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Cuestionamientos
a la palabra del testigo Giorgio Agamben:
en torno a la imposibilidad del testimonio

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Si bien el filósofo italiano elabora conceptos claves para la comprensión de los dispositivos del campo, su lectura de ciertas afirmaciones de Levi lo lleva a poner en duda la posibilidad del testimonio. En nuestro medio, estos párrafos de Agambien se usan como martillo para aplastar al testigo.

La reflexión parte de este texto:

Hay [una] laguna, en todo testimonio: los testigos, por definición, son quienes han sobrevivido y todos han disfrutado, pues, en alguna medida, de un privilegio […] El destino del prisionero común no lo ha contado nadie porque, para él, no era materialmente posible sobrevivir […] El prisionero común también ha sido descripto por mí, cuando hablo de «musulmanes» pero los musulmanes no han hablado. (Levi, 1998, en Agamben 2000: 33)

El testigo habla por delegación en nombre de los que no pueden dar testimonio porque no están. Y habla tanto por los muertos como por los «musulmanes» –muertos en vida antes de morir15.

Levi continúa:

[l]a demolición terminada, la obra cumplida, no hay nadie que la haya contado, como no hay nadie que haya vuelto para contar su muerte. Los hundidos, aunque hubiesen tenido papel y pluma, no hubieran escrito su testimonio, porque su verdadera muerte había empezado ya antes de la muerte corporal. […] Nosotros hablamos por ellos, por delegación. (Idem)

La idea de delegación está ligada al pudor que acarrea la sobrevivencia, erigida sobre pilas de muertos. Es un gesto de respeto por los hundidos: el testigo se coloca en segundo lugar, como vocero. Agamben da un paso más y nos invita a persistir en esa laguna que pone en tela de juicio el sentido del testimonio y, por ende, la identidad y credibilidad de los testigos: «el testimonio contiene, en su centro mismo, algo intestimoniable, que destruye la autoridad de los supervivientes. Los seudotestigos […] testimonian de un testimonio que falta» (subrayado mío, 2000: 34).

El pensamiento de Agamben se despliega desarrollado en corolarios que manifiestan otro énfasis, como por ejemplo: «la lengua, si es que pretende testimoniar debe ceder su lugar a una no lengua, mostrar la imposibilidad de testimoniar» (2000: 39). Pero me importa centrarme en el efecto que la lectura de esta reflexión tiene en nuestro medio.

Ante todo, la metodología de tortura y exterminio en los campos del Cono Sur no producía «musulmanes»: el esfuerzo por transformar a los detenidos en bultos no culminaba en su transformación en muertos en vida, porque el tipo de trato propinado a los secuestrados era distinto (rara vez se los hacía trabajar, no se los mataba de hambre aunque escaseara el alimento, no se los hacinaba como en las barracas de los campos nazis, etc.).

Y en relación al momento de la muerte, es cierto que el testigo no puede hablar de eso, pero tampoco lo podrían haber hecho los detenidos que eran arrojados dormidos al mar. A los detenidos-desaparecidos se les escamoteó, en su mayor parte, ese instante final: los que fueron lanzados desde aviones ni siquiera pudieron «vivir» la propia muerte o «atravesarla», ya que eran arrojados desde la altura tras una inyección que los sedaba y adormecía, en los «vuelos de la muerte». Ellos tampoco fueron testigos de su propio fin. No obstante, este no es el eje de la discusión porque la tortura principal es, «[o]bviamente, el ser desterrado de la existencia humana» (Kertész, 2002: 53).

Nos sumamos al criterio del sobreviviente austríaco Jean Améry16 cuando admite que no hay otra que la frágil voz del testigo, capaz de dar testimonio de esa vida y de la convivencia con la muerte.

Puedo proceder solo de mi propia situación, la situación de un recluso que pasó hambre, pero no murió de hambre, que fue golpeado, pero no totalmente destruido, que tuvo heridas, pero no mortales, que entonces objetivamente aún poseía el substrato sobre el cual, en principio, el espíritu humano puede pararse y resistir. Pero que siempre se paró en piernas débiles, y pasó malamente la prueba, esa es la entera y triste verdad. (1990: 9)

Améry también se refiere al «musulmán»:

El así llamado musulmán, como el lenguaje del campo llamó al prisionero que se estaba abandonando y era abandonado por sus camaradas […] [e]ra un cadáver escalofriante, un manojo de funciones físicas en sus últimas convulsiones. Aunque sea difícil hacerlo, tenemos que excluirlo de nuestras consideraciones. (1990: 9, mi traducción)

Tenemos que excluirlo de nuestras consideraciones porque no queremos relatar la muerte en vida (en cuyo caso el «musulmán», incluso en su muda existencia, sería nuestro testigo privilegiado). Lo que cuenta para nosotros, dice, es relatar la vida en la muerte, por eso también el testigo es el sobreviviente.

Decía que la figura del «musulmán» no existió en los campos sudamericanos debido a que el sistema de reclusión y asesinato era otro. El dispositivo exterminador, en este caso, generaba mujeres y hombres cuya identidad corría peligro, ante todo porque la mayor parte de los desaparecidos eran militantes políticos, y quien en el interrogatorio «daba nombres» podía llegar a «quebrarse»: su identidad podía trastabillar por la culpa que genera haber flaqueado y denunciado a otros. El sometimiento del secuestrado a vejaciones por tiempo ilimitado, el hecho de que su cuerpo estuviera a disposición de quienes podían decidir sobre su vida y su muerte, lograba a menudo doblegarlo –lo que no equivale a afirmar que, si el detenido «cantaba» una vez, no pudiera resistir otras torturas–. Había caídas y recuperaciones temporarias. A algunos secuestrados los doblegaba el «tratamiento», a otros no, a otros a veces, pero todos estaban sujetos a él. Y en cada uno de estos casos el detenido pasaba por lo peor. Es decir que cualquier sobreviviente puede asumir una voz plural, hablar en nombre de los otros: aunque cada experiencia sea distinta, la metodología es una.

Agamben también hace hincapié en la «increíble tendencia de la situación límite a convertirse en hábito […] Auschwitz es precisamente el lugar […] en que la situación extrema se convierte en el paradigma de lo cotidiano. Pero es esta tendencia paradójica a convertirse en su contrario lo que hace de verdad interesante la situación límite» (subrayado mío, 2000:50). Lo que le interesa a Agamben es centrarse en las paradojas, que son constitutivas y nos sacan de las oposiciones binarias. Pero si, además, recurrimos a la experiencia de los detenidos, se visualizan matices que la lectura rápida del pensamiento filosófico destierra.

Lo cotidiano es, para los enclaustrados, ese universo concentracionario que se presenta como total y sin salida, al que tienen que adaptarse para sobrevivir aunque su lógica arbitraria sorprenda una y otra vez. Pero esto no equivale a que los detenidos naturalicen dicha lógica, que la acepten acríticamente (excepto en el caso de quienes son vencidos por la técnica de sometimiento)17. Se trata de una cotidianidad en constante fricción, que se abre paso con su potente crueldad pero no termina de normalizarse.

Finalmente, el no poder dar testimonio de la muerte no representa una limitación crucial, ya que ese no era el peor destino en los centros clandestinos y podía representar, incluso, una salvación del «calvario». Víctor Basterra, sobreviviente de la ESMA, dice: «Era una forma de liberación la muerte, uno quería que algo se produzca en definitiva, y ahí todo se producía en la incertidumbre». El problema, más bien, era la dificultad de matarse.

Calveiro […] se refiere al acto suicida como la decisión que enfurecía a los desaparecedores y que tenía las consecuencias más crueles, porque significaba un ejercicio prohibido de la voluntad… (Sarlo, 2005: 117).

De hecho, los torturadores usaban la expresión «se nos fue» para designar a alguien que se les había muerto durante la tortura. Sin embargo, decidir la propia muerte era una de las cosas que estaba vedada para el desaparecido, que descubría entonces no ya la dificultad de vivir sino la de morir. Morir no era fácil dentro de un campo. (Idem, 2005: 118)

Según Jinkis, la muerte es «el capital crítico y humanizador que acompaña la angustia ante ese final (in)esperado». Este capital se disuelve cuando la muerte pasa a ser un hecho más, no porque carezca de importancia sino porque la convivencia con ella anularía la angustia ante el final que nos hace quienes somos. Y sin embargo los días en que había traslados en los campos, aunque no se supiera con certeza que los seleccionados eran condenados a muerte, el sentimiento de desamparo y la sospecha ante la muerte no anunciada dejaba su marca. No había hábito en esa cotidianidad. Estas son las connotaciones que se van decantando en la lectura de los testimonios, las gamas que hace falta detectar para entender.

El sobreviviente-testigo habla dey de los desaparecidos, o puede incluso hablar con ellos; no habla por ellos más que en un sentido ético (no en lugar de, sino en nombre de). Como dice Jinkis, sostener que el testigo verdadero es el que desapareció y no volvió o el que fue reducido a una condición subhumana y no puede entonces testimoniar es, simplemente, desoírlo, ausentarlo, exiliarlo (2011: 110). Si, en cambio, queremos acogerlo, nos corresponde tener presente que, a través de la tortura constante que ejerce la cotidianidad del campo, el detenido sufre un giro radical en relación a su forma de vincularse con la muerte.

En estos campos, tanto los detenidos-desaparecidos forzados al trabajo esclavo por largos años como los «liberados» tras breves estadías sufrimos el mismo «procesamiento». Por eso sostengo que todo sobreviviente es testigo de la nuda vida y de la resistencia. La«vida desnuda», en ese territorio donde la muerte anónima anda suelta, no olvida que es vida humana. Llamo resistencia a los gestos solidarios, los contactos con los otros detenidos, el humor, las estrategias de sobrevivencia compartidas y la huida18. Creer que los detenidos se transformaron en víctimas absolutas y, en cuanto a los supervivientes, que «por algo será que se salvaron», es ceder a la continuación del genocidio por otros medios, un eslabón más de la serie exterminadora (Jinkis, 2011: 80).

La historia, como siempre, desenmascara las generalizaciones con ejemplos concretos. En la ESMA las detenidas consiguieron que se les dejara asistir a sus compañeras en el momento del parto; Víctor Basterra fue capaz de sacar de ese campo decenas de fotografías de quienes ahí estuvieron secuestrados e imágenes de los lugares donde se los arrumbaba y torturaba. No se trata de excepciones: muchas historias aún no estudiadas (y otras tantas no contadas) sobre la resistencia de los cautivos desdicen ciertos rumores sobre su arrasamiento generalizado y/o activa colaboración con los verdugos. Si bien los extremos existieron, no constituyen el rasgo distintivo de la conducta de los secuestrados. De una u otra manera lo cierto es que, como dice Mario Villani: «ni el peor colaborador es equivalente a dos represores» (2011: 135).

El lugar del testigo

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