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Centro clandestino de detención, tortura y exterminio (CDTyE) o campo:

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Un ser humano puede sufrir el exilio más radical cuando el estado de excepción lo coloca en un limbo que autoriza su aislamiento y posterior exterminio. En ese limbo llamado campo el ser humano es abandonado, se le quita el nombre y se lo cataloga con un número, es decir, se le roba la marca identitaria que la sociedad le otorgara desde el nacimiento a partir de su inscripción como ciudadano. Se transforma, para el poder, en pura vida biológica. ¿Cómo es que una persona puede perder su condición de ser humano cuando pierde su ser civil? […] La desaparición implica, entre otras cosas, la pérdida de la ciudadanía y de los derechos vinculados a ella. Por este motivo se puede entender el campo como un lugar donde el ex ciudadano es reducido a su condición de cuerpo y, por ende, pierde los atributos que caracterizan a todo ser social. (Strejilevich, 2006: 33)

Los campos en los países del Cono Sur (distintos entre sí, aunque coincidan en sus funciones básicas), fueron concebidos como depósitos de cuerpos dóciles que esperaban la muerte, eran lugares de exclusion/inclusión y fueron dispositivos instrumentales para diseminar el terror. Se excluía a los detenidos de la comunicdad humana al tiempo que se incluía al campo en el proyecto de dominación:

[Se trataba de un] terror que se ejercía sobre toda la sociedad […] El campo es efecto y foco de diseminación del terror generalizado en los Estados totalizantes (Calveiro, 2004: 52-53).

La Shoá es la matriz interpretativa, el núcleo de donde proviene un lenguaje que, en gran medida, nos permite nombrar lo acaecido en nuestra región. Para mencionar uno de los tantos lazos comunicantes con la solución final, consideremos este paralelismo:

Los trenes europeos mandaban a las víctimas o figuren –aquellos considerados matables sin que su muerte tuviera valor sacrificial– a la Noche y a la Niebla.

Los Ford Falcon argentinos facilitaban la desaparición forzada de personas transportando a los secuestrados, para ellos «paquetes», a los centros clandestinos de detención.

En ambos casos el crimen se negaba sistemáticamente, por eso Vidal Naquet llama a esta estrategia crimen dentro del crimen. Y ambos atentan contra la estructura ética de la especie (a esto alude la expresión “Mal radical”). «Si un grupo es asesinado por su raza o nacionalidad [o por su accionar político, agrego], quien sale dañada es la humanidad» (Reyes Mate, 2013: 123).

Aunque la Shoá sea una fuente conceptual indispensable para el estudio de otros genocidios, el comparativismo se realiza en el plano simbólico. No se trata de un modelo aplicado mecánicamente en otros momentos históricos y regiones geopolíticas sino del imperio de una frialdad que permite desconectar acción de responsabilidad.

En cuanto a las diferentes prácticas de exterminio, la población seleccionada y el método de depósito y asesinato de prisioneros eran distintos. Como hemos dicho, en nuestra región recluían, en su mayor parte, a hombres y mujeres que el sistema identificaba como enemigos, sobre todo a partir de su militancia política (aunque la noción de «subversivos» era definida por el poder desaparecedor, lo cual permitía las amplias libertades que estos «dioses» se tomaban a la hora de la selección). El sector a ser aniquilado, a diferencia del caso europeo, compartía cultura, lengua y, en términos amplios, ideología, lo cual favorecía una (mínima) comunicación entre los detenidos.

Por otro lado, el tipo de reclusión era distinto. En el caso de los campos de concentración y de exterminio nazis (algunos eran solo de concentración, otros solo de exterminio y otros cumplían ambas funciones) se trataba de una «acumulación de existencias» (Viktor Frankl, 1986). Los detenidos que sobrevivían al inmediato asesinato en las cámaras de gas –el destino inmediato de la mayoría– sufrían hambre y hacinamiento, y se los desgastaba mediante el hambre y el trabajo esclavo hasta que se transformaran en muertos en vida. Este método, sumado a las diferencias étnicas, políticas, de nacionalidad y lingüísticas de las víctimas, dificultaba enormemente la resistencia, que de todas formas estuvo muy presente en cada instancia del proyecto genocida, como documenta Perla Sneh en Palabras para decirlo (2012).

En Uruguay y Argentina se practicó, sobre todo, el aislamiento de los detenidos: el tratamiento era de «oscuridad, silencio e inmovilidad» (Calveiro, 2004: 48). También escaseaba la alimentación y el trabajo esclavo era restringido. En Chile se trataba, sobre todo, de una convivencia enclaustrada y degradante que tampoco coincide con el estilo de los campos europeos (excepto en la Colonia Dignidad)22.

Aunque los testigos describan al campo como el enclave de crueldad y de muerte que fue, también los detenidos crearon espacios de cobijo: un secuestrado dialoga, a través de golpecitos en la pared, con el de la celda vecina (Timerman en la Argentina y Rosencof en Uruguay): el primero se comunica con un preso que tal vez imagina, el segundo con su compañero de militancia. En La escuelita de Alicia Partnoy, en Argentina, varios cautivos hablan con migas de pan. Hernán Valdés conversa con quienes lo rodean en la «barraca» de Tejas Verdes, en Chile. El filósofo chileno José Santos (2015) estudia «la representación de los lugares de detención y tortura desde la perspectiva de su carga afectiva» y da cuenta de las formas en que los reclusos construyen «respiros»:

…ciertos lugares puntuales van adquiriendo sentidos aterradores, como el «Velódromo» del Estadio Nacional o el «Polígono» en Dawson, mientras otros toman sentidos acogedores, como los baños, los patios, los rincones, pues se vuelven un espacio de encuentro… (2015)

Aunque el baño sea precario y se asocie al olor y al hacinamiento, es a menudo el sitio donde los reclusos pueden comunicarse, observa el investigador tras la lectura de cientos de testimonios. En esos instantes lo inhabitable se vuelve habitable y el proyecto de arrasamiento tambalea.

Otra de las instancias que los testigos registran como «agradables» son las vinculadas a la comida, por el obvio nexo entre alimentación y vida y por la evidente escasez de la primera:

…poco a poco, comencé a esperar la hora de la comida con ansiedad, porque con la comida volvía la vida a través del ruido de las ollas, con el ruido de la gente. Parecía que la cuadra donde estábamos los prisioneros despertaba entonces a la existencia. (Testimonio de Graciela Geuna, citado por Calveiro, 2004: 50)

En las antípodas está el traslado, el momento final. Calveiro comenta que «prácticamente en todos los campos se ocultaba, al tiempo que se sugería, que el destino final era la muerte» (2004: 50). Aunque muchos lo negaran, era inevitable sentir el clima tenso los días de traslado, cuando los detenidos eran llamados por sus números para ir a «esa muerte que era como […] desaparecer sin morir. Una muerte en la que el que iba a morir no iba a tener ninguna participación; era como morir sin luchar, como morir estando muerto o como no morir nunca» (Nunca Más, 1985: 184, citado por Calveiro, 2004: 52).

Desaparecido: Jorge Rafael Videla lo definió en estos términos: «es una incógnita […] no tiene entidad, no está ni muerto ni vivo, está desaparecido». Marguerite Feitlowitz (1988) se refiere a esta invención siniestra: «desaparecido» es una palabra atípica que se resiste a la traducción; nunca se había usado como sustantivo y el verbo desaparecer tampoco existía en modo transitivo (desaparecer a una persona), por lo cual se la ha incorporado a otras lenguas en castellano. Esta noción, nacida de la Noche y Niebla nazi, transforma a los asesinados en seres que, al no estar «ni vivos ni muertos», encarnan un «misterioso estado de ser», como indica Kaufman. También según Gabriel Gatti «se ha llegado, tras un esfuerzo teórico, a promover […] “un nuevo estado de ser”, extraño y desconcertante» (2017).

Este esfuerzo tiene […] grandes hitos: La constitución de la categoría misma […] cuando aún no se disponía de términos para nombrarla; el ascenso de esta categoría al estatuto de tipo jurídico-penal del derecho internacional en materia de derechos humanos; y su circulación y expansión abiertas. (2017: 16)

Si bien es decisivo, para una comprensión de nuestro mundo actual, visualizar la expansión de este concepto como propone en Desapariciones: usos locales, circulaciones globales (2017), me remito al primer hito del dispositivo que, como también indica Gatti, «produjo algo nuevo y que le es ciertamente propio al caso argentino: la invención social de la categoría de detenido desaparecido y la construcción de un campo social alrededor de ella socialmente denso e institucionalmente muy robusto. Y duradero» (2017: 17). En realidad el invento se lo debemos a Videla porque a partir de su siniestro enunciado se creó un campo de lucha por los derechos humanos centrado primero en la demanda de «Aparición con vida» y, más adelante, en la exigencia de «Memoria, Verdad y Justicia».

La palabra desaparecido es la más emblemática de un vocabulario que va nombrando de un modo particular el plan sistemático y clandestino de secuestro, tortura y asesinato masivo. Pero el asesinado con esta metodología, como dice Kaufman, «no es un muerto ni un fantasma».

«Es otra figura. Afirmar que las víctimas de los perpetradores desaparecieron [es] la negación de la muerte misma. Aquí se huele el humo de los crematorios. Cielo y mar son receptáculos de masas anónimas de víctimas, asesinadas para que su recuerdo quede indeleble por haber sido borrado en forma tan extrema». (2012: 39-40)

El testimonio desafía el lenguaje asesino (que oculta y muestra al mismo tiempo): viene a contar que ellos estaban y cómo estaban; cómo eran; dónde pasó lo que pasó e incluso, en algunos casos, cuándo y cómo los mataron. Los testimonios reniegan del destino marcado por el terror, el del anonimato de los desaparecidos, recuperando nombres e historias.

Hace frío. Mucho frío. El frío viene de las paredes, se arrastra por el elástico del catre, sube por el colchón, trepa por la espalda y se clava en la nuca. Juega con la columna vértebra por vértebra, ida y vuelta, de arriba abajo, de abajo arriba, sin tregua. Frío de muerte haciendo muecas. Por la invisible reja de la celda entra un rayo de luz que corta el aire de un tajo. Choca contra la piel y veo un sudor viscoso. Trato de tocarlo, no sé cómo. Las manos se acercan y caen como peso muerto. Quiero mirarlo. La cabeza se levanta y se desploma. Quiero salir de esta red de heridas y moretones. Los pies esposados ya no luchan. El dolor gime de piernas a cabeza como tediosa obsesión que repite: estás presa, desaparecida, parecida, depe–sapa–repe–sipi–dapa. (Strejilevich, 2018)

Dolor/ sufrimiento: El testimonio muestra el dolor y eso trae consecuencias. Exhibir el dolor puede alejar a quien lo ve porque ciertas imágenes producen rechazo, no empatía (Susan Sontag, 2003).

El filósofo argentino Pablo Dreizik observa cómo en la representación clásica del dolor prima su lazo con la belleza23. El rostro de ciertas esculturas griegas, o la imagen del Cristo crucificado, parecen denotar que el sufriente accede a un saber en medio del sufrimiento (por eso hay en esas representaciones contención, capacidad de enfrentarlo y dignidad). Sin embargo, la unión de dolor y belleza se va perdiendo a lo largo de la historia, hasta que los factores se separan. El dolor ataca la forma, se de-forma. Mientras que el dolor clásico no aplasta a su víctima, el gótico se torna pavoroso: nos hallamos frente al grito en un rostro sin templanza. Tras haber visto el horror puro (la Gorgona), el arte pone en acto un estremecimiento, lo sublime –categoría que designa algo capaz de provocar éxtasis o dolor porque resulta inasimilable.

La belleza queda finalmente atrás cuando el dolor es equiparable a la tortura, emparentada con la imagen de Prometeo encadenado y atado a una piedra, retorciéndose con una mueca desesperada mientras el águila le picotea el hígado por una eternidad.

Ningún dolor se recuerda ni puede transmitirse tal como se padeció (sobre todo el vinculado a la materialidad corporal), pero la humanidad ha encontrado el modo de dar cuenta del sufrimiento a través de la creación de palabras y de imágenes que rodean eso que permanece inscripto en el inconsciente y en el cuerpo. No obstante, también ha luchado por suprimirlo.

Kaufman nos recuerda que, a partir de la revolución industrial,«el dolor deja de ser un destino»: con la aplicación de la anestesia total en 1844 y el avance de la tecnología (cuando se tiende la primera línea telefónica) «los cuerpos quedan a disponibilidad para la vida del goce». En ese momento se hace posible reducir la recepción de estímulos nocivos, y con eso, suprimir una forma de comunicación: «La comunicación telegráfica es indolora, porque reproduce la palabra sin el cuerpo, pero también porque instala la distancia entre los cuerpos, al mismo tiempo que la suprime».

…lo nocivo se vuelve inadvertido y su detección se deja en manos de la técnica, los dispositivos y los aparatos […]. La palabra y el dolor estaban relacionados. Desde entonces no hay palabra ni dolor. Ambos se han desvanecido. (Kaufman, 2002: 81)

Este cambio en la condición de la experiencia que precede al exterminio llevado a cabo en la era industrial se vincula con la dificultad de recepción de la memoria dolorosa. Una vez más: no faltan las palabras, lo que sobran son los modos de aplacar el dolor y el deseo generalizado, de negarlo. Es preciso dar con formas que lo restituyan, que lo hagan audible. ¿Por qué? Porque si las ruinas del pasado son vistas como una naturaleza que se asume como inevitable es porque se olvida el sufrimiento. Ese elemento histórico, recalca Reyes Mate (2013), «sin el que no se explica nada», es la expresión del sufrimiento pasado.

Eufemismo/ léxico del terror: El eufemismo del léxico del terror no coincide con la figura retórica que definen nuestros diccionarios como «manifestación suave o decorosa de ideas cuya recta y franca expresión sería dura o malsonante»; su descripción más acertada es, en cambio, «una puesta en abstracción, una “des-realización” que despoja a la palabra de toda equivocidad» (Sneh, 2012: 107-109).

Desde esta perspectiva, el eufemismo puede definirse como aquello que señala algo en el momento mismo de ocultarlo y que, en ese ocultamiento, lo define sin resto. Es decir, opera en dirección contraria a la metáfora: restringiendo el sentido a un único valor específico, aspirando […] a cancelar la multiplicidad de sentidos que se ponen en juego. (Sneh, 2012: 108–109)

Cuando un perpetrador, por ejemplo, decía «se van para arriba», enunciaba textualmente lo que sucedía: los detenidos eran lanzados al mar desde aviones y así morían en los «vuelos de la muerte» (caían desde arriba y «se iban para arriba»). «Traslado», que significa mover algo de un lugar a otro, también es literal: se los movía «de este mundo al otro»: era una sentencia de muerte. Este tipo de terminología, que contamina la lengua con marcas indelebles y coartando las múltiples alusiones de una palabra con un sentido siniestro que permanece adherido a ellas, ya se había creado en la historia contemporánea. Kaufman lo muestra en relación a la esvástica: «Ese símbolo operará como amenaza de muerte de aquí a la eternidad, como reivindicación de crímenes perpetrados en el pasado» (2004: 37). Para los sobrevivientes ciertas palabras quedaron tatuadas en sus vidas: los antiguos términos fueron sustituidos por la versión atroz y es imposible volver atrás. No se puede hablar, a partir del plan sistemático de exterminio, sin hacer una revisión crítica de su lenguaje.

Como indica el escritor argentino Guillermo Saccomano, a diferencia de lo que sucedía en los campos nazis, en nuestra región perpetradores y víctimas hablaban la misma lengua. Ambos «crecieron en un clima de palabras donde "tarea" era un deber escolar y "perejil" un condimento barato»24.

Es en esta lengua donde […] la negación de la existencia del otro (el no existís), sigue siendo un modo privilegiado de la injuria y la alabanza. Y es en esta lengua en la que habremos de pesquisar las marcas –más o menos repudiadas, más o menos espectrales– que la aniquilación ha dejado en nuestra vida cotidiana. (Cita de Sneh en «El infierno en voz alta», en Página 12, 2012)

El eufemismo fue el centro mismo de la máquina exterminadora y se hizo tan habitual usarlo que terminó conformando una jerga, con lo cual se abrió un hiato entre el idioma hablado «adentro» y «afuera». Mario Villani, ex detenido-desaparecido, percibe esta distancia cuando lo «sacan» a tomar un café en la ciudad:

«¿Qué pasaría si alguien nos escuchara? Después me di cuenta de que nadie podría haber entendido de qué hablábamos –hablábamos en código, por así decir. No a propósito, así era nuestra forma de hablar en aquel entonces. Y entonces me percaté de la situación: acá estoy, sentado en un café –afuera, en el mundo, pero sin ser parte de él–. Sin pertenecer». En la noche y niebla de la Argentina, el lenguaje mismo se transformó en una prisión. (Feitlowitz, 1998: 83)

La jerga usada por los verdugos no quedó fijada como dialecto del campo: se expandió. Por eso mismo Sneh (2012) recalca que «la lengua sigue diciendo la matanza» y presenta un diccionario de términos dañados: «asado», «parrilla», «boleta», «cantar», «chupar», «pecera» y «perejil» son algunos de los resabios del accionar criminal que coartan nuestra lengua a largo plazo. Una sola muerte numerosa también expone un glosario de términos trasmutados por la violencia de sus nuevos significados: «botín de guerra», «grupo de tareas», «tubo», etc. (Strejilevich, 2018: 100–102). La «parrilla» equivale a «picana», nombre del dispositivo para aplicar la tortura eléctrica. «Asadito» es la indicación literal de que se quemaban cadáveres. Otra serie gira alrededor de la idea de viaje, como el ya mencionado «vuelo de la muerte». «Botín de guerra», «mercadería» y «paquete» dejan sentado que los secuestrados eran (para los secuestradores) cosas, bultos. Los campos Club Atlético, El Olimpo, La Escuelita, La Perla, se identifican con nombres que, en su siniestra burla, muestran y ocultan el horror (en El Olimpo, por ejemplo, viven los dioses que dan y quitan la vida). En esta jerga prima la terminología médica: los verdugos consideraban que nuestras sociedades estaban gravemente enfermas y que la única receta para la cura era extirpar su cáncer, la «subversión», mortífera para el «Ser Nacional». El espacio donde se aplicaba este «tratamiento» o «terapia intensiva» era el «quirófano»25.

El individuo queda reducido a un cuerpo limitado a las funciones esenciales para su supervivencia biológica. Es el cuerpo exánime de la mesa quirúrgica o de la terapia intensiva, pero no conducido a ese estado en procura de su salud, sino para su destrucción u olvido totales. (Kaufman, 2011: 244)

Las marcas de autos como Ford Falcon o Mercedes Benz no son eufemismos pero se contagian del horror. Los secuestros, en la Argentina, se hacían en Ford Falcon sin patente (y había un centro clandestino en la propia fábrica). A la Mercedes Benz se le daba la ocasión de deshacerse de activistas gremiales que trabajaban en su empresa, acusándolos de «subversivos» –lo cual equivalía, en esa época, a una sentencia de muerte.

Este teatro de sombras idiomático sostiene el secreto a voces que es el genocidio. Pero además, ¿cuál es el mecanismo que hace de este lenguaje un factor esencial del plan sistemático de exterminio? Mostrar y negar al mismo tiempo:

[Los asesinos] prohibieron palabras [como los nombres de las organizaciones revolucionarias], inventaron eufemismos, quemaron libros y personas, es decir, utilizaron procedimientos [para] dejar saber lo que no se habría de reconocer. El terror incluye esta perversa epistemología. (Jinkis, 2011: 104)

El testimonio parte de la dificultad de trabajar con un lenguaje diezmado que intenta dar respuesta al atropello y procura desafiarlo, mostrando la cara oculta, lo no dicho por ese vocabulario. Sin embargo, no hay forma de desandar por completo el destino de una lengua atravesada por el horror. Nos urge escribir desde los escombros y reinventar formas de decir(nos) porque ese lenguaje nos constituye. Como dice Roberto Espósito:

….no son los hombres quienes construyen y crean el lenguaje, sino que más bien es este el que los constituye y atraviesa. Es el lenguaje –no solo verbal, sino también gestual, proveniente del mundo originario de los instintos de defensa y ataque– el que crea a los sujetos, en el sentido de que los sitúa en un contexto determinado y, por lo tanto, en un lugar inevitablemente marcado por relaciones de fuerza y predominio, de desigualdad y asimetría, de sumisión y dominio. (2006: 62)

Por esto mismo es imprescindible deconstruir el léxico del terror: para reconstruirnos, para desafiar las relaciones de sumisión y dominio que siguen haciéndonos hablar con la violencia de sus palabras y sus gestos.

Genocidio: La elección de la palabra genocidio para denominar lo acaecido en el Cono Sur en la década del setenta es cuestionada por muchos, por diversas razones. Pero la prefiero a terrorismo de Estado o Politicidio o Terror Nacional porque este término se creó para referirse al exterminio de un sector de la sociedad con miras a su borramiento, con el fin de «producir transformaciones identitarias a través del terror infundido en el conjunto de la población nacional» (Feierstein, 2011: 154). Si esto es así, ese conjunto es el que debe asumir las consecuencias de dicha experiencia. El terror afectó al entramado social, no tan solo a un grupo, ni a individuos: el campo era una caja de resonancia que emitía señales cuyo destinatario era la ciudadanía a la que había que «reorganizar». Si bien se quería acabar con la resistencia, el trabajo de memoria nos incumbe a todos.

Para Daniel Feierstein hay dos modos de abordar el genocidio. Como término jurídico hace su aparición inicial en la «Convención para la prevención y castigo del crimen de genocidio» de las Naciones Unidas, en diciembre de 1948, a raíz del exterminio de la Segunda Guerra Mundial, y la definición inicial que se acuerda es la siguiente:

El genocidio es la negación del derecho a la existencia de grupos humanos enteros, como el homicidio es la negación del derecho a la vida. […] Muchos crímenes de genocidio han ocurrido al ser destruidos completamente o en parte grupos raciales, religiosos, políticos y otros». Es decir, el genocidio de grupos políticos se encontraba presente en dicha resolución… (Feierstein, 201: 38)

Este texto se modificó antes de ratificarse la versión final, porque la definición de la Convención sobre Genocidio es producto de una negociación de fuerzas políticas en tensión (Occidente y el bloque soviético). Había que exluir el politicidio para no involucrar a las potencias que lo habían cometido y corrían el riesgo de ser juzgadas (Sneh, 2012: 62–63). Mientras que la definición inicial se basa en la tipología de la acción (muerte colectiva) y apenas aparece citado el tipo de víctima, la que fue ratificada establece que: «se entiende por genocidio cualquiera de los actos mencionados a continuación, perpetrados con la intención de destruir, total o parcialmente, a un grupo nacional, étnico, racial o religioso, como tal …» (2011: 40)26.

Este asesinato masivo y clandestino –o plan sistemático de exterminio– respondió, para Feierstein, a una metodología que aspiraba a modificar la sociedad de modo permanente. El genocidio fue asumiendo distintos rostros a lo largo de la historia y, en este devenir, se produjo un viraje que inauguró la idea de «reorganización genocida» consistente en «el poder de aniquilamiento como destructor y refundador de relaciones sociales». No es casual que en la Argentina la dictadura se autodenominara «Proceso de Reorganización Nacional» (2011: 108). El genocidio refunda los vínculos, la cotidianidad, los códigos compartidos, las mediaciones políticas de la sociedad. Por esto es que no solo se emprendió «una guerra contra el enemigo interno» sino una cruzada contra quienes querían revolucionar la «tradición occidental y cristiana», y se construyó una «otredad negativa» –el «subversivo», palabra ambigua cuyo sentido dirimía a su antojo el poder– con miras a su aniquilamiento material y simbólico.

La práctica genocida se lanza en el Cono Sur, sobre todo, con la Operación Cóndor27 que, a partir de la Doctrina de la Seguridad Nacional, establece que hay que enfrentar a un tipo particular de enemigo que se oculta entre la población. Se impone una terminología médica –hay que «extirpar la parte enferma de nuestro propio cuerpo, con el fin de garantizar la salud del conjunto»– (2011: 105–106), y la soberanía se expresa «en su capacidad de acción sobre los cuerpos» (Segato, 2013: 56). Las masacres se presentan «como crímenes sin sujeto personalizado realizados sobre una víctima tampoco personalizada» (2013: 42).

En Genocidio y transmisión (2000), la psicolanalista Héléne Piralian puntualiza que esta metodología criminal busca generar no solo muertos sino seres que jamás existieron. Se busca la forclusión de la función simbólica de un grupo negando su existencia e incluso su muerte. Esta práctica lleva a cabo, entonces, un acto de negación que redoblará la destrucción.

…los responsables de un genocidio intentan cometer […] el asesinato del orden simbólico mismo, para que también sean destruidos los sobrevivientes, y para que con ello queden expulsados del orden humano […] Lo cual significa que más allá de la vida lo que intentan destruir es la Muerte misma como estructura simbólica que permite la transmisión. (2000: 27-30)

El crimen genocida, al destruir la muerte y, con ello, el tiempo histórico, vuelve imposible el duelo. La pregunta que surge es: ¿hay forma de resistir este mandato? Sin la aparición de los cuerpos aceptarlo es avalar los términos de un poder que niega su existencia, por lo tanto «hay algo así como un muerto anónimo que conservar» (2000: 33).

Por eso es que, al tomar la palabra, el testimonio le devuelve a la comunidad la función simbólica sin la cual queda atascada en su encrucijada, ya que no solo le quita anonimato al cuerpo sino que viene a desoír el mandato esencial del genocidio: el olvido de la muerte. El testimonio es el lugar privilegiado donde se resiste esta impronta simbólica, ya que logra «deconstruir los montajes genocidas y, al mismo tiempo, reconstruir un espacio simbólico de vida» (2000: 21). De este modo, con mayor o menor conciencia, con mayor o menor aptitud para lograrlo, reestablece (siempre en parte) la transmisión simbólica cancelada por el borramiento.

El lugar del testigo

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