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1 EL EXTRAÑO CASO DE LAS RANAS DEFORMES DE RANAS, CIENTÍFICOS, ESCRITORES Y MUCHO POLVO

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En noviembre de 2014, con motivo del octogésimo cumpleaños de mi antiguo jefe y amigo Carlos Sonnenschein —a quien había conocido en Boston en el otoño de 1987, cuando me trasladé a su departamento de la Universidad de Tufts como Fullbright Scholar para trabajar en temas de investigación oncológica referentes al cáncer hormono-dependiente y al control que las hormonas estrogénicas y androgénicas ejercen sobre el crecimiento de este tipo de tumores—, asistí a una jornada científica que a modo de homenaje le organizaban sus colegas franceses en el aula Lamarck del pabellón de Paleontología y Anatomía Comparada del Museo Nacional de Historia Natural de París.

El lugar elegido para dicho homenaje no podía ser más exquisito: un aula con más de cien años de antigüedad, mobiliario de madera, muros revestidos con frescos alusivos a la evolución y a la zoología y esculturas en mármol y bronce situadas en el vestíbulo de la sala. Y polvo, mucho polvo, polvo de siglos que apaga el brillo original de pinturas murales, cuadros y figuras. Las ponencias se iban sucediendo y el debate científico se había establecido con gran naturalidad cuando la profesora Barbara Demeneix, una reputada científica francesa y autora de la obra maestra Toxic Cocktail. How chemical pollution is poisonning our brains, comenzó su presentación con una provocadora e interesante disertación sobre la metamorfosis de los anfibios, un tema que para algunos de nosotros, venidos del mundo de la clínica, era toda una novedad.

La profesora Demeneix explicó con habilidad y sencillez el control que ejercen las hormonas tiroideas sobre lo que ocurre en el renacuajo que se transforma en rana. De forma sucesiva, fue mostrándonos imágenes, diagramas, tablas y esquemas del proceso por el que las hormonas tiroideas tiroxina (T4) y triyodotironina (T3), al ser las mensajeras que ponen en marcha este proceso de transformación corporal, se convertían en las responsables y principales gobernantes de la metamorfosis de los anfibios.

La profesora Demeneix no quiso renunciar a hacer un poco de historia y explicó que, en 1912, Frederick Gudernatsch, científico alemán instalado en Praga, demostró que se podía acelerar la transformación de los renacuajos —que mantenía en observación en una pecera— hasta convertirlos en individuos adultos o ranas, simplemente exponiéndolos a un extracto desecado de glándula tiroidea obtenida del caballo y otras especies animales. Tal hallazgo se presentó a la comunidad científica para señalar que algún factor contenido en el tiroides de una especie tan distinta como el caballo o el gato era capaz de transformar dramáticamente el devenir de otra especie.

Dos conceptos novedosos y tremendamente provocativos se escondían detrás de este sencillo experimento.

Por una parte, se demostraba la existencia en la glándula tiroidea de una sustancia química que actuaba como mensajero y desencadenador de un proceso biológico.

Por otra, y era este un hallazgo no menos importante, se probaba que especies tan distintas como anfibios y mamíferos compartían esa sustancia química, lo que venía a corroborar a su vez que durante la evolución se había mantenido la especificidad del mensajero entre diferentes especies.

De vuelta a Estados Unidos, Frederick Gudernatsch prosiguió con sus estudios y con sus renacuajos. Extirpándoles el tiroides, demostró que su ablación impedía cualquier transformación en un individuo adulto. Más tarde, en la Navidad de 1914, Edward Calvin Kendall, científico norteamericano afincado en Rochester, lograría aislar ese intrigante compuesto hiperyodado que fabricaba, almacenaba y secretaba la glándula tiroidea y que hoy conocemos como «hormona tiroidea». Así fue como se identificó a la hormona tiroidea tiroxina, también conocida como T4, como agente causal de la metamorfosis de los anfibios.

Aunque, tal vez, lo que me resultó más curioso de la charla de la profesora Demeneix fue saber que, en Praga, Frederick Gudernatsch tuvo un vecino que posiblemente frecuentaba lugares comunes. Se trataba de un joven escritor que, por una casualidad del destino, publicó ese mismo año de 1912 un libro que le haría mundialmente famoso. En esta corta historia, el protagonista, Gregor Samsa, se metamorfosea en una cucaracha gigante y vive el drama de la incomprensión y el abandono de los suyos hasta su muerte temprana. Su autor era ni más ni menos que el joven Frank Kafka, y su obra, como ya se habrá supuesto, La metamorfosis.

¿Demasiadas casualidades? ¿Un científico y un escritor trabajando en la misma ciudad sobre el mismo asunto? ¿Se habrían encontrado ambos en la cervecería de la calle Vinohradská donde, como dicen los cronistas, Kafka y su amigo y editor Max Brod consumían la afamada cerveza checa? ¿Frecuentaría Gudernatsch los círculos de intelectuales a los que asistían Kafka y Brod, y donde el inquieto Albert Einstein presentaba sus revolucionarios trabajos?

Quizá nunca lo sabremos, pero qué maravilloso sería imaginar la conversación de los dos jóvenes, el médico-científico y el funcionario-escritor, sobre la transformación de la rana… y del hombre.

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