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¿Por qué?

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Levi describe cómo, tras su retorno del campo, le contaba su calvario a cualquier persona que tuviera la mala suerte de sentarse a su lado en cualquier medio de transporte. Sentía un impulso incontrolable de compartir su reciente viaje al infierno con quien fuera (Thompson, 2007). Una experiencia límite de tal envergadura necesita transformarse en historia escuchada, sobre todo cuando se materializa como secreto a voces. Esta sensación se reitera en distintas geografías donde la literatura –exigida por la historia– se transforma en «reservorio de lo real»10. La dramatización más certera de esta pulsión la ofrece la poeta Anna Ajmátova, quien, con su famoso «Puedo» (Réquiem), sintetizó una urgencia que es mandato y desafío, y que nunca termina de saciarse: un «habitual no dar en el tono, como en el amor, como en la muerte» (Tsvietáieva). Tratándose de «un mundo alcanzado a golpes de alfiler» (Estrin, 2013: 167) que se deshace y se vuelve a recuperar, el relato se intenta una y otra vez.

Los campos son el lugar donde los detenidos-desaparecidos pasaron sus últimos momentos, donde los hoy ausentes vivieron y convivieron, resistieron o fueron doblegados por los embates de un régimen encargado de «arruinarlos» (transformarlos en ruinas). Los sobrevivientes conocemos íntimamente las formas de existencia que ahí se tramaron y, en este sentido, podemos hablar por los desaparecidos (por delegación) pero también con y de ellos: de los vínculos, las angustias, los modos en que se producía la adaptación o la fuga ­­–metafórica o literal– del universo concentracionario. La existencia del testimonio también pone en cuestión la hipótesis sobre la tortura como anulación del lenguaje y del sujeto. Si bien este dispositivo de poder lo busca, su logro es precario. No pretendo para nada minimizar el horror, digo apenas que estos relatos son la contrapartida de dicha anulación. Si hay testimonio la cosificación fracasa.

El testimonio de los sobrevivientes, además, permite que el campo cobre visibilidad como un lugar poblado de mujeres y de hombres enfrentando situaciones que, aunque enloquecedoras e increíbles, son trágicamente reales. El desaparecido, en estos relatos, no es solo un ser despojado de nombre al que tratan como a un objeto, sino alguien que se comunica y lucha por sobrevivir, por entender, por evadirse. Los secuestrados sienten y piensan, recuerdan a los suyos o se esfuerzan por evitarlo, colaboran o no, tienen la mente en blanco o inventan formas de sobrellevar ese atroz limbo clandestino. Estos sujetos no devienen, en los testimonios, los entes que el poder intenta crear sino humanos atrapados en un sistema de exterminio.

Prestar atención a lo dicho por los «testigos directos» es indispensable porque, como piensa Mesnard:

Si la violencia que atentó contra el lenguaje al atentar contra la humanidad misma del hombre no permanece en el exterior del lenguaje, si este puede acogerla, es posible restablecer el vínculo entre los muertos y los vivos. De lo contrario, los muertos seguirán poblando el afuera para siempre. […] Ésa es la tarea del testimonio, eso es lo que nos enseña y lo que las generaciones futuras deben mantener. Nuestra tarea futura. Por eso, más que transmitir contenidos, se trata de transmitir cierta calidad de silencio. Allí se encuentran el testimonio y la literatura… (subrayado mío, 2011: 438–39)

La fuerza del testimonio, una vez más, no proviene de «satisfacciones referenciales» sino de «cierta calidad del silencio» que requiere, para ser percibida, una particular disposición del lector.

Es obvio que, al escribir o hablar sobre el secuestro y la vida en cautiverio, los testigos invocan una existencia atravesada por la muerte, por sesiones de tortura, por abusos sexuales. Pero además de la humillación sufrida, evocan un extraño habitat donde estar vivo deviene una tarea, como explica Víctor Frankl. El psiquiatra y sobreviviente de la Shoá observó que, donde el sufrimiento es moneda corriente, se vive «[un estado] de tensión junto con la constante necesidad de concentrarse en la tarea de estar vivos» (1986: 38). Esa labor se manifiesta en solidaridades, en las más variadas formas de comunicación, de fingimiento (en relación a los torturadores), en fugas momentáneas por vía del humor o del afecto, en fugas literales y en la lucha por sostener eso que unos llaman dignidad, otros identidad, otros resistencia. Y también hay derrotas, pero solo al seguirlas de cerca se capta la tragedia.

El secuestrado a veces se pierde y claudica, o busca consuelos insospechados, como en esta escena contada por una sobreviviente de la ESMA:

Otra cosa que me pasó y que nunca pude explicarme fue que en un momento se me soltó una mano y le pedí al torturador que me diera la suya. Él estaba hablando, gritando, preguntando qué era esto, lo otro, lo de más allá. Yo lo interrumpí: «¿Me das la mano?». Y él: «¿Para qué?». Y yo: «Nada, lo necesito». ¡Y me la dio! Recuerdo que le tomé la mano, se la apreté, la solté, le dije: «Gracias», volvió a atarme y todo continuó. ¿Cómo se explica? (Ese Infierno, 2001: 76)

Calveiro se refiere a estos momentos como «extrañas combinaciones de formas de obediencia y formas de rebelión. Nada quedó blanco o negro; todo alcanzó raras tonalidades, a veces incomprensibles» (2004: 159). En esta curiosa región, que Levi llama la «zona gris», la tortura sin tregua y la desorientación ante los nuevos códigos, contradictorios e ininteligibles, logra a veces su objetivo. Pero en este desamparo se sigue intentando que el plan destructor no arrase. Rescato esta potencia no por recurrir al facilismo de «lo positivo», sino porque ni siquiera esta situación de sometimiento radical es absoluta: hay victorias y derrotas, derrotas y victorias. Indicar las victorias no significa transformar a los secuestrados en héroes y admitir las caídas no implica decretarlos traidores. El sometimiento genera su contrapartida, que se expresa «en formas de resistir, incluyendo las flaquezas, miedos, gestos solidarios, dudas, cuestionamientos políticos, en su esperanza» (Pastoriza, citado por Forcinito, 2012: 97).

La voluntad de testimoniar es un intento de liberarse de esta zona gris que no da respiro.

Si la lectura de los testimonios nos muestra matices que no podemos conocer sin recurrir a esos relatos, retomo el interrogante: ¿Por qué será que se denosta al testigo como alguien que intenta «imponer su verdad por haberla vivido»? (Sarlo, 2002: 36). Se dice que es hora de dejar hablar a los sociólogos a los historiadores, capaces de tratar este asunto con mayor distancia teórica, como si no hubiera otra comprensión posible. Sin embargo el escritor húngaro Kertész, testigo de Auschwitz y Buchenwald, observó que «el superviviente tenía que saber sobrevivir, o sea, debía comprender aquello a lo que sobrevivía» (2002: 36). Y por eso, agrega, del testigo nace la posibilidad de sustanciar la conmoción de esas vivencias y, a partir de ahí, tornarlas experiencias, transformarlas en saber, para finalmente «convertir ese saber en contenido [de la propia] vida en el porvenir» (2002: 37).

A este proceso se le agrega otro nivel de complejidad, como puntualiza Ana Forcinito:

No todo testimonio pretende documentar únicamente los crímenes […] En muchas instancias, el testimionio viene a dar cuenta de las dificultades de testimoniar y de las relaciones entre el testigo, como narrador, y lo narrado. […] Es el testimonio y la literatura testimonial lo que permite explorar no solo la memoria, sino también las trazas de sus lagunas y las incertidumbres y los silencios que las acompañan. (Forcinito, 2012: 134)

Los testimonios así descriptos incitan al lector a considerar sus propios olvidos y oclusiones; revela las marcas indelebles que dejó este acontecimiento, muestra por qué el crimen de lesa humanidad sigue siendo presente, pone en escena los siniestros vínculos por los que circula el poder. Los saberes que estas obras transmiten, en suma, no son solo reparadores para el testigo sino también para la sociedad sobreviviente.

Ya Giorgio Agamben mostró, en Lo que queda de Auschwitz (2000), que el campo se sitúa dentro del espacio jurídico de un Estado y al mismo tiempo fuera de él. Adentro la existencia se trata como materia sin forma humana, como nuda vida; y afuera el campo lo permea todo, incluso quienes viven ajenos a lo que sucede son víctimas potenciales. El terror como peligro anunciado con un lenguaje que muestra y a la vez niega, como amenaza latente, genera pasividad, una aceptación que la literatura testimonial desafía.

En la Argentina se va despejando el aura fantasmal que irradia la palabra desaparecido. Los desaparecidos no son solo fotos en blanco y negro en pancartas y banderas, nombres en baldosas11 o el «Presente» que ratifica, en cada conmemoración, que los ausentes no son tales aunque hayan intentado expulsarlos de la condición humana. Mientras Jorge Rafael Videla pronunciaba su siniestra definición muchos cautivos seguían vivos, lidiando con la reclusión y la tortura. El secuestrado se volvió desaparecido porque se inventó una dimensión inexistente entre el ser y el no ser para encubrir el crimen. Aunque nos hayamos apropiado del término en tanto herramienta de justicia, sus resonancias deben repensarse. Y son los testimonios los primeros encargados de hacerlo, para que la sociedad encare y asimile lo que le pasó y le pasa.

Esta escritura nos sitúa en el núcleo de lo inolvidable. Invoca los lugares donde el horror les mostró su rostro a los expulsados, sin atenuantes. Vuelve audibles sus gemidos, visibles sus rincones y enunciables sus paradojas, dilemas y encrucijadas, no de modo transparente sino por las fisuras de una memoria vulnerable. Se asemeja a la imagen con que Paul Celan simbolizara su poesía: un mensaje que, tras el naufragio, se tira al mar en una botella. ¿Quién será el destinatario? «¿Un lector futuro, un lector por lo pronto inaccesible, lejano, que quizás aún no ha nacido?» (Sneh, 2012: 204). ¿O el orden simbólico mismo?

El lugar del testigo

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