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La marea solidaria

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Aunque no sea aceptada como parte del canon, esta narrativa se lee en ciertos ámbitos, se mueve por circuitos alternativos y se integra a un movimiento que, en la Argentina, irrumpe en la posdictadura con un intenso activismo por los derechos humanos que se fortalece desde las primeras etapas de la democracia. Fernando Reati muestra la importancia de esta red de la que es deudora la sobrevivencia de los ex detenidos desaparecidos después de los campos –aunque en este caso hable sobre todo de Mario Villani:

Salir con vida de los campos fue tal vez la parte más fácil [«Mario mismo dice, cuando le preguntan por qué está vivo: “No lo sé, no lo decidí yo”»]; lo difícil fue qué hacer luego con esas memorias traumáticas, y ahí es donde otros sobrevivientes, los familiares de las víctimas, las Madres y Abuelas de Plaza de Mayo, los miembros de H.I.J.O.S. […], los militantes de organizaciones de derechos humanos, la gente común y corriente que lo apoyó, fueron parte esencial del motor interno que lo llevó a pasarse las siguientes décadas testimoniando en cuanto juicio pudo, dando cuanta entrevista se le solicitó, hablando en cuanto foro se puso a su disposición. Sin todos ellos, sin el enorme esfuerzo colectivo que representó la lucha por la verdad y la justicia, sin esa gigantesca red solidaria de amigos y compañeros que se daban ánimos los unos a los otros para seguir recordando y denunciando, especialmente en los duros años noventa cuando parecía que el resto de la sociedad les daba la espalda... [eso no hubiera sido posible]. (2017: 182)

Esta marea genera, además, un prolífico debate sobre lo acontecido y su significación política y ética que lleva años. Años de creación de películas y obras de teatro, de ensayos y relatos, de un intenso «trabajo de figuración, un esfuerzo por dar marco a un hablar que se deshace» (Sneh, 2012: 309). Años de fundación de museos y transmutación de ex campos en lugares de memoria. Años de polémicas encarnizadas sobre cómo encarar este cambio (¿habrá que re-significar estos espacios o dejarlos como símbolos intocados del espanto?, ¿habrá que explicar el horror o será que, al darle su lugar en una serie racional, corremos el riesgo de naturalizarlo?). Años en los que el Estado posdictatorial, que tras su histórico Juicio a las Juntas retrocediera con las llamadas Leyes de Impunidad y el Indulto, finalmente impulsa juicios públicos por crímenes de lesa humanidad cometidos por el régimen cívico-religioso-militar. Pero la voz del testigo, indispensable en el ámbito de la ley, sigue subsumida a ese lugar, que no es el único para asimilar lo que nos pasó y nos sigue pasando. Para el tribunal es indispensable un lenguaje binario que distinga culpables de víctimas, pero el testigo, además, puede crear tramas no condicionadas por ese ritual o por esas categorías. Es evidente que no bastan, que es imperioso detectar qué vínculos de poder nos constituyen como sociedades y cómo es que la violencia estatal sigue arrasando (asuntos que se dirimen fuera de las audiencias judiciales). Si bien los juicios constituyen un pilar insustituible para que la res-pública sea viable tras un exterminio, el relato de los sobrevivientes –entre otros– es indispensable para identificar los mecanismos en los que seguimos atrapados e involucrados. Por eso coincido con Alejandro Kaufman cuando afirma: «El horror y la ruptura de los lazos de responsabilidad y deuda con el otro que produce requieren una conceptualización cultural profunda» (2005: 53).

Esta conceptualización conlleva un cambio cultural que ha sedimentado, en cierta medida, en algunas sociedades del Cono Sur, con distinto alcance en cada país, pero la presión por acabar con este proceso es feroz. En la Argentina el gobierno actual ignora todo reclamo3; en Chile resurgen luchas estudiantiles y sociales pero retroceden los escasos juicios por crímenes de lesa humanidad. En Uruguay aún no se instrumentan políticas que realmente impulsen este tipo de juicios4.

Más allá del aspecto legal, hoy resurge un autoritarismo con traje republicano pero abocado a la devastación de lo que se logró construir durante las posdictaduras. Y nos corresponde a todos pensar esta trama: nadie puede considerarse ajeno porque, para que los dispositivos del terror pervivan bajo otras formas, hace falta que se naturalice la exclusión, que se la acepte como condición capaz de garantizar la propia sobrevivencia. ¿Cómo es que tantos pudieron aceptar que se borrara a un sector de la ciudadanía y que, a continuación, se negara ese borramiento? ¿Hay alguna relación entre este consentimiento, como lo llama Kaufman, y el reciente auge de votos que sustentan el propósito de crear nuevas figuras del homo sacer, ese ser matable cuya muerte no equivale siquiera a un sacrificio? Estos interrogantes, planteados por sobre todo por Agamben, resuenan con fuerza en nuestra región, donde los campos convivían con la existencia cotidiana: los centros clandestinos estaban, a menudo, en las ciudades, como la cárcel «Libertad» en Uruguay, Londres 38 en Chile y la Escuela de Mecánica de la Armada en Argentina, y los secuestros se hacían a la luz del día. Si bien la resistencia setentista, el terror estatal y las posdictaduras son distintos en cada nación, mi énfasis está puesto en estos vasos comunicantes. Considero esencial difundir el relato de quien sobrevivió los campos, de quien puede dar cuenta microscópica de cómo los Estados saturninos devoran a sus hijos. Por eso mismo, ante la pregunta sobre si estos testimonios constituyen un aporte particular a la cultura de la memoria, mi respuesta es afirmativa. Este libro viene a mostrar en qué consiste esta contribución.

El lugar del testigo

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