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El testigo cuenta

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El testigo cuenta –en el doble sentido de relatar y de importarle a otro– porque su versión revela el núcleo duro del experimento que pone en cuestión el estatuto de lo humano.

El testigo cuenta porque su memoria res-guarda escenas que revelan cómo el poder puede invadir y ocupar al sujeto y a la comunidad.

El testigo cuenta cómo se sostiene la insospechada capacidad para la resistencia en las situaciones límite y tras ellas.

El testigo cuenta cómo vivían los hoy llamados desaparecidos, el modo en que habitaban ese sitio inhabitable donde transcurrió su último tramo existencial.

El testigo que cuenta nos revela mujeres y hombres resilientes y frágiles que, al darle cuerpo a su experiencia, reformulan las secuelas del horror y dejan de ser sus víctimas. Al contarlo con su tono y modulaciones, el testigo decide el cómo. Cada opción tiene sus límites y sus riesgos, ninguna es satisfactoria.

Quien opta por un estilo condensado y poético corre el riesgo de reducir la complejidad de lo real. Quien recurre al ensayo corre el riesgo de explicar demasiado y cerrar sentidos, no dejándole al lector un espacio de elaboración propia (Mesnard, 2011).

Frente a un terreno tan delicado lo más sabio es aceptar, como dice Levi, que «lo han hecho lo mejor que han podido, no habrían podido dejar de hacerlo y lo seguirán haciendo»7.

Quien sobrevive no deviene testigo de una vez para siempre, sino que se va construyendo a medida que se dan las condiciones para nombrar lo vivido. Su relato va cambiando: la distancia entre la víctima que fue y el testigo que es aumenta a medida que la cartografía del terror se va develando y se abren espacios para la escucha. Entonces surge la posibilidad de despertar memorias, reinterpretar conductas, recapacitar sobre regiones silenciadas hasta ese momento. La constante rememoración da con nuevas lecturas. Es el caso de la violencia sexual y de género, denunciada desde el comienzo por las mujeres pero solo declarada recientemente crimen de lesa humanidad (en la Argentina), cuando las testigos relanzaron el tema con mayor énfasis (habilitadas por el nuevo despertar feminista y la transformación de los juicios en lugares donde el relato centrado en la subjetividad empezó a tener cabida).

En contraste con este lento y trabajoso proceso de darle palabras al horror, el uso de nociones que parecen abarcarlo todo, que dan la impresión de tarea cumplida, que «cierran» el caso, son las más difundidas. El testimonio, en cambio, «abre», persiste en cuestionar definiciones que, en su reiteración, se dan por «verdaderas», es decir, cristalizan. Ni banalidad ni fábrica, sino una combinación más evanescente. Para descifrar sus múltiples claves se requiere atravesar la lenta biografía de la atrocidad8.

Biografía nos remite a bios, vida. La vida no se puede narrar per se, pero al ser narrada cobra vida: es ese relato. Escribir es poner algo a salvo de la muerte, dijo alguien, y lo que se salva, cuenta. Al contar, la palabra del testigo pone en vilo nociones que la teoría esgrime como verdades, como cuando asume que esta experiencia es inenarrable9. Nada es inenarrable (mutatis mutandis, nada es totalmente narrable). Invivible, refutó Jorge Semprún. Inadmisible, dice Jorge Montealegre.

Hay que contar con el testigo para que no se nos olvide de qué estamos hablando.

El lugar del testigo

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