombre de pecado. “Huss” significa ganso en checo, y él era consciente de que su ganso bien podría ir a parar al asador. Efectivamente, así ocurrió. El 6 de julio de 1415, los obispos del Concilio Eclesiástico de Constanza lo hicieron quemar vivo.16

Martín Lutero (m. 1546) era monje. Sus oraciones profundizaban su preocupación espiritual. Llegó a considerar a la iglesia de su tiempo como la “abominación [...] de la cual habla Jesús en Mateo 24:15” y como el hombre impío de 2 Tesalonicenses 2, que se sienta “en el templo de Dios (es decir, de la cristiandad), haciéndose parecer Dios”.17

Trágicamente, la abominación desoladora acerca de la cual hablaron Jesús y Daniel, fue ciertamente tanto la Roma pagana como la cristiana.

Apocalipsis

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