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CINCUENTA SOMBRAS DEL TBT

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Mi contacto con Ana Soto y su colega científico Carlos Sonnenschein había comenzado en 1987, cuando me trasladé a su departamento para estudiar el cáncer de próstata y el control androgénico del crecimiento tumoral. Al trabajar codo a codo con Carlos y Ana, tuve la enorme suerte de vivir el nacimiento de la hipótesis ambiental en primera persona. Por eso pude trasladar esa inquietud a España, gracias a la organización junto con mis compañeros de la Conferencia Nacional de Disruptores Endocrinos (CONDE), que desde entonces se ha ido celebrando cada dos o tres años en ciudades como Granada, San Sebastián, Barcelona, Madrid, La Coruña, Elche y Cartagena.

A las reuniones de CONDE asisten tanto zoólogos y biólogos como clínicos, biólogos moleculares, toxicólogos y otros científicos dedicados a la investigación. Gente preocupada por los efectos hormonales de los contaminantes ambientales.

Gracias a esta vocación por poner en común diversos conocimientos, se ha dado la circunstancia de que en este foro han coincidido (por ejemplo, en el encuentro de octubre de 2005) investigadores gallegos que mostraban los problemas de desarrollo sexual de los caracoles marinos, con biólogos catalanes que evidenciaban el cambio del fenotipo sexual de las carpas del río Ebro, o ambientalistas madrileños que enseñaban los problemas de desarrollo de los peces del Jarama, con biólogos vascos preocupados por el metabolismo del mejillón y, en resumen, un sinfín de especialistas en alguna especie marina, fluvial o terrestre que no tienen una explicación clara para un problema que consideran muy serio.

Los médicos clínicos asistimos a este teatro de los horrores y tratamos de aprender lo que nos cuentan, memorizar nombres desconocidos e incomprensibles, y trasladar mecanismos explicativos a la fisiología y las patologías humanas. Difícil tarea y, a veces, un tanto surrealista, como cuando asistimos a una charla en la que se nos explica que la Nucella lapilus, un caracolillo marino, o el Bolinus brandalis, otro caracol similar a la cañaílla, tienen problemas de pareja porque la hembra ha desarrollado pene. Es, para qué negarlo, un mensaje difícil de digerir.

A pesar de ello, el énfasis que ponen en sus explicaciones Roberto Barreiro, Miren Cajaraville o Cinta Porte resulta lo suficientemente convincente como para que todos los asistentes a sus charlas percibamos la gravedad de estos casos.

Ocurre, según explican los zoólogos marinos, que existe un agente causal de esta disrupción hormonal. Es decir: dicho en plata, tenemos a quién echarle la culpa. Se trata nada menos que del tributil estaño (TBT) y algunos compuestos similares en estructura química. Todos ellos se emplean como antiincrustantes en pinturas específicas para los cascos de los barcos, los muelles y las estructuras submarinas, las redes de pesca y las langosteras, ya que tienen la capacidad de evitar la acumulación de organismos marinos y larvas en estas superficies.

Es innegable que, en su momento, la utilización del TBT y otros derivados estánicos supuso un verdadero logro técnico que pronto se extendió por todo el mundo y que, al disminuir el rozamiento causado por las especies marinas que se adhieren a su superficie, ha ayudado a la navegabilidad de los barcos. Esta mejora técnica supuso un enorme ahorro de combustible y, por lo tanto, una mejora evidente en la economía de las navieras. Sin embargo, también ha sido un avance científico con consecuencias ambientales no imaginadas en aquel entonces.

El mayor inconveniente para el empleo de los derivados estánicos parece ser el gran problema que tiene la cañaílla hembra, ya que el TBT interfiere en la producción endógena de sus hormonas femeninas y, a falta de estas, se masculiniza. Los especialistas han llamado al asunto «imposex», nada más gráfico para definir el problema de esta especie marina, que impide que macho y hembra puedan copular, puesto que ambos poseen pene.

Parecería banal si este contratiempo se limitase solo a la cañaílla —y, aun así, sería de por sí solo grave—. Pero no es así: en muchas especies marinas costeras, el imposex alcanza tal magnitud que la Unión Europea decidió en 2002 prohibir el empleo de TBT de forma paulatina. Se fijó 2008 para su eliminación definitiva, una medida que sería maravillosa, preciosa, ideal, si hubiera logrado ser efectiva.

Como se puede suponer, entre 2002, año en que la Unión Europea tomó esta decisión, y 2008, los lobbies industriales hicieron todo lo posible por retrasar el proceso y consiguieron un triunfo que no puede calificarse de pequeño al conseguir que la suspensión del empleo del aditivo TBT afectara solo a su uso en barcos de gran eslora.

Yo, que soy de secano, me veo obligado a preguntar: ¿cuánto es una eslora grande? ¿Y alguien me puede explicar por qué la prohibición afectó a aquellos barcos que pasan a decenas de millas de las costas, mientras el TBT se siguió utilizando durante años en los barcos pequeños, esos que vemos en puertos pesqueros y rías?

Como afirma Roberto Barreiro, catedrático de la Universidad de La Coruña y director científico del grupo de investigación en biología costera, por más que el control estricto del uso del disruptor endocrino TBT sea hoy una realidad, el daño ya está hecho: el sedimento marino ha resultado contaminado. Ahora está por ver si tras la prohibición se logra una recuperación de las poblaciones de las especies marinas.

A modo de posible respuesta sobre esta recuperación, puedo avanzar que los criaderos de ostras franceses lo tuvieron complicado para salir del bache dadas las catastróficas consecuencias del TBT sobre la reproducción de las ostras en la costa atlántica gala y su repercusión sobre la economía de ciudades como Arcachón. Al menos hasta que, a principios de los años noventa, con las restricciones del TBT, se produjo una notable recuperación. Aunque peor lo pasaron los gasterópodos de las costas del sur de Inglaterra y de lugares tan emblemáticos como la isla de Wight, donde algunas especies desaparecieron completamente a finales de los ochenta. No fue hasta mediados de 2008 cuando se pudo comenzar a observar una recuperación en enclaves alejados de los puertos y de la actividad humana.

Qué poco podía imaginar Paul McCartney lo que empezaba a ocurrir a su alrededor cuando compuso, en 1966, su adorable canción «When I’m sixty four» («Cuando tenga 64 años»), donde revelaba que soñaba con alquilar una casita de campo —si no es demasiado cara, dice la letra— en la isla de Wight para cuidar a sus nietos y dejarlos sentarse en sus rodillas. Si ahora volviera, con sus setenta y siete años cumplidos, con suerte podría volver a disfrutar de algunos caracoles marinos, muy pocos, ahora que de nuevo se pueden encontrar, después de una ausencia de más de veinte años.

Y esto me lleva a preguntarme, en voz baja para no alarmar a nadie: «¿Cómo afectará y repercutirá en los humanos el daño que ha causado el TBT en los organismos marinos?».

Me temo que carezco de respuesta para esta pregunta.

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