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PERO… ¿CUÁNDO EMPEZÓ TODO?

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El que Nelva Alvarado tuviera tan claro en 2006 la necesidad de concienciar a todo un país de los peligros de la contaminación ambiental en la salud humana, y especialmente en las de madres e hijos, no fue fruto de ninguna casualidad ni, tampoco, de un hallazgo inesperado. Por el contrario, la hipótesis de disrupción endocrina viene de muchos años atrás. Contra lo que alguien pudiera pensar, no tiene su origen en alguna sabia observación de un médico avispado o un gran estudio toxicológico de carácter poblacional. Muy al contrario, la hipótesis que subyace en este problema de salud pública se gestó en una reunión multidisciplinar de científicos auspiciada por, también, una mujer. Concretamente, por una zoóloga llamada Theo Colborn, que se incorporó al mundo de la investigación de forma tardía.

En 1991, esta investigadora reunió en Wingspread (Wisconsin), a orillas del lago Míchigan,7 a un grupo de investigadores de campos de la ciencia tan distintos como la ecología, la zoología, la biología o la medicina, para decirles: «Compañeros, tenemos un problema».

Y el problema, que tenía tres vertientes o daba lugar a tres conclusiones diferentes, era, en su opinión, tan grave como para auspiciar aquella reunión:

 En primer lugar, Colborn pretendía relatarles que la evidencia ambiental proporcionada por la observación de poblaciones animales era y es lo suficientemente clara como para denunciar el nocivo efecto de los contaminantes ambientales sobre parámetros reproductivos, de desarrollo y de crecimiento de algunas especies animales en las que están implicadas las hormonas y el preciso control que estas ejercen sobre el organismo.

 En segundo lugar, las palabras de Colborn no partían de una hipótesis, de una teoría, sino de una certeza. Porque lo que quería compartir con sus colegas (y, de paso, denunciarlo ante ellos) era que biólogos y bioquímicos habían experimentado con animalitos y con otros modelos más sofisticados hasta lograr reproducir en el laboratorio los problemas que presentan algunas especies animales, estableciendo así lazos de causalidad entre un grupo discreto de compuestos químicos y el efecto observado en estas especies. Es decir: que en el laboratorio se había demostrado que la presencia de lo que llamaría «disruptores endocrinos» podía alterar el funcionamiento hormonal de las especies, provocando cambios en sus organismos, que, además, podían pasar de una generación a otra dentro de esas especies.

 En tercer lugar, Colborn quería denunciar que algunas —pocas en aquel momento— observaciones atribuían un papel a algunos compuestos químicos en la génesis de problemas hormonales en la especie humana. Remarquémoslo, es importante que entendamos este concepto: la tercera conclusión que quería compartir era la de que los problemas hormonales que provocaban los disruptores endocrinos no se limitaban a los animales, sino que también los causaban, tal y como ya se había demostrado, en algunos casos, en la especie humana.

A raíz de estas interesantes conclusiones, que para muchos de los allí reunidos supusieron toda una contundente revelación, se generó un fructífero debate en Wingspread que dio lugar a que se trazaran varias líneas de acción:

 Quedó claro que había algo que no solo debía investigarse más profundamente, sino que era imprescindible establecer cuál era su alcance.

 Y se acuñó un nombre para el problema: «disrupción endocrina», así como también otro derivado de este término para los agentes químicos que causaban dicho problema: «disruptores endocrinos».

En 1996, cinco años después de esta primera reunión que supuso un punto de partida, Europa aceptó el reto de Wingspread tras la reunión auspiciada por la Comisión Europea en Weybridge (Reino Unido); las hipótesis allí formuladas, así como el nombre de «disrupción endocrina» con el que se engloban todos los conceptos allí desarrollados, se tienen en consideración como un asunto relevante que merece estudiarse.

Sin embargo, Theo no se conformó con que su preocupación se hiciera extensiva a los científicos y los especialistas del mundo. En 1997 publicó la obra Nuestro futuro robado, que escribió la propia Colborn junto con Pete Myers y Dianne Dumanoski. Es un texto esencial que sirvió para popularizar el tema de los contaminantes ambientales con actividad hormonal y para que más profesionales, ambientalistas y sanitarios conocieran la hipótesis de trabajo.

De hecho, Pete Myers, un zoólogo-ornitólogo testigo de los efectos ambientales de los disruptores endocrinos en especies exóticas de Perú, Canadá y Alaska, fue quien tomó el relevo de Colborn con entusiasmo y dedicación. Desde varios foros científicos y sitios webs en Internet (por ejemplo: ourstolenfuture.org, ehn.org y DailyClimate.org), continúa informando, promoviendo y defendiendo actividades para concienciar sobre la unión de salud humana y medioambiente, así como de la necesidad de mantenernos lejos del alcance de contaminantes y disruptores ambientales.

Por fortuna, su enorme actividad y la de sus compañeros no cayó en saco roto. Sin ir más lejos, algunos científicos españoles reaccionamos de inmediato a la llamada, pues, no en vano, una de los artífices del nacimiento de la hipótesis, y que asistió a ese momento germinal en Wingspread, fue la médica e investigadora americana Ana Soto, establecida en Boston y dedicada a la investigación en los mecanismos de control hormonal de la proliferación celular en cáncer de mama y otros tumores hormono-dependientes, con la que ya en ese entonces habíamos establecido una relación profesional muy fructífera.

ORGANOESTÁNICOS Ejemplos USO 1 USO 2
Tributil estaño Molusquicida Agente antiincrustante Biocida en albañilería Desinfectante Biocida de sistemas de refrigeración, torres de refrigeración de plantas eléctricas, fábricas de papel

Figura 1: Ejemplo y usos de un disruptor endocrino que contiene estaño (Sn), integrado en el grupo de los compuestos organoestánicos.

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