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LOS ORGANOFOSFORADOS, ESOS GRANDES DESCONOCIDOS
ОглавлениеComo la experiencia de nuestro equipo de investigación con los organofosforados no es grande, he recurrido a los artículos de Marina Lacasaña, y especialmente a los trabajos de Beatriz González sobre la exposición a pesticidas no persistentes del tipo de los organofosforados, como son el clorpirifós, el malatión, el paratión o el diclorvos. El interés por los derivados del fósforo está de actualidad, no en balde el malafamado herbicida glifosato es un éster del ácido fosfórico. El trabajo de Beatriz ha incluido también otro tipo de pesticidas no persistentes, como los carbamatos, piretroides y neonicotinoides, y se ha centrado en la exposición de niños y niñas de seis a once años residentes en comunidades con agricultura intensiva de la provincia de Almería.
Pues bien, este grupo de investigación que trabaja, como nosotros, en el sureste peninsular, ha determinado los niveles en la orina de estos niños de metabolitos de pesticidas en los períodos de alta y baja exposición a estos compuestos, ya que, al tratarse de compuestos no persistentes, la exposición es dependiente de la época del año y del uso estacional en los cultivos de temporada.
Los resultados de Beatriz sobre el desarrollo neuroconductual de los niños evaluados no pueden ser más llamativos:
El incremento de diez unidades en el índice de exposición postnatal a pesticidas se asocia significativamente con un descenso de 3,8 puntos en el coeficiente intelectual total de la población de estudio, y el efecto resulta ser mayor en los niños que en las niñas.
Asimismo, ha observado una asociación inversa entre los niveles de metabolitos de plaguicidas organofosforados y el rendimiento en los dominios de comprensión verbal y velocidad de procesamiento, así como en el coeficiente intelectual total. Este efecto, de nuevo, es mayor en niños que en niñas.
En resumen: en los niños expuestos a pesticidas se detecta un descenso en el coeficiente intelectual, por una parte, y por otra, cuanto mayor es el nivel de plaguicidas en su organismo, menos es su dominio de la comprensión verbal, así como su coeficiente intelectual.
Estos hallazgos, que recuerdan tanto a las sospechas expuestas por Barbara Demeneix para los disruptores endocrinos tiroideos, tienen una importante repercusión sanitaria y social individual y colectivamente, por lo que, tal y como afirman los autores del estudio, deben tenerse en cuenta para elaborar medidas enfocadas a reducir la exposición a plaguicidas y disminuir así sus posibles efectos sobre la salud infantil. Para algunos, la asociación entre exposición a organofosforados y efectos en el cerebro del niño a través de la disrupción de la hormona tiroidea es tan convincente como las observaciones presentadas hace años sobre las consecuencias de la exposición al plomo.
Esta información, que tan concienzudamente han recabado Marina y Beatriz, nos puede ayudar a entender mejor hasta qué punto pueden ser preocupantes los riesgos y la exposición a los organofosforados retardantes de la llama empleados en la gomaespuma. Y es que ante la sospecha de un efecto indeseable de este tipo de compuestos sobre la salud materno-infantil se hace totalmente necesaria una mayor capacidad de reacción de nuestros gobernantes y legisladores, que tendrían que ser más ágiles legislando y retirando estos productos del mercado y, al tiempo, más estrictos al dar el visto bueno a que estos productos entren en el mercado.
Por mi parte, he de reconocer que, desde que leí la comunicación de la ECHA, miro con mucho recelo y prevención los rellenos de gomaespuma de los muebles de mi casa, y se me revuelve algo en el interior cuando recuerdo estos colchones que nos han acompañado durante años en una España donde los rellenos de lana eran cosa del pasado, los colchones de muelles eran un lujo y la gomaespuma la solución universal. Y me pregunto, volviendo al punto de partida de este capítulo: ¿cómo saber cuándo empezaron a utilizarse los organobromados o los organofosforados como retardantes del fuego? ¿Cómo y quién ha resultado expuesto y cuál es la carga de enfermedad atribuible a esa exposición?
La sucesión de acontecimientos en torno al enunciado de la disrupción endocrina tiroidea es un buen ejemplo de cómo han sucedido los hechos en otros campos de la endocrinología y de la clínica humana. Recordemos la secuencia de hechos. Fueron las observaciones ambientales en especies pertenecientes a la vida animal las que proporcionaron la primera prueba de que algo estaba pasando.
Más tarde, tratando de identificar las causas del problema, se pusieron en evidencia mecanismos de acción hormonal que se veían interrumpidos, modificados, y que bien pudieran ser una explicación posible a la observación ambiental.
Alguien, en algún momento, conocido el problema —iba a decir el drama, en la medida de lo trágico que pueda ser un rodaballo con un solo ojo o una rana con cola—, se lo explicó a los endocrinólogos clínicos y preguntó: «¿Y vosotros no habéis observado nada raro en la especie humana?». Aún esperamos la respuesta, y eso que la evidencia de exposición humana a los agentes causales es importante: ahí están las millonarias campañas de biomonitorización para demostrarlo; los mecanismos de interferencia —disrupción, decimos nosotros— de los contaminantes ambientales sobre los procesos metabólicos de la hormona tiroidea son extrapolables de animales a humanos, dada la antigüedad filogenética del sistema; y, por último, el aumento de la patología tiroidea en la clínica es abrumador.
Y, si todo esto es así, entonces ¿qué más necesitamos para actuar?, ¿para informar?, ¿para prevenir?