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II. Jesús y su testimonio

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“Yo, Juan [...] me encontraba en la isla llamada Patmos, a causa de la Palabra de Dios y del testimonio de Jesús” (Apoc. 1:9). Queremos saber qué quiso decir Juan cuando se refirió a la “Palabra de Dios” y al “testimonio de Jesús”. También queremos comprender todo lo que dijo en este capítulo acerca de Jesús.

“El Testigo fiel”. El versículo 5 dice que Jesús es el “Testigo fiel”. Significa que podemos confiar en él. Tal vez no podamos confiar en la persona que nos vendió el auto, o en el agente que nos alquiló la casa, o en el diputado a quien le dimos el voto; y ni siquiera en nuestro esposo o nuestra esposa, pero sí podemos confiar en Jesús.

En los tribunales, un testigo “da testimonio”, “testifica”. Jesús dijo a Pilato, durante el juicio previo a su crucifixión, que él había venido al mundo “para dar testimonio de la verdad” (Juan 18:37). Veremos, al examinar el Apocalipsis, que Jesús da un fiel testimonio al decirnos la verdad a) acerca de nosotros mismos, y b) acerca de las debilidades, los vicios y la violencia de la naturaleza humana. También nos dice la verdad c) acerca de Satanás, y la feroz oposición que mantiene en contra de Dios. Por sobre todo, Jesús da testimonio al decirnos la verdad d) acerca de sí mismo. El Apocalipsis es, en primer lugar, una revelación de Jesucristo.

“El testimonio de Jesús”. Jesús dio su testimonio a Juan, quien lo recibió “en éxtasis” (“en el Espíritu”, RVR, versículo 10). Recordemos que uno de los dones del Espíritu Santo es el de profecía. (Véase 1 Corintios 12:10.) Esto nos lleva a Apocalipsis 19:10, donde se nos dice que “el testimonio de Jesús” es “el espíritu de profecía”. Vamos a referirnos más ampliamente a esta definición cuando lleguemos a Apocalipsis 12:17.

El Imperio Romano condenó a Juan al exilio en la isla de Patmos, “a causa de la Palabra de Dios y del testimonio de Jesús” (Apoc. 1:9). La Palabra de Dios es la Sagrada Escritura. (Véase, por ejemplo, Oseas 1:1, Joel 1:1 y 2 Timoteo 3:15 y 16.) En los días de Juan, el Nuevo Testamento todavía no había sido terminado, y la Palabra de Dios era mayormente el Antiguo Testamento. Los cientos de frases del Antiguo Testamento que aparecen en el Apocalipsis nos muestran cuánto amaba Juan la Palabra de Dios del Antiguo Testamento. Creía en sus profecías acerca de Jesús, y prestaba atención a sus Mandamientos contra la adoración de imágenes y otros pecados. Leal al Antiguo Testamento, evidentemente no estuvo dispuesto a adorar a una imagen del emperador Domiciano. Por eso, Juan estaba en Patmos “a causa de la Palabra de Dios”.

También se encontraba allí “a causa [...] del testimonio de Jesús”. Acabamos de ver que el testimonio de Jesús es el espíritu de profecía. Los profetas del Antiguo Testamento fueron inspirados por el Espíritu de Cristo. (Véase 1 Pedro 1:10 al 12.) En los tiempos del Nuevo Testamento, muchas personas también recibieron el don del espíritu de profecía. Mateo, Marcos, Lucas, Pablo, Pedro y Juan mismo fueron inspirados por el Espíritu Santo para escribir el testimonio de Jesús en los Evangelios, los Hechos de los Apóstoles y las Epístolas, o cartas, del Nuevo Testamento. El “testimonio de Jesús” dio lugar a una producción literaria viviente y creciente, destinada a revelar la verdad acerca de Jesús.

Cuando Juan dice que se encontraba en la isla de Patmos “a causa [...] del testimonio de Jesús”, quiere decir que estaba allí porque creía y enseñaba la verdad que los autores del Nuevo Testamento, él inclusive, fueron inspirados a escribir acerca de Jesús.

“El Primogénito de entre los muertos”. En el versículo 5 se dice que Jesús es “el Primogénito de entre los muertos”. No quiere decir que Cristo fue la primera persona que resucitó de entre los muertos. Antes de su propia resurrección Jesús volvió a la vida a la hija de Jairo (Mar. 5:21-43), al hijo de la viuda de Naím (Luc. 7:11-17), y a Lázaro de Betania (Juan 11). (Véanse las páginas 75 a 78.)

Pero sin su resurrección, nadie más podría haber resucitado. Únicamente “en Cristo” puede alguien volver a la vida. (Véase 1 Corintios 15:22.)

En los tiempos bíblicos, el primer hijo nacido en el seno de una familia recibía lo principal de la herencia, es decir, la primogenitura. (Véase Génesis 43:33 y Deuteronomio 21:17.) Los privilegios del primogénito eran tan notables, que la palabra primogénito misma llegó a ser sinónimo de “notable”, “el más importante” y “único”. A punto tal que en Job 18:13 se da el nombre de “primogénito de la muerte” a una enfermedad singularmente peligrosa.

Jesús es “el Primogénito de entre los muertos” porque es, superlativamente, la Persona más importante que haya muerto y haya resucitado.

“Al que nos ama”. Con cuánta sencillez se dirige el versículo 5 a nuestro corazón. Él “nos ama”. Cuán reconfortante es que en medio de su exilio Juan haya podido decir esto acerca de Jesús. Cuán bueno es que nosotros podamos saber que bajo toda circunstancia esto es verdad. ¡Cuán amable de parte de Jesús es hacérnoslo saber! (Véase Juan 14:23.)

Estas tres áureas palabras: “Yo te amo”, no son solo para la ensoñación de los enamorados. Todos deberíamos decirlas. Deberíamos decírselas a cada miembro de la familia. Mamá besaba a sus cuatro hijos y prácticamente todas las noches, antes de ir a dormir, nos decía que nos quería. Al visitarla cuando yo tenía casi cuarenta años y ella ya no gozaba de buena salud, me repitió ese cariñoso ritual como cuando yo tenía seis años; entonces me di cuenta, repentinamente, de cuán excepcional era lo que ella había hecho todos esos años.

¿Ha abrazado usted a su hijito últimamente? ¿Le ha dicho que lo ama?

“Al que [...] nos ha lavado con su sangre de nuestros pecados” (vers. 5). El amor no se limita a hablar. El amor es especialmente hacer algo. Jesús pagó la culpa por nuestros pecados al abandonar el cielo para vivir una agotadora vida de servicio aquí, en la Tierra, abrumado de críticas, a las cuales no respondió, y al morir humillado en medio de intensos dolores sobre una cruz. “Nadie tiene mayor amor que el que da su vida por sus amigos” (Juan 15:13). Pero “la prueba de que Dios nos ama es que Cristo, siendo nosotros todavía pecadores, murió por nosotros” (Rom. 5:8). “Si cuando éramos enemigos, fuimos reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo, ¡con cuánta más razón, estando ya reconciliados, seremos salvos por su vida!” (Rom. 5:10).

Nuestro hijo ingresó en un hospital a los quince meses de edad, y estuvo al borde de la muerte por cuatro semanas. Mi esposa y yo nos consolábamos al recordar que Dios, a quien orábamos constantemente, amaba a nuestro hijito aun más que nosotros. El Hijo de Dios murió por nuestro hijo. Nosotros no hicimos eso por él.

“Y ha hecho de nosotros un Reino de Sacerdotes para su Dios y Padre” (vers. 6). Cuando Dios sacó a los israelitas de Egipto, dijo que eran “un reino de sacerdotes” (Éxo. 19:6). Al final de las setenta semanas de Daniel 9:24 al 27, Dios suscitó una nueva nación constituida por cristianos de todas las razas, incluso judíos. Dijo que esta nueva “nación” era un “sacerdocio real” (1 Ped. 2:9. Véase el tomo 1, páginas 221 a 227).

Si usted es cristiano, el Señor ha hecho de usted parte de su “sacerdocio real”. Vale la pena meditar en esto. ¿Qué significa?

Hace algunos años, estaba aprendiendo de memoria la Epístola a los Hebreos. Al llegar al capítulo 5, se me ocurrió pasar al Apocalipsis, que había aprendido de memoria varios años antes. Ocurrió que mientras conducía mi auto cierto día, me repetí a mí mismo: Ha hecho de nosotros un reino de sacerdotes para su Dios. Casi al mismo tiempo, me descubrí repitiendo Hebreos 5:1: “Todo Sumo Sacerdote es tomado de entre los hombres y está puesto en favor de los hombres en lo que se refiere a Dios”.

Puesto que los sacerdotes comunes llevaban a cabo muchas de las funciones básicas de los sumo sacerdotes, presté especial atención para ver qué funciones tenía yo el privilegio de cumplir para Dios como real sacerdote. Descubrí que Hebreos 5 dice que el sumo sacerdote es nombrado por Dios para actuar en favor de los hombres con respecto a Dios, y para ofrecer dones y sacrificios por los pecados propios y por los de la gente. Yo sabía que nuestros “dones” y “sacrificios” incluyen nuestras oraciones, que ofrecemos por medio del sacrificio de Cristo llevado a cabo en la cruz. (Véase Hebreos 13:15 y Santiago 5:16.) Descubrí que el significado de nuestro sacerdocio es al menos este: que debemos orar en el nombre de Cristo por el perdón de nuestros propios pecados y por el perdón de los pecados de los demás. Se nos invita especialmente a orar por la gente que no es amable con nosotros. (Véase Mateo 5:44.)

Observé también que Dios nos ha “nombrado” sacerdotes. Eso solo puede significar que él desea intensamente que actuemos como sacerdotes. Quiere que oremos por el perdón de nuestros pecados, y por la conversión y la prosperidad de los demás: esposos, padres e hijos, empleadores y empleados, funcionarios del Gobierno, socios... También quiere que oremos por la difusión del evangelio entre los no cristianos. (Con el fin de aprovechar mi privilegio sacerdotal, tengo una lista de nombres en una libretita para contrarrestar la fragilidad de mi memoria.)

Dios se interesa por nosotros. Quiere ayudarnos. Nos ha ordenado que le pidamos cosas. Ha hecho de nosotros sus sacerdotes.

Las cosas reveladas son para nuestros hijos y también para nosotros. (Véase Deuteronomio 29:28.) Dios quiere que los niños cristianos sean sacerdotes tan ciertamente como los adultos. Los niños y las niñas que aman a Jesús pueden orar por los demás tanto como un sacerdote o un ministro religioso. Muchos niños han gozado de la alegría de conducir al papá o la mamá a Cristo, como resultado de sus oraciones.

Jesús nos ha hecho sacerdotes. Aprovechemos al máximo este privilegio.

“Viene acompañado de nubes; todo ojo lo verá”. En Apocalipsis 1:7 se repite la promesa del Sermón Profético. Juan lo había escuchado de los propios labios del Maestro aquel martes de noche, iluminado por la luna, más de sesenta años antes. (Véase Mateo 24:30, y las páginas 21 y 22 de esta obra.) También la escuchó de labios de los dos “hombres” que aparecieron junto a los discípulos mientras Jesús ascendía al cielo en una nube. (Véase Hechos 1:11.) Pablo también, inspirado por el Espíritu de profecía, da testimonio de que Jesús, en su venida, aparecerá “en nubes” (1 Tes. 4:17).

Pero en Apocalipsis 1:7, ¿quiénes son “los que lo traspasaron”? En ocasión de su juicio, Jesús dijo a Caifás, dirigente judío: “Y yo os declaro que a partir de ahora veréis al Hijo del hombre sentado a la diestra del Poder y venir sobre las nubes del cielo” (Mat. 26:64). Caifás fue la persona que asumió la mayor responsabilidad por la muerte de Cristo. Ciertamente, él era uno de los que “lo traspasaron”. Pero muchas otras personas tuvieron también participación criminal en esos hechos, y aparentemente ellos también, con Caifás, participarán de una resurrección especial, a tiempo para ver regresar a Jesús, rodeado de la misma gloria que ellos intentaron empañar. Daniel 12:1 y 2 nos ayuda a confirmar esta idea. Dice que cuando Miguel “surja”, o se levante, en el final de los tiempos, “muchos” muertos (no todos) resucitarán. Puesto que todos los justos resucitarán en ese momento (véase Apocalipsis 20:6), es claro que solamente algunos impíos lo harán. (El resto tendrá que esperar hasta que termine el milenio. Véase Apocalipsis 20:5.)

“Los que lo traspasaron” incluye a todos los que contribuyeron directamente a su crucifixión. Pero ¿no incluye esta expresión a algunos otros también?

En Hechos 9:5 Jesús dijo a Saulo, el perseguidor –que se convertiría en Pablo, el apóstol– que al perseguir a los cristianos lo estaba persiguiendo a él mismo. “Yo soy Jesús, a quien tú persigues”, le dijo. Esto nos lleva a la sombría conclusión de que los principales perseguidores del pueblo de Dios a través de los siglos también pueden estar incluidos entre “los que lo traspasaron”, y que se levantarán de entre los muertos a tiempo para presenciar su Segunda Venida.

El Señor “que va a venir”. ¿Acompañará Dios el Padre a Jesús en su segunda venida? Apocalipsis 1:4 lo describe como “Aquel que es, que era y que va a venir”. Tal como vimos hace poco, en Mateo 26:64 Jesús dijo a Caifás que el Hijo del hombre regresaría “sentado a la diestra del Poder”. La palabra Poder bien podría ser uno de los nombres de Dios. En Apocalipsis 6:16, los impenitentes, en ocasión de la Segunda Venida, suplican a los montes y a las peñas que caigan sobre ellos y los escondan “del que está sentado en el trono y de la cólera del Cordero”. La expresión “del que está sentado en el trono” se usa varias veces en Apocalipsis para referirse a Dios. (Véase, por ejemplo, Apocalipsis 5:6 al 8.) La conclusión más probable es, entonces, que Dios va a acompañar a su Hijo cuando venga por segunda vez. (Véase, también, Apocalipsis 7:15 y 21:5.)

“Yo soy el alfa y la omega”. El Nuevo Testamento fue escrito en griego. Alfa es la primera letra del alfabeto griego y omega es la última. De manera que “alfa y omega” es más o menos como decir “la A y la Z”.

Al llamarse a sí mismo el alfa y la omega en el versículo 8, Dios quiso decir que es el primero y el último, el principio y el fin. Vivía cuando el universo comenzó y seguirá viviendo mientras dure y más allá.

“Omega”, de paso, es en realidad “O-mega”, que significa “O grande” u “O larga”. La forma de la omega es el resultado de la costumbre de subrayar la O larga, para distinguirla de la O corta, que se llama “omicron”, es decir, “o chica” u “o corta”.

Durante la Segunda Guerra Mundial, 1.700.000 yugoslavos, hombres, mujeres y niños, murieron en el intento –con éxito, por lo demás– de conservar la libertad de su patria. En los mismos días de esa violencia, David Friedentahl, artista y reportero a la vez, dibujó el boceto de un anciano campesino que estaba sembrando.38 Incluso mientras los soldados pisoteaban el campo arado de camino a algún encuentro militar, el paciente campesino proseguía con calma sus deberes primaverales de sembrar a mano, como lo había hecho desde su juventud. Su inconmovible perseverancia en un momento de intensa crisis tiene una vigencia tal, que en pequeña escala ilustra la constancia infalible, permanente y totalmente digna de confianza de nuestro eterno Dios. Como Jesús, él nunca cambia. “Ayer como hoy, Jesucristo es el mismo y lo será siempre” (Heb. 13:8). Es el principio y el fin, el alfa y la omega.

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