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Memoria

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…[E]s a partir del hito paradigmático de Auschwitz, la Shoá, que la cuestión de la memoria, como dilema y como elaboración ineludible –teórica, ética, política– […], se ha transformado en uno de los registros prioritarios de la actualidad. (Arfuch, 2013: 24)

El filósofo brasilero Vladimir Safatle (2015) nos remite a la confrontación entre Antígona y Creonte. Creonte sostiene que quien luchó contra la ciudad no tiene derecho a ser enterrado. Según Antígona, en cambio, todo sujeto debe ser objeto de un deber de memoria, y esa es una ley de los dioses (que es eterna y, por ende, universal). Al defender esta idea desenmascara a un Estado incapaz de dejar de obrar mediante la producción de inhumanidad. La acción ética de Antígona genera un colapso de la comunidad política, al mostrar que lo que ya está muerto (la Ley vigente en la ciudad) tiene que perecer. El testimonio, a mi juicio, es una de las formas en las que encarna la paradigmática intervención de Antígona.

Memoria y rememoración: Nuestras sociedades posgenocidas no buscan recordar sino rememorar, y esto nos remite a la pregunta por la memoria en el sentido benjaminiano:

La filosofía de la historia de Benjamin no se lee [….] como instancia reconstructiva del pasado sino como razón anamnética [….] Como tanto ha explicado Yerushalmi, no se trata de un modo distinto (instancia reconstructiva) de recuperar el pasado, sino de instaurar una relación con el presente a través de un proceso de elaboración cuya orientación temporal apunta al pasado, pero sin articular con él un vinculo referencial […] La percepción benjaminiana… no recuerda [los hechos del pasado] sino que experimenta su significado a través de configuraciones narrativas. (Subrayado mío, Kaufman, 2013: 227)

El testimonio es una de las formas narrativas que experimenta el significado del pasado a través de configuraciones narrativas. Esto significa que «no da cuenta de un recuerdo del pasado, sino de lo que los muertos nos dicen sobre el presente sin palabras ni representaciones. El «pasado presente» se manifiesta como inquietud y comprensión del presente, como relación de un aquí y ahora en deuda con el pasado…» (subrayado mío, Idem).

Dice Traverso (2011) que para Benjamin la memoria es una construcción siempre filtrada por conocimientos adquiridos posteriormente gracias a la reflexión que sigue al acontecimiento. Por eso sería ilusorio considerar el antaño como un punto fijo al que podríamos acercarnos gracias a una reconstrucción mental: «es la memoria la que establece los hechos: se trata aquí, según Benjamin, de una revolución copernicana en la visión de la historia». En este sentido «el pasado es amplificado por el presente» (2011: 23).

Para Kaufman esta rememoración se interroga por el pasado como tránsito para el interrogante radical sobre el presente y sobre la condición de la justicia en la actualidad (2013).

Si evitamos abroquelarnos en los estatutos de la verdad y la fidelidad y aceptamos a la memoria como rememoración, podremos aceptar la construcción de un relato que, como el testimonio literario, establece los hechos en el evanescente proceso de la rememoración.

Memoria y derecho: La memoria legitimada por el Estado, como la de los juicios públicos por crímenes de lesa humanidad, forma parte de una construcción colectiva y va cambiando con los vaivenes de la sociedad. Por eso afirma Chiara Forneris que el derecho no tiene una identidad fija, aislada de su contexto, y que la memoria sostiene a la ciencia jurídica, siendo su papel fundamental la consolidación de principios ligados a un proyecto de vida socialmente compartido. Podemos decir que «el acto del juicio es un acto simbólico de reparación […] que significa hacer justicia a la memoria» (2011: 89), noción anticipada por Reyes Mate cuando dijo: «lo que realmente se opone a la memoria no es el olvido sino la injusticia» (2003: 154).

Se podría pensar que el respeto que la sociedad le manifiesta al poder judicial proviene de su capacidad de determinar cuál es «la verdad», y de su autoridad para legitimarla. Sin embargo, para Jerome Bruner los elementos que nos llevan a acatar sus decisiones provienen del aura que generan tanto su ritual como la palabra arcana propios de su discurso (2013: 70). Como la ley cuenta con una fuerte legitimidad arraigada históricamente, debe hacerse cargo de la memoria para que el relato del testigo se haga carne en la sociedad.

En la Argentina el paradigma que acuñó la forma de lidiar con la memoria del genocidio es el jurídico, y los juicios por crímenes de lesa humanidad que se están llevando a cabo hasta la fecha son un punto de inflexión gracias al cual la sociedad recupera una trama ética28. Los juicios públicos de 1985 tuvieron como prioridad condenar a los responsables máximos del terror: ese fue el primer paso (con sus limitaciones) a partir del cual se produjeron avances y retrocesos. De todos modos, tal vez debido a que en este país la forma de resolver este tipo de traumas siempre pasó por el derecho, se estableció una asociación entre el testimonio y dicho ritual (como si la corte fuera el ámbito natural del testigo). Lo interesante es que, incluso en este medio, se le da lugar a la rememoración subjetiva. A partir de 2003 muchas declaraciones de sobrevivientes, familiares o compañeros de militancia de los desaparecidos no tienen tanto que ver con lo probatorio sino con la evidencia del padecimiento a largo plazo que muestra que hubo un genocidio. Incluso los fiscales incentivan a los testigos, cada vez más, a salirse del molde legal, a no pensarse como objetos de prueba.

Yo le pido a los testigos que hagan un relato, no que den su testimonio, porque los tribunales son cámaras de ecos, y esas historias llegan a la sociedad: así se va reconstruyendo la matriz simbólica que se desgarró. Y la palabra del testigo en el juicio, además, tiene una potencia especial porque se valida en la sentencia del juez. Por esto es que resulta tan reparador contar la propia historia en estos juicios29.

El aspecto reparatorio del derecho penal, así entendido, es que va enhebrando un discurso desde la ley pero teniendo en cuenta las secuelas en la subjetividad30. Y esta elaboración se filtra hacia el «afuera», hacia el entramado social. El problema de este método es que la difusión de los juicios es limitada y, además, resulta minimizada por los medios masivos de (in) comunicación. A raíz de una guerra mediática que difunde lo que le interesa (y sobre todo le interesa la propaganda corporativa y la ficción presentada como noticia), esa crítica a menudo no llega a los oídos de quienes más necesitarían enterarse. Por eso es que lo decisivo –como dice Agamben (2000)­– es que el derecho no albergue la pretensión de agotar el problema.

Por otro lado y como venimos sosteniendo, la persistencia y hegemonía de una praxis que investiga, determina responsabilidades y castiga (gestos indispensables que le dan crédito a la palabra del testigo y garantizan la escucha de la sociedad, además de impedir el negacionismo) ha dejado una «marca jurídica [en] la forma de entender todo tipo de testimomio, como orientado a denuncias que reclaman el estatus de verdad o, por lo menos, de verdad jurídica» (Forcinito, 2012: 134).

Si bien el movimiento de derechos humanos argentino ha creado un activismo simbólico muy variado31, el imaginario social está inmerso en un «paradigma punitivo» –como lo llama Kaufman– que judicializa la política al extremo. Mutatis mutandis, sin este paradigma no se hubieran llevado a cabo estos juicios históricos, sin precedentes, que instalan una profunda crítica a los grupos sociales y a las instituciones que posibilitaron el macabro plan, como revela esta nota:

Era el comienzo del segundo Juicio ESMA. Alfredo Astiz se sentó en los últimos asientos reservados para los represores con un libro que colocó sobre sus piernas. Cuando terminó la Audiencia se dio vuelta y apoyó el título del libro sobre el vidrio que separa a la sala AMIA , [donde se ubican sobrevivientes, militantes por los derechos humanos, sus familiares y amigos] Volver a matar. Así recuerda Adolfo ese momento. Volver a matar. Y el odio en la mirada de Astiz. El juicio duró un poco más de dos años. Estuve en Comodoro Py el día en que Astiz, como todos los represores, tenía la posibilidad de hacer su declaración. Dijo todo lo que quería, habló sobre la ilegitimidad del juicio, la ilegal Fiscalía, la ilegítima querella. Y siguió hablando, mucho tiempo. Vestido con traje, corbata, camisa celeste, impecable. Y rubio. Las familias y amigos de los marinos se ubicaban en la parte superior de la Sala AMIA y los que íbamos por la querella en la parte de abajo a la altura del Tribunal. Volviendo a Astiz, en algunos momentos cambiaba el tono. Entonces decía cosas así: Nuestros amigos y familiares son gente feliz, que educan a sus hijos con felicidad, en cambio, mirando para donde estábamos nosotros, dijo, los parientes que están atrás de los vidrios tienen rostros crispados, infelices. Otras palabras que usó: colonialismo judicial, terrorismo judicial, falsos testigos, estado autoritario, festival de persecuciones, para terminar exigiendo que se respete la Constitución Nacional. Este juicio, dijo, no es justicia, es linchamiento. Pero dos frases de Astiz merecen recordarse: «No somos delincuentes comunes…perdón, no somos delincuentes», y un rato más tarde: «No hemos delinquido desde hace 30 años». Para terminar entregando al Presidente del Tribunal un ejemplar de la Constitución Nacional. Otro de los represores, el Tigre Acosta, en su declaración final en 2011, dijo entre otras cosas que si era necesario volvería a hacer todo lo que hizo. No necesito decir que no hubo arrepentimiento. (Bruzzi, 14/5/2017)

Memoria e historia: La memoria es una labor colectiva: nadie recuerda solo sino en un medio social donde, como anticipara Eric Hobsbawm y sostiene Arfuch (2013), nada es irrelevante: importan tanto la construcción de lugares de memoria como las políticas de Estado, tanto la producción fílmica, visual y teatral como la ficcional, tanto las intervenciones urbanas como los juicios. No de manera aislada sino en una relación que no tiene que ser pacífica. Arfuch subraya la tensión existente entre estos modos de abordaje: cada práctica involucra posturas éticas y estéticas, riesgos de cristalización y banalización y, por ende, la necesidad de una atención crítica constante. La relación más disputada es la de historia y memoria: hay historiadores que rechazan o aprueban la inclusión de la memoria en su relato y otros que –como Ricoeur–consideran que la memoria tiene un «estatuto matricial» (Traverso, 2011: 21). El argumento, tal como lo resume el intelectual italiano, es que la historia es una puesta en relato, en función de las reglas de un oficio, o arte, o «ciencia», que intenta responder a cuestiones que la memoria suscita, de modo que «la historia nace de la memoria y luego se libera, al poner el pasado a distancia». La paradoja es que, al final de este proceso, la historia hace de la memoria «uno de sus campos de investigación» (2011: 21), olvidando que la historia es una dimensión de la memoria. No voy a seguir este debate pero sí subrayar estas frases de Traverso: «la temporalidad de la memoria tiende a cuestionar el continum de la historia» y «la memoria de los oprimidos protesta contra el tiempo lineal de la historia» (2011: 43).

¿Podríamos afirmar que la disciplina histórica tampoco puede atribuirse la verdad de sus hallazgos, ya que el factor subjetivo está siempre involucrado? Sabemos que una representación del pasado transparente es imposible y que no se puede hacer hablar a los hechos tal como realmente sucedieron. Pero esto no agota el debate.

Hayden White pone el acento en las estrategias de todo relato, y muestra cómo el histórico oculta el punto de vista del historiador. El efecto de objetividad está dado por un narrador en tercera persona que habla en pretérito y que parece ajeno a los acontecimientos descriptos, con lo cual el lector asume que la historia habla por sí misma, sin intermediarios. No obstante, como el plot siempre estructura los hechos, la verdad presupone un grado de ficcionalización. De modo que un tipo de relato que nos resulta familiar desde el siglo XIX y que consideramos no viciado de subjetividad usa estrategias literarias: invención de comienzos, desarrollos y finales, creación de tramas y de héroes. Y sobre todo: la historia también se cuenta mediante formas narrativas: comedia, tragedia, épica, etc. (que pueden incluso convivir en un mismo texto). La diferencia radica en el código de lectura propuesto por cada texto: en su presentación como novela, historia, autobiografía o –agrego– testimonio (1988).

Pero el historiador italiano Carlo Ginzburg nos alerta sobre el dilema moral que plantea esta mirada narrativa sobre la historia en nuestro mundo post Shoá: tomarlo al pie de la letra puede llevar a aceptar tanto las teorías que afirman que hubo un genocidio como las que lo niegan, ya que no habría razones para preferir una forma de escritura de la historia sobre otra. En otras palabras, si se privilegia el momento de la construcción de sentido sobre el de la realidad de la masacre, ambas interpretaciones se vuelven igualmente válidas.

El testigo no puede admitir este relativismo: su testimonio tiene sentido en tanto el crimen, cometido con voluntad de olvido, se reconozca como perpetrado. Y sabe, al mismo tiempo, que la memoria es frágil y subjetiva, y que la trama no es sino una transposición de lo acontecido al y desde el presente. Situado en esta tensión, le preocupa que su escritura no se tome exclusivamente como hecho artístico, aunque considere que solo a través del arte puede dar con el lenguaje y el tono afín a la dimensión de lo vivido. Su creación habita y resuelve, en cada caso, el espacio liminal entre historia y memoria.

Memoria y olvido: En su libro Memoria, duelo y narración (2004), Roland Spiller sostiene que la escritura es medio y metáfora de la memoria y debe aceptar su cuota de olvido, sin la cual el sujeto se convierte en Funes el memorioso, ese personaje borgeano cuya capacidad de recordarlo todo le impide pensar. Pero el crítico alemán puntualiza que la borradura genocida nada tiene que ver con el olvido constitutivo de toda memoria, y que cuando el poeta Juan Gelman sentencia: «hay que olvidar el olvido» se refiere al totalitario, al que se impone como absoluto: un proyecto imposible que deja secuelas imborrables.

La película Shoá, de Claude Lanzmann, se abre interpelando al testigo con un «recuerda, recuerda». La palabra recuerda es, en este caso, un incentivo para recuperar el íntimo vínculo con una pérdida irrecuperable que puede haberse tornado inconsciente. La memoria deviene así rememoración: «el esfuerzo de rememorar lo olvidado implica un esfuerzo deliberado de la mente, es una suerte de profundización o búsqueda voluntaria entre los contenidos del alma […] es una especie de investigación» (Rossi, 2003: 21). Esta es la labor anamnética en la que se basa el testimonio, como venimos argumentando.

[Para Rossi] habría algo así como una ética de la memoria […] Evitar que el vasto continente del pasado se esfume, evitar el olvido de la memoria: no habría quizá una tarea más urgente en la época que ha hecho de la historia un interminable montón de ruinas. (Radar libros, Página 12, 1/2/ 2004)

Evitar el olvido de la memoria: una tarea indispensable que se propone la escritura testimonial. La memoria del horror tiene que abrirse paso en un terreno donde reina la incertidumbre (porque el método de exterminio borra las huellas, porque muchos detenidos atravesaron su experiencia a ciegas). La memoria del testimonio, con su desorientación, su incerteza y sus limitaciones, es la «construcción de la presencia de lo ausente» (Feierstein, 2012: 94), para que la destrucción no acarree la desaparición simbólica. Y para sostener lo simbólico, nada mejor que la literatura:

La escritura y los escritores son los únicos capaces de mantener vivo el recuerdo de la muerte. Si no se apoderan ellos de la memoria de los campos de concentración, si no la hacen revivir y sobrevivir mediante su imaginación creadora, se apagará con los últimos testigos, dejará de ser un recuerdo en carne y hueso de la experiencia de la muerte.

(Semprún, «Lo que sé», Página 12, 12/6/ 2011)

Posmemoria: Este término –acuñado a partir de la producción audiovisual y del concepto de trauma que cobra forma, tras la Shoá, en el campo de Estudios de la memoria – designa la memoria de quienes, aunque no hayan vivido de cerca los acontecimientos traumáticos, sienten sus efectos. En nuestra región, alude a la memoria de hijas e hijos de desaparecidos, saunque ellos hayan sido víctimas directas del terrorismo de Estado. María Belén Ciancio (2013) rechaza, por este motivo, la aplicación en la Argentina del concepto creado por Marianne Hirsch en Family Frames, Photography and Postmemory (1997) en relación a la condición de los hijos del exterminio europeo, muchos de ellos nacidos o criados en la diáspora32, «puesto que estamos ante un trauma real del sujeto y no heredado a través de la lógica intergeneracional del dolor» (Ciancio, 2013: 6).

La investigadora tiene también en cuenta que muchos de los hijos «recuperados», aun cuando no tengan noción de sus identidades robadas, participan en la búsqueda de verdad y justicia que circula en los medios y en el discurso cotidiano. Si bien hay diferencias de perspectiva, a veces siderales, entre los hijos que fueron apropiados y luego recuperaron su identidad y aquellos que crecieron con sus familias de origen; entre los que permanecieron en su país y los que partieron al exilio, y entre todos ellos y los que siguen desconociendo su identidad, la mayor parte sufrió en carne propia las prácticas genocidas (en tanto testigos directos de secuestros o porque nacieron en cautiverio). Es decir que esta generación no fue distanciada del acontecimiento sino que padeció sus consecuencias desde la convivencia y la cercanía. Si bien los escasos soportes materiales que dejaron los padres (fotos, cartas) fueron atesorados por estas hijas e hijos y se transformaron en el lazo concreto que los une a ellos, no jugaron el mismo papel en la transmisión que para los hijos de víctimas de la Shoá, muchos de los cuales vivían en diferentes países que los padres. Es en este caso en que dichas imágenes generaban «la ilusión de acceder al evento mismo» (Ciancio, 2013: 7).

Si bien coincido con Ciancio, también considero que la aparición de ciertos términos responde a la necesidad de nombrar fenómenos nuevos, y prefiero tenerlos en cuenta a descartarlos. Lo cierto es que el lugar de enunciación de las hijas y los hijos de desaparecidos tiene, indefectiblemente, una impronta post. El nombre de la organización así lo indica: ellas y ellos son la posteridad de una generación mutilada y su memoria, por esto mismo, genera desafíos particulares. El post de posmemoria indica que un vínculo herido los une a y separa de los progenitores, en relación a los cuales tienen que definirse. Su imaginario es otro.

En la región del Cono Sur esta generación crea un universo visual propio para elaborar su identidad. El género documental, el cine de ficción, la fotografía y las novelas son registros en que estos jóvenes a menudo investigan y crean su propia historia desde su lugar, a la vez subjetivo y político. Liliana Feierstein sugiere que dicho relato identitario no sería «una autobiografía narrada como recuento de una vida sino como forma de empezar a vivir». (op. cit., 2012b en Ciancio: 6).

Los estudios críticos sobre esta narrativa coinciden en destacar como rasgos de este corpus:

la hibridez genérica de estos textos (que cruzan el formato del testimonio con la autoficción o con el registro fantástico y combinan la referencialidad con la autorreferencialidad) [y] los dispositivos de distanciamiento que proliferan en ellos, como la perspectiva infantil, el humor negro o la ironía. También [el] vaivén entre acercamiento afectivo y distanciamiento crítico, esta dialéctica de dinámicas aparentemente contrarias […] que nunca se detiene y que excluye la clausura. (Logie y Willem, 2018)

Lo que El lugar del testigo sostiene es que las «escrituras del umbral» (Forcinito dixit) surgidas de la memoria de los campos hacen gala de muchas de estas características, y que la diferencia entre una y otra narrativas radica en el imaginario y en los distintos lugares de enunciación. Para la crítica actual la hibridez sería la innovación de esta nueva narrativa que, a diferencia de la escritura testimonial anterior, recurre al humor, a la fragmentación, a estrategias de no clausura, etc. Como veremos en los textos desplegados en este estudio, insisto en que no corresponde diferenciar un corpus de otro en base a los rasgos mencionados, porque dichos registros están presentes en obras de ambas generaciones (excepto el registro fantástico). Lo que cabe afirmar es que, en la impronta artística de los H.I.J.O.S, hacen eclosión estrategias narrativas que venía plasmando la generación previa y que cobran una nueva significación por el hecho de darle cuerpo a otro ethos.

Razón: La filosofía contemporánea se inicia con la crítica a la modernidad y al tipo de razón que la acompaña. En La imposible voz. Memoria y representación de los campos de concentración en Chile: la posición del testigo, Jaume Peris Blanes (2005) nos recuerda que Heidegger funda este itinerario, al concebir la modernidad como «un espacio objetivable en el que todo lo existente […] se halla disponible para un sujeto [y en el cual] la ciencia como investigación es una forma imprescindible de este instalarse a sí mismo en el mundo» (2005: 32–33).

Hannah Arendt detecta que el tipo de dominio que ejerce la revolución industrial (soporte del proyecto económico y social moderno europeo, que va de la mano del desarrollo científico) se vincula íntimamente a la dinámica de los campos. Ahí la dominación es total «no solo en sentido político de la total sumisión de los individuos a las regulaciones estatales, sino también en el sentido ontológico de una puesta en disponiblidad de la totalidad de sus funciones vitales» (2005: 35). La razón instrumental capitalista, en su peculiar búsqueda de orden –no un orden basado en la responsabilidad colectiva, ni en la autonomía, ni en la libertad– conduce a su degradación. El exterminio sistemático de seres humanos no hubiera sido viable sin el complejo científico-industrial que posibilita la división del trabajo y su subproducto, una lógica fragmentada que favorece la disolución de la responsabilidad (Idem, 2001: 53). Es decir que las «fábricas de muerte» son la otra cara de la biopolítica. En esta línea, Zigmunt Bauman (2001) muestra cómo el exterminio en masa se vuelve posible cuando el sistema de división del trabajo es tal que nadie es responsable de la totalidad del proceso. En otras palabras, las «matanzas administrativas» alivian el sentimiento de responsabilidad, al decir de Arendt.

Es a partir de esta fragmentación y disolución de la responsabilidad que la burocratización posibilita la desconexión entre la gestión racional y el cuestionamiento ético o –en la crítica de Adorno–, entre la razón instrumental y la razón crítica. (Idem, 2005: 44-5)

Auschwitz no es una locura de trasnochados sino un hijo de la razón instrumental: en este punto el Mal se administra como fábrica. Theodor Adorno y Max Horkheimer, en su Dialéctica de la Ilustración (1944), exponen con claridad el punto en el que la razón habilita el genocidio:

…la posibilidad del nazismo debe inscribirse en la escisión, en el corazón mismo del proyecto ilustrado, de la razón crítica y la razón instrumental. En el momento en que la primera abdica de su potencial emancipatorio, la segunda se ve abocada a proyectos de dominación. (Idem, 2005: 37)

Estos pensadores detectan que los horrores del siglo XX son producto del antagonismo inmanente a la razón que se manifiesta cuando esta abdica de su potencial emancipatorio (o de la razón crítica). El problema no radica, por lo tanto, en la razón, sino en la práctica de una razón que clarifica para archivar, cerrar el caso, concluir. La razón instrumental. Por eso Foucault reniega de ella: «El hombre ha muerto», declara para sellar el fin de una razón que creó monstruos. Pero no hay que confundir este fin con el cese de toda razón. Frente a los desafíos que plantea nuestra época, el pensador Žižek declara: «hoy más que nunca deberíamos ser racionalistas hasta el final» (2014)33. La razón que sostiene el testimonio es la razón anamnética, la que rememora, la que se involucra en su praxis, la que no se distancia para observar desde fuera, la que apuesta a la subjetividad. Se trata de un logos con memoria, al decir de Reyes Mate (2003).

Recepción y escucha: La idea de que sin escucha no hay testimonio se remonta a la investigación realizada en los noventa por los psicoanalistas Shoshana Felman y Dori Laub con sobrevivientes de la Shoá. Laub, también sobreviviente, insiste en la imprescindible escucha del testimonio que «sostenga su decir y la singularidad de su experiencia». Liliana Feierstein, en esta línea de pensamiento, explica que el testimonio es un «acto dialógico y una apelación a la responsabilidad; el dar testimonio sería así lo que sucede entre estas personas» [y] «no es posible sin alguien que esté dispuesto a escuchar». Es esencial que la sociedad no abandone a quienes cargan con estas historias, que no les dejen la total responsabilidad moral de ser los custodios de la memoria del horror. En este sentido «la lectura/escucha del testimonio sería un gesto, o más precisamente, una política de hospitalidad»34 (Feierstein, 2012: 124–127). La escucha es un compromiso ético que alivia el dolor y posibilita la elaboración de la memoria, que se procesa conviviendo con lo sucedido en intercambio con el entorno, con la sociedad (2012: 126-129).

El lugar del testigo

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