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¿Cómo?

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Si en nuestra lengua anida el horror, ¿cómo contarlo?

Según Levi, lo que el testigo quiere transmitir se presenta como algo «monstruoso pero nuevo, monstruosamente nuevo» (1996: 180)12, sensación que comparten, incluso, sobrevivientes de genocidios más recientes. La crueldad, una y otra vez, se presenta de manera inesperada y súbita; siempre supera los límites de lo imaginable. El intento sistemático de expropiación de la condición humana por medios técnicos, dice Kaufman, siempre toma a sus víctimas por sorpresa (2011: 237–251). Esa extrañeza que genera pone en cuestión la posibilidad de representar: parece imposible traducirla a un lenguaje que sea fiel a la memoria sin menoscabar su credibilidad. Quizá, arriesga Leonor Arfuch, el lenguaje sea justamente el dilema intrínseco del testimonio (2013: 90). ¿Cómo enlazar ese pasado atroz, que persiste en pesadillas, en flashbacks, en el inconsciente, con el presente de la narración? ¿Cómo traducir ese universo íntimo? ¿Cómo compartir eso que pertenece al lamentable bagaje de la humanidad con quienes, en su mayoría, prefieren ignorarlo?

A juicio de Semprún la solución es ahondar el artificio:

… una duda me asalta sobre la posibilidad de contar. No porque la experiencia vivida sea indecible. Ha sido invivible, algo del todo diferente, como se comprende sin dificultad. Algo que no atañe a la forma de un relato posible, sino a su sustancia. No a su articulación, sino a su densidad. Solo alcanzarán esta sustancia, esta densidad transparente, aquellos que sepan convertir su testimonio en un objeto artístico, en un espacio de creación. O de recreación. Únicamente el artificio de un relato dominado conseguirá transmitir parcialmente la verdad del testimonio. Cosa que no tiene nada de excepcional: sucede con todas las grandes experiencias históricas. (2011: 140)

Levi, en cambio, declara que ha tratado de usar «el lenguaje mesurado y sobrio del testigo» (2002: 99). Una escritura literal, según él, garantiza la transparencia:

Escribí Si esto es un hombre esforzándome por explicarles a otros, y a mí mismo, los hechos en los cuales me vi inmerso, pero no con una intención literaria definida. Mi modelo (o si se prefiere, mi estilo) era el del «reporte semanal» usado normalmente en las fábricas: debe ser preciso, conciso, y escrito en un lenguaje comprensible para todos en la jerarquía industrial. (1996: 181)

¿Son divergentes las posiciones de Semprún y de Levi? No me parece. Ambos hacen uso de tropos y del lenguaje figurativo para construir un relato creíble basado en la memoria de la experiencia. Son modos de configurar la imposible memoria tramada en torno a lo inolvidable, dijo alguien. Ambos revelan los desplazamientos de sentido que la vida del campo impone al lenguaje, y la forma en que el lenguaje puede nombrar la nuda vida. Ambos muestran que el testimonio acompaña la experiencia e incluso la posibilita (Sneh, 2012).

Según Jacques Rancière (2011), no hay tema que deba asumir una forma determinada al explayarse. La multiplicidad de opciones estéticas que presentan los testimonios ratifican esta idea: para algunos autores el quiebre de lo humano se revela en una lengua herida, otros enuncian la devastación en una prosa cristalina. Por eso extiendo a los campos del Cono Sur el interés de Peris Blanes «en la relación de inespecificidad que la experiencia de la excepción mantiene con los modos de decirla» (2005: 20). Lo importante, mediante una u otra estrategia narrativa, es propugnar un lenguaje que se haga cargo del trauma histórico. La literatura es una arte-sanía, sostiene la crítica argentina Mirian Pino (2015), porque el arte de encontrar la palabra justa, sana; no solo a quien la dice sino al orden simbólico. El testigo se esfuerza en decir esa historia para que esa historia no nos siga diciendo.

Debido a que la historia narrada por el testimonio de los campos es tan real como inverosímil, estos relatos producen el efecto de una «droga dura», como dice Reati en el prólogo de Desaparecido. Memorias de un cautiverio (Club Atlético, Banco, Olimpo, Pozo de Quilmes y ESMA): «…mientras más se lee, más se siente la insatisfacción de no poder llegar al fondo de un misterio que apenas se vislumbra y se muestra siempre elusivo» (2011: 22). La misma insatisfacción obsesiona a quien intenta escribir su propia memoria.

Cuando Semprún admite esta dificultad concluye que el problema radica en la necesidad que tienen los sobrevivientes de ser escuchados. También Paul Ricoeur describe al testigo como alguien que «pide ser creído». No se limita a decir «yo estaba allí», sino que añade: «creédme […] y si no me creéis, preguntad a algún otro» (2010: 212). La posibilidad del testimonio, entonces, descansaría en la confianza en la palabra del otro. El problema surge cuando este crédito se pone a prueba:

…la dificultad de escucha de los testimonios de los supervivientes de los campos de exterminio constituye quizás el más inquietante cuestionamiento de la tranquilizadora cohesión del supuesto mundo en común del sentido (2010: 215).

Para Semprún, la dificultad radica en que se trata de testimonios «extraordinarios», en el sentido de que exceden la capacidad de comprensión «ordinaria». Incluso al sobreviviente le resulta difícil creerlo: esa memoria le empieza a parecer, a medida que retoma su vida «normal», un sueño o una alucinación, como indicara Hanna Arendt. Tal vez por eso, a la hora de escribir, el testigo teme serle infiel a la densidad de la experiencia. ¿Cómo hablar de algo tan paradójico como la propia muerte? Para contar este «viaje» algunos testimonios optan por una suerte de juicio imaginario contra el poder desaparecedor, otros por el registro de la micropolítica del terror. El problema no radica tanto en estas estrategias –aunque algunas sean más efectivas que otras– sino en cuándo las sociedades están listas para escuchar y reflexionar.

El lugar del testigo

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