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II. La abominación de la desolación

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Cuando los discípulos dijeron a Jesús: “Dinos cuándo sucederá eso”, estaban pensando, a la vez, en la destrucción de Jerusalén y en la segunda venida del Señor. Lo hemos verificado varias veces.

En su respuesta, Jesús se refirió a “la abominación de la desolación, anunciada por el profeta Daniel” (Mat. 24:15). Trataremos de estudiar en las próximas páginas esta “abominación” y la “desolación” que produjo. Al ver cuán plenamente se han cumplido las profecías de Cristo acerca de la caída de Jerusalén en el año 70 d.C., se afirma nuestra confianza en el cumplimiento de sus profecías relativas a nuestros días. Esto es importante, porque la abominación de la desolación se aplica a nuestros días tanto como a la caída de Jerusalén.

“Cuando veáis, pues, la abominación de la desolación, anunciada por el profeta Daniel, erigida en el Lugar Santo (el que lea, que lo entienda), entonces, los que estén en Judea, huyan a los montes; el que esté en el terrado, no baje a recoger las cosas de su casa; y el que esté en el campo, no regrese en busca de su manto. ¡Ay de las que estén encinta y criando en aquellos días! Orad para que vuestra huida no suceda en invierno ni en día de sábado” (Mat. 24:15-20).

El preludio de la destrucción. Cuando se lee el cumplimiento de esta predicción, no podemos menos que apesadumbrarnos, pero es una ilustración impresionante de lo digna de confianza que es la profecía bíblica.

Retrocedamos un poco, para tener una perspectiva adecuada. La pequeña nación de Judea llegó a formar parte del Imperio Romano cuando Pompeyo tomó su capital, Jerusalén, en el año 63 a.C. Pero mientras la mayoría de los pueblos conquistados se enorgullecían de formar parte del Imperio, muchos judíos de Judea y Galilea alimentaron una actitud de resistencia, y llegaron a hacerse notar por su oposición activa a la conducción romana.

Los romanos, por lo general, aunque no siempre, trataron de gobernar Palestina pacíficamente. Pero con el transcurso del tiempo, un incidente sangriento conducía a otro peor, hasta que a mediados de la década del 60 al 70 d.C., la cantidad de judíos palestinenses que podían perder la vida en un solo incidente se dice que llegó a la cantidad de veinte mil. La tensión explotó cuando los sacerdotes del Templo decidieron no ofrecer más sacrificios ni oraciones en favor del emperador romano. En aquellos días, todos los pueblos del Imperio ofrecían sacrificios y elevaban oraciones en favor del emperador; la mayoría de ellos lo consideraba como si fuera un dios.

La decisión judía de no orar por el emperador fue calificada de traición. El castigo era inevitable.33 Cestio Galo, gobernador de la provincia romana de Siria, que incluía Judea, se dirigió hacia el sur desde Antioquia, con el equivalente de dos legiones de soldados y numerosas tropas auxiliares. (Los auxiliares se podrían comparar con nuestros ejércitos. Las legiones eran grupos seleccionados, constituidos por unos seis mil soldados.) Cuando Cestio Galo llegó a Jerusalén en el año 66 d.C., se encontró con una decidida oposición. Un grupo de guerrilleros le tendió una emboscada, y en ella murieron 515 soldados romanos, y solo 22 judíos. Pero la misma esplendidez de su ejército infundió en los guerrilleros el temor de severas represalias, y se retiraron inseguros, tras los imponentes muros de los edificios del Templo.

Los judíos moderados animaron a los romanos a apoderarse del Templo inmediatamente, para suprimir a los rebeldes antes de que consiguieran un segundo triunfo. Cestio Galo avanzó hacia el Templo. La razón de su llegada era reanudar las oraciones en favor del emperador. Pero sin ninguna explicación, después de un esfuerzo de menos de una semana y cuando ya estaba por lograr el éxito, Cestio Galo se retiró de la ciudad y regresó a Antioquia. Su decisión fue desastrosa para sus tropas. Los combatientes de la resistencia judía dominaban las cumbres de los montes que flanqueaban el lado norte del camino. Con flechas, lanzas y piedras, lograron dar muerte a casi seis mil romanos.

Josefo, el historiador, sirvió por un tiempo como general judío durante la guerra que se produjo después, antes de pasarse a los romanos. Al recordar los hechos algunos años más tarde, consideró la inexplicable retirada del gobernador como un momento decisivo. Si Cestio Galo hubiera insistido en su ataque con un poco más de decisión, según Josefo, la paz romana habría sido restaurada en Jerusalén con poca pérdida tanto de vidas como de propiedades. Josefo escribió: “Si este último [Cestio Galo] hubiese perseverado un poco más en el asedio [de los edificios del Templo], no habría tardado en tomar la ciudad”.4 ¡Y no habría habido guerra judía ni destrucción de la ciudad!

Pero profundamente heridos por la pérdida de sus soldados, los romanos decidieron regresar. El emperador Nerón mandó a llamar desde Gran Bretaña a su capaz general Vespasiano, quien trazó planes cuidadosos con la ayuda de su hijo Tito. (Tanto Vespasiano como Tito llegaron más tarde a ser emperadores.) Juntos, el padre y el hijo, lanzaron una campaña en la que tal vez unos 250 mil judíos palestinos murieron de hambre, fueron quemados vivos, fueron atravesados por las flechas, crucificados, muertos a hachazos o esclavizados hasta morir.

El Templo y la ciudad arrasados. Cuando Tito, con cuatro legiones y una gran cantidad de auxiliares, comenzó el asedio de Jerusalén en la primavera del año 70 d.C., la ciudad estaba atestada de judíos que se habían reunido allí para celebrar la Pascua.5

A medida que el sitio avanzaba, la enfermedad, la suciedad y el hambre comenzaron a cobrar su terrible tributo. En medio del pánico creciente, tres organizaciones semejantes a mafias aumentaron el horror al aterrorizar a sus mismos compatriotas judíos, y al competir salvajemente por el control de los ya precarios abastecimientos. Una madre, muerta de hambre, se comió a su propio bebé.6

Tito trató de salvar el Templo. Era una de las joyas del Imperio. De diversas maneras trató también de salvar la ciudad y el pueblo. Pero los dirigentes de la ciudad rechazaron todas las propuestas, en la creencia de que Dios todavía los honraría como su pueblo y preservaría el Templo como su casa de culto.

Hacia fines de agosto, algunos romanos enfurecidos por el aparentemente incomprensible fanatismo de la resistencia judía, prendieron fuego a la madera recubierta de oro de los muros y el cielo raso del Templo. Los judíos modernos todavía recuerdan el incendio que siguió, cada año, en el noveno día del mes judío Ab. Pero incluso después del incendio del Templo, los sobrevivientes rechazaron decididamente la rendición, de modo que Tito, exasperado, dio rienda suelta a sus tropas. La ciudad y el Templo desaparecieron literalmente. A excepción de una pequeña parte del muro y tres torres, “allanaron de tal manera el ámbito de la ciudad”, dice Josefo, “que daba la impresión de que ese sitio jamás hubiese sido habitado”.7

De las multitudes que vivían en la ciudad al comienzo del asedio, aparentemente, todos murieron; con excepción de que en Jerusalén y durante la campaña precedente de Galilea y Judea, 97 mil hombres, mujeres y niños fueron tomados prisioneros. Muchos de los prisioneros fueron enviados a las provincias, para hacer frente a animales salvajes en los anfiteatros. A muchos se los obligó a cavar el canal de Corinto, en Grecia. Muchos más fueron enviados a Egipto para que trabajaran allí como esclavos hasta su muerte. Algunos fueron vendidos como esclavos a los gentiles que vivían en Judea; eran vendidos “a muy bajo precio, por el gran número de que disponían para vender y ser pocos los compradores”.8

El cumplimiento de la profecía. La destrucción de Jerusalén cumplió cabalmente la predicción hecha por Cristo 39 años antes: “No quedará aquí piedra sobre piedra que no sea derruida” (Mat. 24:2). También se cumplieron sus profecías acerca de hambrunas, terremotos, rumores de guerras y ejércitos en torno del Lugar Santo.

La mujer que se comió a su bebé, los esclavos que fueron vendidos por unas monedas y los cautivos que fueron embarcados rumbo a Egipto, cumplieron otras profecías hechas por Moisés unos quince siglos antes, en Deuteronomio 28:15, 52, 53 y 68: “Pero si no obedeces a la voz de Yahvéh tu Dios, y no cuidas de practicar todos sus mandamientos y sus preceptos, los que yo te prescribo hoy [...] [tu enemigo] te asediará en todas tus ciudades [...] comerás el fruto de tus entrañas [...] te volverá a llevar a Egipto [...] por mar [...] y allí os ofreceréis en venta a vuestros enemigos como esclavos y esclavas, pero no habrá ni comprador”.

Pero Dios se interesa por nosotros. La caída de Jerusalén ante los romanos nos recuerda la caída de esta ciudad ante los babilonios siglos antes. En el primer tomo de esta obra, en las páginas 22 al 28, vimos con cuánto pesar Dios “entregó” Jerusalén al rey Nabucodonosor y cómo envió un profeta tras otro para prevenir el desastre en la medida de lo posible.

El Señor hizo aún más en los tiempos del Nuevo Testamento para evitar a los judíos y a Jerusalén su terrible desastre a manos de los romanos. Por más de treinta años, el propio Hijo de Dios recorrió sus caminos y sus calles para señalarles el camino de la paz. Les enseñó a perdonar, a devolver bien por mal, y a respetar toda autoridad legalmente constituida. Cuando un soldado romano, en ejercicio de sus privilegios, obligaba a un judío a llevarle su pesado equipaje por una milla, Jesús les aconsejó que se lo llevaran por una milla más (véase Mateo 5:41).

Si todos los judíos de Judea y de Galilea hubieran aceptado las enseñanzas de Cristo, no se habrían dedicado al terrorismo y al sabotaje que provocó la represalia de los romanos. No habrían dejado de pagar sus impuestos. No habrían suspendido sus oraciones en favor del emperador, acto de traición que produjo la guerra. Ni tampoco habrían llegado a la conclusión de que Dios iba a hacer milagros por un pueblo que desde hacía mucho lo estaba desobedeciendo, a menos que se arrepintiera primero. Tampoco se habrían dividido en feroces facciones, sino que se habrían apoyado generosamente los unos a los otros.

Pero no todos los judíos rechazaron a Jesús. Miles lo aceptaron (Hech. 2:41). Confiaron no solo en sus enseñanzas religiosas, sino también en sus profecías. Recordaron sus palabras: “Cuando veáis, pues, la abominación de la desolación, anunciada por el profeta Daniel, erigida en el Lugar Santo”, es decir, “cuando veáis a Jerusalén cercada por ejércitos”, “entonces, los que estén en Judea, huyan a los montes” (Mat. 24:15, 16; Luc. 21:20).

La asombrosa retirada de Cestio Galo en noviembre del año 66 d.C., cuando la victoria estaba a su alcance, proporcionó una inapreciable oportunidad de huir. Josefo informa que “muchos judíos notables” en ese momento “abandonaron la ciudad, como si fuera un barco a punto de zozobrar”.9

Parece que los cristianos de origen judío dejaron Jerusalén en ese momento. Al trasladarse al norte, fundaron una colonia en Pella, al sudeste del mar de Galilea. Las palabras de Cristo traducidas por “huyan a los montes” en la Biblia de Jerusalén, puede traducirse adecuadamente por “escapen hacia las colinas” o “váyanse al campo”. Pella está ubicada en el campo, en medio de colinas.

Los cristianos judíos obraron como Jesús les aconsejó porque confiaron en su profecía. Y no se sabe de ningún cristiano judío, ya sea madre, padre o hijo, que haya muerto en la terrible destrucción de Jerusalén.

Apocalipsis

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