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Mateo 24 y 25 Introducción
ОглавлениеUn grupo de niñas de la escuela primaria vino durante un año a casa para que mi señora les diera lecciones básicas acerca del arte de cocinar. Cuando terminó el curso, prepararon una comida para sus padres. Desde mi escritorio podía escuchar los grititos y las exclamaciones de entusiasmo que proferían a medida que se acercaba la hora de la comida.
Mi escritorio se encontraba junto a la puerta de entrada. Para hacerles una broma, precisamente cuando ellas esperaban que sus padres llegaran, di unos cuantos golpes fuertes en la puerta de mi escritorio, como si se tratara de que los primeros padres estaban llegando. Las chicas casi explotaron. Mientras se desataban los delantales, se peinaban apresuradamente e introducían algunos cambios de último momento en los arreglos de la mesa, se abalanzaron hacia la puerta principal y la abrieron de par en par.
No las dejé engañadas por mucho tiempo. Abrí la puerta de mi escritorio, y cuando me vieron reír ellas lo hicieron también, y alegremente. Aún más, después de que sus padres llegaron, y durante toda la comida, se estuvieron acordando de la sorpresa que habían tenido, y siguieron riéndose.
El entusiasmo de nuestras cocineritas es semejante al entusiasmo que experimenta todo verdadero cristiano cuando piensa en la segunda venida de Cristo. Qué gozo se siente, al considerar el momento en que Jesús regrese para poner fin a la injusticia, la enfermedad y la pobreza, y para inaugurar un porvenir eterno de prosperidad y paz.
Estas buenas noticias eran, por cierto, el tema que más le gustaba a Jesús, y se refirió a él en muchas ocasiones. Una de las más notables ocurrió poco antes de su muerte. El martes de noche de la semana de la Pasión, la semana que culminó con su crucifixión el viernes, Jesús habló de su gloriosa venida en lo que se conoce como el Sermón Profético (nos hemos referido a este sermón en varias oportunidades en el tomo 1). El análisis de este sermón va a ayudarnos muchísimo a comprender el Apocalipsis.
Tan gozosa es la perspectiva del regreso de Cristo, que Jesús sabía que sus seguidores esperarían con ansias su regreso. En esa condición, ellos –como nuestras cocineritas– podrían fácilmente engañarse con falsas señales –como los golpes que yo di en la puerta de mi escritorio– y falsos maestros, que podrían malograr por completo sus preparativos. Por eso comenzó su discurso con recomendaciones para que no fuéramos engañados.
Y porque la “espera prolongada enferma el corazón” (Prov. 13:12), Jesús advirtió con claridad, pero con tacto, que habría una demora.; no volvería en seguida. Contó la historia de dos mayordomos y puso en labios de uno de ellos estas palabras: “Mi Señor tarda” (Mat. 24:48). En su famosa parábola de los talentos, nos dice que el dueño regresó “al cabo de mucho tiempo” (Mat. 25:19). En la igualmente famosa parábola de las diez vírgenes, él mismo se asimila a un novio y dice con claridad: “Como el novio tardara, se adormilaron todas y se durmieron” (Mat. 25:5).
Alusiones relativas a esa demora aparecen también en otros textos: “Oiréis también hablar de guerras y de rumores de guerras [...] pero todavía no es el fin” (Mat. 24:6). “Muchos se escandalizarán” (vers. 10). “El que persevere hasta el fin, ese se salvará” (vers. 13). “Se proclamará esta Buena Nueva del Reino en el mundo entero, para dar testimonio ante todos los gentiles. Y entonces vendrá el fin” (vers. 14). (En esta obra, el énfasis puesto sobre ciertos textos de las Escrituras ha sido suplido por el autor del libro).
Pero si la demora aparece con claridad, con más claridad todavía aparece la preparación que debemos hacer. Y esto, en diversas declaraciones y en distintas parábolas. (Véanse las páginas 34 a 41 .)
El contexto del Sermón Profético. El Sermón profético fue pronunciado después de la puesta del sol, un martes. Había sido un día muy difícil. Por horas Jesús había estado razonando con las multitudes en los atrios del Templo. Vez tras vez, sus enemigos le lanzaron preguntas capciosas. Parecía que algunos apreciaban lo que decía; pero Jesús sabía que la mayoría, incluso de ellos mismos, esperaba que fuera un rey guerrero y terreno, y no un Príncipe de Paz. Querían que venciera a los romanos. No deseaban que conquistara sus corazones mediante el amor. Usted puede leer algo de lo que ocurrió ese día en los capítulos 22 y 23 de Mateo.
A medida que transcurría la tarde, resultó evidente que los tres años y medio de abnegado ministerio de Cristo habían logrado transformar a muy pocos de entre ellos. En dos días más clamarían por su sangre, tal como sus antepasados habían pedido la muerte de los profetas. Y sus descendientes serían tan malos como ellos; también perseguirían a los predicadores que tratarían de ayudarlos.
Al acercarse la puesta del sol, el corazón de Jesús se estaba quebrantando. Sabía que si el pueblo judío no se arrepentía, sufriría una terrible retribución. Su testarudez finalmente enardecería de tal manera a los romanos, que el emperador enviaría ejércitos que en el año 70 d.C. borrarían del mapa tanto a Jerusalén como a su Templo. ¡Y cuán innecesario resultaba todo eso!
“¡Jerusalén, Jerusalén”, decía en medio de sollozos, “que matas a los profetas y apedreas a los que te son enviados! ¡Cuántas veces he querido reunir a tus hijos, como una gallina reúne a sus pollos bajo las alas, y no habéis querido!” (Mat. 23:37).
“¡Y no quisiste!” (Versión Reina Valera 1960, en adelante, RVR).
“¡Pero no quisiste!” (Versión Dios habla hoy).
“Pues bien”, la angustiada sentencia surge con dificultad, “se os va a dejar desierta vuestra casa” (Mat. 23:38).
Incluso los discípulos de Cristo quedaron perplejos. ¡El Templo de Dios, el orgullo de la nación, la Casa del Señor, quedaría abandonada y desolada!
Incómoda, la multitud se dispersó para ir a preparar la cena. Nerviosos, los discípulos llamaron la atención de Jesús a la exquisita artesanía del famoso edificio (véase Mat. 24:1). Por casi cincuenta años, el rey Herodes y sus sucesores lo habían reconstruido a costa de enormes gastos (véase Juan 2:20). La blancura de sus mármoles resplandecía al toque del sol poniente. Las placas de oro que lo recubrían brillaban junto con la puerta principal. Algunas de las piedras del Templo, perfectamente encuadradas y pulidas, eran de dimensiones casi increíbles.
“¿Veis todo esto”, preguntó Jesús casi como si no hubiera oído a los discípulos. “Yo os aseguro: no quedará aquí piedra sobre piedra que no sea derruida” (Mat. 24:2).
Los discípulos quedaron sin habla. ¿Cómo podría Dios permitir un desastre tan grande? ¿Se trataría, acaso, de que el fin del mundo se estaba acercando?
Esa noche Jesús se sentó en el Monte de los Olivos. Con él estaban Pedro y su hermano Andrés, y Santiago y su hermano Juan, los cuatro expescadores que lo habían acompañado durante todo su ministerio (véase Mar. 13:3). Sobre ellos, en medio del crepúsculo, brillaba la luna casi llena. Envuelta en su místico resplandor, la ciudad de Jerusalén se hallaba a cien metros de allí, debajo de ellos, al otro lado del valle de Cedrón. La luz de las lámparas de aceite de oliva parpadeaba a través de incontables ventanas. Una atmósfera semejante a la de la Navidad saturaba el aire, en anticipación de la Pascua que se celebraría en un par de días. Gente de lejos y de cerca se reunía con amigos dentro de los muros, o acampaba fuera de ellos. El ruido de los perros y los asnos, y de las familias que se preparaban para la noche, llegaba hasta los oídos de los cinco hombres sentados allí.
El Templo parecía estar tan cerca que casi se lo podía tocar. La luz de la luna realzaba su blancura y su tamaño. Los discípulos contemplaban sus piedras macizas y pulidas. Se sentían profundamente perturbados por la predicción de Jesús en el sentido de que llegaría el día en que ni una sola de esas piedras quedaría sobre otra. Pero ese terrible día de desastre, ¿no sería, acaso, el glorioso día de su regreso? ¡No entendían nada!
“Dinos”, le preguntaron, perplejos, “cuándo sucederá eso, y cuál será la señal de tu venida y del fin del mundo” (Mat. 24:3).
Puede leer la respuesta de Cristo en los capítulos 24 y 25 de Mateo. Sus palabras aparecen en las páginas siguientes, con sus correspondientes encabezamientos para que se las pueda entender mejor. Después de que haya leído lo que Jesús dijo, vamos a tratar de descubrir lo que quiso decir.