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PRÓLOGO

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Cuando en 1996 publiqué junto con Theo Colborn y Dianne Dumanoski el libro Nuestro futuro robado. ¿Estamos poniendo en riesgo nuestra fertilidad, inteligencia y supervivencia? Una historia científica detectivesca, sabíamos lo suficiente como para estar muy preocupados sobre cómo algunos compuestos químicos sintéticos, de uso común, estaban interfiriendo con la señalización hormonal. Habíamos adoptado el término «disrupción endocrina» para dar nombre a ese proceso tras una decisión conjunta tomada por los asistentes a una conferencia en Wingspread, Wisconsin (Estados Unidos), celebrada en 1991. El objeto de esa conferencia era poner en común la información disponible sobre la amplia serie de daños descritos en relación con el desarrollo de la fauna salvaje y de los seres humanos en cualquier parte del planeta, y explorar los posibles mecanismos subyacentes al proceso.

¿Por qué el nombre de «disrupción»? Hay varias razones: no había una causa simple ni un solo efecto sobre la salud en el que centrarse; el mismo producto químico, en la misma exposición, podía alterar un sistema u otro, y no solo causar un único suceso. Esto se debe a que la señalización hormonal controla cómo se activan (o desactivan) los genes a lo largo de nuestras vidas, lo que puede afectar, literalmente, a cada fase del desarrollo, del crecimiento y del curso de la vida. Si tú quieres que tu hijo o hija crezcan bien, desde el óvulo fertilizado hasta convertirse en un niño feliz y un adulto capaz, que, a su vez, tenga hijos y pueda resolver problemas, combatir enfermedades y enfrentarse a cualquier otro reto, no permitas que los compuestos químicos hackeen su sistema de señalización hormonal o el tuyo propio.

Había muchos datos que no sabíamos entonces, en ese primer congreso de 1991, pero sí conocíamos lo suficiente como para concluir que era el momento idóneo para presentar nuestras conclusiones en público. El impacto que estábamos viendo sobre la vida animal y las personas tenía implicaciones graves y preocupantes.

No ignorábamos que los organismos responsables de la salud pública no eran conscientes del asunto; comprendíamos que era necesario aprobar leyes y mejorar y hacer más específica la regulación sobre productos químicos. Éramos conscientes, también, de que las empresas estaban incluyendo muchas sustancias químicas preocupantes en productos destinados a los hogares de todo el mundo; y que muchos plaguicidas y fármacos estaban bajo sospecha; y que los ingenieros químicos que, entonces, estaban diseñando la siguiente generación de productos químicos no tenían ni idea de sus implicaciones y consecuencias. Lo que no conocíamos todavía era la magnitud del problema, porque no se había llevado a cabo ninguna investigación para determinar qué sustancias químicas podían afectar al sistema endocrino, de cuántas maneras y en qué magnitud estábamos siendo expuestos. Aunque, basándonos en las pruebas disponibles, parecía plausible, si no probable, que la magnitud del problema pudiera ser considerable.

Mirando atrás, parece que haberlo hecho público en aquel momento fue lo correcto. Y funcionó. Se desencadenó un debate público que, hasta entonces, no estaba teniendo lugar, por fin a una escala acorde con el problema. Ahora, décadas más tarde, después de que cientos de millones de dólares se hayan invertido en investigación en disrupción endocrina, después de que miles de destacados científicos hayan puesto su atención sobre el tema usando herramientas de investigación que aprovechan los mayores avances de la biología y la química modernas, después de que decenas de miles de artículos científicos revisados por pares sobre el asunto de la disrupción endocrina se hayan publicado, sabemos mucho más sobre el tema. Y, francamente, la situación es a la vez peor y mejor de lo que imaginábamos.

Examinemos primero las buenas noticias.

Nuestra comprensión científica acerca de la disrupción endocrina no es completa, pero es sustancial. Nicolás Olea y su grupo han realizado, durante décadas, importantes contribuciones a este conocimiento.

Hasta cierto punto, hemos desentrañado muchos detalles moleculares sobre cómo los compuestos químicos hackean a las hormonas, y podemos usar lo que ahora sabemos para ayudar a los ingenieros químicos a crear nuevas moléculas que eviten la disrupción endocrina y promuevan una nueva generación de materiales y productos inherentemente más seguros. También sabemos mucho sobre las rutas y la magnitud de la exposición, y estamos en condiciones de usar ese conocimiento no solo para ayudar a la gente a tomar decisiones sobre el consumo que sirvan para reducir su exposición a los disruptores, sino también para promulgar las leyes y regulaciones necesarias para proteger al público y, en un sentido más amplio, a la ecosfera. Cada vez más, el público demanda productos más seguros, lo que crea mercados por valor de miles de millones de dólares. La ciencia de la disrupción endocrina realmente puede ayudar a los ingenieros químicos innovadores a hacer dinero fabricando materiales más seguros.

Percatarnos de esta nueva situación nos condujo a una colaboración de varios años, promovida por los líderes de los dos campos —los científicos que descubrieron la disrupción endocrina y los ingenieros químicos que querían formular nuevos productos de síntesis alejados de la disrupción endocrina—, y el resultado final, conocido como TiPED, se publicó en 2013 en la revista de la Real Sociedad de Química Green Chemistry, en forma de plan de trabajo intelectual para hacer precisamente eso: un sistema de análisis vivo que posibilita que los diseñadores de productos químicos detecten y analicen la disrupción endocrina en cualquier nuevo producto, adaptado a los más altos estándares de la ciencia contemporánea y que permite, de esta manera, evitar la puesta en el mercado de nuevos compuestos químicos disruptores endocrinos. El TiPED es seguro y contundente, y gracias a él los productos químicos nuevos, así como los ya existentes, pueden etiquetarse bien como hormonalmente activos o como inactivos. Ahora ya no hay ninguna excusa para seguir poniendo en el mercado para uso del público disruptores endocrinos que al final acaban interactuando con la ecosfera.

Pero, cuidado, esta nueva certeza viene acompañada del mayor desafío que las empresas químicas jamás hayan tenido que enfrentar: la disrupción endocrina exige una redirección masiva de la creación de los productos químicos comerciales, si es que nuestra especie y la vida en sí misma merecen un buen futuro.

Con todo, quizá lo mejor es lo que hemos aprendido sobre la implicación de la disrupción endocrina en el origen de muchas de las enfermedades crónicas y discapacidades relacionadas con las hormonas: constituyen una verdadera epidemia que va desde la diabetes tipo 2 hasta la obesidad, pasando por el cáncer de mama y de próstata (entre otros tumores) y diversas formas de deficiencia intelectual, y acabando en la caída en el recuento y la calidad de los espermatozoides que amenazan nuestro futuro, como ya sospechábamos en 1996 y como resaltamos en el título completo de Nuestro futuro robado, cuando nos preguntábamos: ¿estamos poniendo en riesgo nuestra fertilidad, inteligencia y supervivencia?

Cierto es que la disrupción endocrina no es la única causa —las enfermedades mencionadas tienen muchos contribuyentes, entre los que se incluye la herencia de genes defectuosos—, pero estas sustancias químicas colaboran con la carga de enfermedad y discapacidad. En 2012, un informe de la Organización Mundial de la Salud concluyó que la disrupción endocrina es un verdadero reto global.

Pero espera: ¿cómo puedes entonces decir que estas son las buenas noticias?

La respuesta es obvia: actuando con el conocimiento científico que poseemos ahora deberíamos ser capaces de reducir la carga de la enfermedad previniendo en primer lugar las condiciones, reduciendo las exposiciones y limitando su aparición.

Piénsalo de esta manera: la ciencia de la disrupción endocrina está revelando que los genes que se comportan mal porque se hackean las señales hormonales que los controlan pueden ser tan importantes para originar una enfermedad como heredar un gen defectuoso de tus padres. Digamos, por ejemplo, que un gen produce una proteína o enzima que sirve para prevenir la aparición de un tumor. Si tú heredaste una versión defectuosa de ese gen, no puedes producir la proteína/enzima que necesitas para detener el crecimiento del tumor, no puedes luchar tú mismo contra el tumor; enfermas y tal vez morirás… Pero si un compuesto químico disruptor endocrino impide que ese gen se active cuando lo necesitas, el resultado puede ser el mismo.

El Proyecto del Genoma Humano ha publicado durante años documentos que relacionan el gen X con la enfermedad Y. Si tú apuestas, exclusivamente, por culpar de tus problemas a la herencia de un gen defectuoso, tu respuesta a los resultados del Proyecto del Genoma Humano es fatalista. («¿Qué heredé de mis padres? ¿El gen bueno o el malo?»).

Mi propuesta, en cambio, es muy diferente, y pasa por empezar a preguntarse: «¿Qué compuesto químico está interfiriendo con la acción de ese gen?». Y aquí sí que hay algo que podemos hacer al respecto: prevenir la exposición. La comprensión de la disrupción endocrina nos da la esperanza de que la epidemia, tan común hoy en día, de enfermedades relacionadas con las hormonas se puede controlar si actuamos sobre la base de la ciencia. De fatalista a esperanzado. Ese es el pronóstico. Y es una buena noticia.

Sin embargo…, ¿y las malas?

Lo cierto es que la situación es peor de lo que imaginábamos. No se trata únicamente del número de problemas de salud en los que la disrupción endocrina está involucrada. Es más profundo que eso, y aquí están los porqués: en primer lugar, porque todavía no sabemos a cuántos compuestos disruptores endocrinos estamos expuestos. Conocemos aproximadamente unos mil, pero es probable que el número sea mucho mayor, porque la mayoría de los productos químicos que se utilizan hoy en día en el mercado nunca han sido probados para detectar sus propiedades endocrinas.

En segundo lugar, porque hay pruebas contundentes de que las herramientas que utilizan hoy en día los organismos reguladores de todo el mundo, como la Agencia Europea de Seguridad Alimentaria (EFSA) o la estadounidense Food and Drug Administration (FDA), simplemente no están a la altura de las circunstancias. Utilizan métodos con décadas de antigüedad, que no reflejan los últimos avances en la investigación médica moderna y, lo que es peor, que miden efectos que tienen poca o ninguna relación con la lista de enfermedades relacionadas con las hormonas. Por lo tanto, los productos químicos aprobados se han examinado con instrumentos incapaces de proporcionar los conocimientos que necesitamos. Afortunadamente, esto se puede arreglar. Y la Unión Europea acaba de anunciar una importante iniciativa para llevar a cabo precisamente esta tarea.

En tercer lugar, porque la premisa fundamental que ha sustentado, literalmente, cada prueba de seguridad que se ha hecho, en cualquier parte del mundo, desde que comenzó la regulación de los compuestos químicos, es errónea. Esa premisa parte de que los test realizados con dosis altas del compuesto por investigar revelarán todos los efectos adversos importantes o que tener en cuenta. En función de esta premisa, se considera que, si se lleva a cabo el test oportuno con dosis altas del compuesto, no es necesario hacer la misma prueba con dosis bajas. Y no las hacen. Nunca prueban la dosis que estiman que son seguras, ¿para qué molestarse? Pero es mucho más probable que esas dosis bajas estén dentro del rango de cantidades a las que el público en general está expuesto. Permitidme que lo repita: la dosis baja que estiman que es segura «nunca» se prueba en relación con su seguridad.

Lo que ocurre es que la suposición relativa a la eficacia de los test en función de la dosis funciona para algunos tipos de compuestos tóxicos, pero no para las hormonas o para sus imitadores, las sustancias químicas que alteran el sistema endocrino, y es que las hormonas y sus imitadores realizan acciones diferentes a diferentes dosis. Un ejemplo clásico es el tamoxifeno, medicamento para el tratamiento del cáncer de mama, que también es un compuesto disruptor endocrino: a dosis altas, las que el médico prescribe a una mujer con cáncer de mama, el tamoxifeno hace que el tumor se reduzca. Pero una dosis muy baja, más de mil veces por debajo de lo que el médico prescribe, hace que los tumores de mama crezcan. Esto es bien conocido en medicina. Se llama «brote de tamoxifeno», y las mujeres lo saben también porque duele.

¿Cómo funciona? Los detalles íntimos del mecanismo del tamoxifeno no se conocen, pero es algo así: a dosis bajas, la sustancia química (u hormona) activa un gen que estimula el crecimiento celular. A medida que la dosis aumenta la concentración del compuesto, se eleva lo suficiente como para activar un gen distinto, menos sensible, que suprime al primer gen deteniendo ese crecimiento celular.

Pensemos, a modo de ejemplo, en el termostato que controla la caldera de la calefacción: cuando hace frío, se enciende el quemador, y una vez que se calienta lo apaga.

Estos patrones son comunes a las hormonas y las sustancias químicas disruptoras endocrinas. A dosis bajas, sucede una cosa; a dosis altas, la contraria.

Por fortuna, hay una solución sencilla para esto: las pruebas reglamentarias de seguridad deben hacerse en sentido inverso al que se hacen actualmente. Primero, averiguar qué rango de exposiciones experimenta el público en general. Después, hacer pruebas a ese nivel de concentración. Si se encuentra un efecto a ese nivel, se explora una dosis menor hasta que se encuentre una dosis verdaderamente segura. Si no se halla efecto alguno, se examinan las consecuencias de las dosis más altas y se construyen curvas dosis-respuesta.

Pero los organismos reguladores, las empresas y los profesionales que se ganan la vida protegiendo los productos químicos, no a las personas, se oponen con enorme pesadumbre a este cambio. Y desafortunadamente no son pocos, porque la industria química es enorme. Un solo producto químico como el bisfenol-A (BPA) valía, hace unos años, más de setecientos mil dólares/hora en ingresos. Desde entonces, todo ha sido crecer. La información reciente sobre el bisfenol-A producida por CLARITY-BPA1 indica que la dosis segura de este tendría que reducirse en, al menos, veinte mil veces, si la FDA aceptara este enfoque alternativo en las pruebas de seguridad. Esto eliminaría muchos usos comunes del bisfenol-A y reduciría radicalmente su flujo de ingresos. Además, es probable que muchos otros compuestos disruptores endocrinos se vieran afectados de manera similar. La industria química actual cambiaría profundamente y se haría más segura para los habitantes del planeta.

Por último, mientras que en Nuestro futuro robado teníamos muchas cosas buenas, había algo en lo que estábamos equivocados: no podíamos prever el descubrimiento de una nueva dimensión para la disrupción endocrina, lo que se conoce como «herencia epigenética transgeneracional».

Suena complicado, y la biología lo es, pero el concepto es simple: si un feto en el útero es expuesto en un momento clave del desarrollo, no solo se producirán consecuencias sobre el feto expuesto a medida que crece hasta la edad adulta, sino que estas consecuencias también afectarán a los nietos y bisnietos de la madre expuesta.

La gran sorpresa es que esto no responde a mutaciones experimentadas en el ADN, sino que, por el contrario, implica la herencia fidedigna de cambios en los mecanismos que activan y desactivan los genes, lo que se denomina el epigenoma. Las publicaciones sobre este tema comenzaron a aparecer en el año 2005, y, aunque todos los detalles mecanicistas no se han resuelto completamente, diversos laboratorios han confirmado de forma independiente y repetida el patrón básico. Es real.

Y hay un nuevo giro adicional. En publicaciones recientes, los científicos informan de que a veces los efectos adversos se saltan una o dos generaciones, por lo que probar solo la primera generación no es suficiente. No lo vimos venir. De hecho, entonces escribimos que si lográbamos eliminar las exposiciones, sin cambios en la secuencia del ADN, el plan genético para el desarrollo del individuo volvería a la normalidad en la siguiente generación no expuesta.

La herencia epigenética transgeneracional ha sido reportada en suficientes tipos de animales de experimentación, con suficientes tipos de compuestos químicos, con tan amplia gama de consecuencias, que claramente necesitan formar parte de las pruebas regulatorias. La transmisión de efectos graves para la salud a lo largo de varias generaciones es un riesgo demasiado grande como para ignorarlo.

Esta nueva obra del doctor Olea es totalmente necesaria, ahora que la Unión Europea está tomando grandes decisiones sobre cómo regular los compuestos químicos disruptores endocrinos. Los que se oponen al progreso del conocimiento están bien financiados y luchan con fuerza.

Por eso es tan necesario este libro, porque te ayudará a entender lo que está en juego, lo que puedes hacer para proteger a tu familia y qué cambios en los procesos regulatorios son esenciales para reducir la carga de las enfermedades relacionadas con el sistema endocrino.

PETE MYERS

Fundador, presidente y director científico de Environmental Health Sciences, y coautor de Nuestro futuro robado. ¿Estamos poniendo en riesgo nuestra fertilidad, inteligencia y supervivencia? Una historia científica detectivesca

Libérate de tóxicos

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