Читать книгу El lugar del testigo - Nora Strejilevich - Страница 22
Beatriz Sarlo: debate sobre el discurso
de experiencia
ОглавлениеLa crítica argentina Beatriz Sarlo, en Tiempo pasado, cultura de la memoria y giro subjetivo. Una discusión (2007) le niega legitimidad al «discurso de experiencia» con varios argumentos que iré enumerando y discutiendo. Las escrituras que privilegia para volver sobre el pasado son la del ensayo (por la distancia disciplinaria que le permite encarar su tema con objetividad) y la de la novela (capaz de simbolizar y de abrir sentidos). El testimonio, a su entender carente de estas virtudes, sería apenas un síntoma del «giro subjetivo» de nuestra era que es preciso poner en cuestión.
Para encarar el debate voy a tomar de su texto frases e ideas que me parecen claves (no son todas citas textuales sino síntesis de diversos párrafos).
1. A partir de la figura paradigmática del soldado que vuelve mudo de la guerra, descripta por Walter Benjamin, Sarlo concluye que el sobreviviente de una catástrofe no tiene nada que decir.
Kaufman refuta esta lectura poniendo el acento en el giro que sufre la condición de la experiencia tras el horror:
El soldado de la Primera Guerra Mundial no vuelve mudo en el sentido lato de que permanece en silencio, sino en el sentido de que sus palabras han perdido el referente. […]. Es esa condición de pérdida de la experiencia aquello que lleva a una inmensa masa de testimonios a expresar en el terreno discursivo el equivalente al aullido de dolor, a relatar los pormenores, las minucias, los detalles del acontecer mortificado de la carne. […] No es el relato como texto o acontecimiento discursivo lo que desaparece sino las condiciones de posibilidad de la experiencia. Lo cual supone también que no es que desaparezca la experiencia, sino la calidad histórica que la caracterizó y le dio sentido en generaciones anteriores. («A propósito de Tiempo pasado, de Beatriz Sarlo». En línea)
Si bien esta respuesta es clarificadora, prefiero simplemente afirmar lo contrario de lo dicho por la crítica argentina: los que retornan del campo tienen mucho que decir, no están mudos para nada. Aun cuando las condiciones de la experiencia se hayan devaluado, la experiencia sigue siendo posible y a muchos sobrevivientes les urge asimilarla y trasmitirla, pero a menudo no tienen con quién hablar. Este impulso narrativo no parece tener relación con la mencionada falta de palabras de quien vuelve de la guerra.
2. El testimonio carece de legitimidad frente a investigaciones de disciplinas que, al establecer una mayor distancia con el ayer, favorecerían la reflexión en lugar de cristalizarla.
Sarlo privilegia textos como Poder y desaparición de Pilar Calveiro que, al contrario de los relatos «subjetivos», encararía la vida en los campos mediante un análisis disciplinario:
Lo que Calveiro hace con su experiencia es original respecto del espacio testimonial. Afirma que la víctima piensa, incluso cuando está al borde de la locura. Afirma que la víctima deja de ser víctima porque piensa. Renuncia a la dimensión autobiográfica porque quiere escribir y entender en términos más amplios que los de la experiencia padecida. (Sarlo, 2007: 122-23)
Lo cierto es que todo testigo sabe que piensa. Sarlo sostiene, tácitamente, que la razón debe alejarse de la emoción (cuyo extremo es la locura), que debe distanciarse para pensar. La razón del testigo, en cambio, no separa las aguas: se ejerce como unión dialéctica de ambas, como propone Slavoj Žižek.
Partamos de la «razón occidental» a la que Sarlo invoca cuando insiste en la necesidad de pensar y tomar distancia. Siguiendo la lectura que hace Žižek de Descartes, el cogito (proceso que surge ante los cuestionamientos del genio maligno, a los cuales el sujeto trascendental le responde con el «pienso luego existo»), revela que la razón tiene que lidiar con la locura para afirmarse. La locura es su otra cara, su lado oscuro. En este sentido la razón se muestra como lo opuesto a la distancia requerida para lograr un equilibrio que le permita afrontar su objeto. El filósofo esloveno la equipara, más bien, con la caída en el amor (to fall in love, enamorarse), que sería el momento en que uno se pierde en el otro. Este sería el punto de inflexión que posibilitaría el saber, al desestabilizar todo lo socialmente aprendido y hacer que el sujeto se olvide de sí (2014).
Retomo –salvando las enormes distancias– esta idea en relación a la «caída» en el campo. Al detenido-desaparecido se le aísla en un universo donde rige una lógica trastocada, y esa lógica se impone hasta tal punto que el afuera colapsa. Esta «caída» demanda una entrega total, tan extrema como la que exige el amor pero de signo contrario. La víctima de semejante encierro piensa, aunque no pueda hacerlo sino a partir de la locura, con ella dentro; no puede sino estar alerta, tratando de descifrar el universo del horror. Se sumerge y emerge, constantemente, de las redes del poder concentracionario, intenta convivir con él sin perderse en él. Esto sucede dentro del campo, mientras lo habita, y fuera de él, cuando lo rememora si sobrevive, y no nos revela un giro subjetivo sino un sujeto cuya razón no puede (y no debe) separarse de su «objeto». Nunca lo mira desde fuera19.
Sarlo asevera que este sujeto no nos puede enseñar nada: «Primo Levi sostuvo que el campo de concentración no ennoblece a las víctimas; podría agregarse que tampoco el horror padecido les permite conocerlo mejor» (2007: 54). Para mí no se trata de conocer mejor o peor. El testimonio no defenestra el lugar del saber ni de la inteligibilidad sino que los ejerce de otro modo: incorpora la emoción y es performativo en tanto se manifiesta como rebelión. Améry escrudiña este lugar –que no es neutral ya que no cabe neutralidad cuando hay víctimas y victimarios, cuando se humilla la humanidad de otro. La explica así:
…siempre parto del hecho concreto, pero nunca me pierdo en él; más bien, siempre lo tomo como una ocasión para reflexiones que se extienden más allá del razonamiento y del placer en la argumentación lógica a regiones del pensamiento que residen en un incierto ocaso y permanecen allí […]. Sin embargo, […] esto no equivale a clarificación […] Clarificación podría significar arreglo, cierre del caso […] Porque nada se resuelve, ningún conflicto se sella, ninguna rememoración se ha vuelto simple recuerdo. Lo que pasó, pasó. Pero que pasara no puede ser aceptado tan fácilmente. Me rebelo: contra mi pasado, contra la historia, y contra un presente que sitúa lo incomprensible en el frío archivo de la historia y así lo falsifica de una forma repelente. Nada se ha curado […]. ¿Emociones? En lo que a mí respecta, sí. ¿Dónde se ha decretado que el iluminismo debe estar libre de emoción? Me parece que lo opuesto es lo cierto.
El iluminismo puede satisfacer su labor adecuadamente solo si se pone a trabajar con pasión. (1986, XXI)
Los testigos, en suma, procuramos volver a la sociedad de la que fuimos expulsados y marginados para cuestionar, desde el testimonio –razonamiento emocional o emoción pensada–, ese acontecimiento inaceptable que nos rebela y nos mueve a un accionar donde la palabra cumple una función esencial: nombrar (con pasión) lo que se quiso borrar (con frialdad).
3. La legitimidad o persuasión en razones biográficas y no intelectuales traba la reflexión o se coloca en su lugar.
Mi respuesta a esta afirmación de Sarlo es que a este tipo de testimonio no lo impulsa un afán de auto-conocimiento, sino el riesgo que corre nuestra especie en términos de sobrevivencia ética (como postulan Robert Antelme, Alejandro Kaufman, Imre Kertész, Ricardo Forster, Reyes Mate, Perla Sneh, Enzo Traverso, Tzvetan Todorov y tantos otros). Este tipo de reflexión se encuentra en las antípodas del recuento subjetivo.
A los centros clandestinos de detención sudamericanos llegaban sobre todo militantes políticos cuyo proyecto era una emancipación colectiva, y no es extraño que los sobrevivientes siguieran pensando en esos términos. Si los testimonios aducen razones biográficas no es más que para revelar los rasgos de una generación, de una forma de ser en el mundo, de un momento cultural e histórico donde la rebeldía contra el Orden estaba a la orden del día.
4. Sarlo parte de la observación de Ricoeur: «es errado confiar en que la narración pueda colmar la laguna de la explicación/comprensión», para afirmar que «hay dos tipos de inteligibilidad: la narrativa y la explicativa (causal)». La primera estaría sostenida por el efecto de «cohesión» que se le atribuye a una vida y al sujeto que la enuncia (Sarlo, 2007: 115). En conclusión «… el discurso de la memoria y las narraciones en primera persona se mueven por el impulso de cerrar los sentidos que se escapan; no solo se articulan contra el olvido, también luchan por un significado que unifique la interpretación» (2007: 67).
En mi lectura, en cambio, el testimono «deja la puerta abierta a nuevas interpretaciones» (Reyes Mate, 2003: 179)20. Los testimonios, al hablar desde sí, no pretenden contar «todo» –ya que no pueden dar una vista panorámica–. Son ellos los que logran, por esto mismo, poner en escena la dimensión más elusiva de esta particular experiencia.
5. Basándose en la afirmación de Susan Sontag –«quizás se le asigna demasiado valor a la memoria y un valor insuficiente al pensamiento»– (2007: 26), Sarlo sostiene que, tras el giro ideológico que se produce en los albores de los setenta como una «gigantesca toma de la palabra» se pone en escena un «giro subjetivo» que es hora de problematizar. Por lo tanto el testimonio no sería el género más afín para revelar la verdad de una época marcada por el tenor ideológico y el carácter doctrinario de la vida política.
Voy a comenzar por este giro subjetivo, que de hecho se ha expandido en la actualidad. Arfuch lo define como «ampliación de los límites del espacio biográfico» y agrega que, si bien en su reiteración puede dar lugar a un «subjetivismo a menudo excesivo», «no hace del sujeto –de la multiplicidad de sujetos– el centro de la escena. El centro –llámese así el mercado, el capitalismo global, [etc.]– se presenta sin faz reconocible, sin sujeto, como fuerza ciega que domina detrás de meros maniquíes» (2013: 20). En un mundo así, su propuesta no es el rechazo del «pequeño relato» sino, al contrario,
[basarse] en el testimonio que da cuenta de una memoria traumática, compartida, en la historia de vida que se ofrece al investigador como rasgo emblemático de lo social, en el «documental subjetivo» […], en la instalación de artes visuales compuesta por objetos íntimos, personales, en el teatro como «biodrama» o en las imágenes […] de la catástrofe y el sufrimiento que los medios han convertido en uno de los registros paradigmáticos de la época. (2013: 20-21)
Esta «predominancia de lo biográfico en la sociedad contemporánea» se debería ante todo a «su carácter intersubjetivo», a la «posibilidad de alentar una sintonía […] entre el narrador y su destinatario, tanto respecto de la experiencia [como de la] dimensión ética de la vida en general».
Por último, lo biográfico sería «una puesta en forma –narrativa, expresiva– que es también una puesta en sentido, una “forma de comprensión”» (2013: 23).
En contraposición al empeño de Arfuch para dar con la clave de este giro en el presente, Sarlo se interroga por el vínculo entre este presente y ese pasado (la década setentista): «¿Cuánto subsiste de ese tenor ideológico de la vida política en las narraciones de la subjetividad? O, si se quiere, ¿cuál es el género histórico más afín a la reconstrucción de una época como aquélla?» (2005: 91). Como considera que el testimonio reconstruye, infiere que no puede hacerse cargo de una época que se caracterizó por un imaginario libresco (2005: 86).
…[L]a utopía de una teoría revolucionaria que informara y guiara la experiencia presionaba sobre la práctica cotidiana de los movimientos. Esto no convirtió a todos los militantes en eruditos, pero señaló un ideal (2005: 8).
Esta objeción se dirige a quienes han narrado el tiempo de la resistencia sin cuestionar, a su juicio, las estrategias de lucha por el poder y las prácticas militantes de esos tiempos, o sea, sin ahondar el debate ideológico político en relación a una lucha que fue derrotada. Y, en este sentido, le resulta injusto que la utopía revolucionaria se presente «como drama posmoderno de los afectos» (2007: 91).
Si bien la selección bibliográfica de Tiempo pasado no incluye La Voluntad. Una historia de la militancia revolucionaria en la Argentina 1966-1978 (2007-2008), de Eduardo Anguita y Martín Caparrós, me voy a detener en esta obra que abre, en los noventa, un espacio para pensar la militancia setentista a partir de la vida cotidiana de una juventud comprometida con la lucha armada. Para lograrlo combinan su experiencia personal con el testimonio de veinticinco protagonistas presentados con su nombre y datos biográficos, además de recurrir a otras fuentes. Se proponen mostrar cómo este sector social entregó su vida con la expectativa de construir «un mundo mejor», dando cuenta del contexto sociopolítico, nacional e internacional que lo posibilitó (Pittaluga y Oberti, 2011: 85). Según Nofal, este relato del pasado reciente produjo un giro crucial: «quienes hasta entonces habían sido presentados como víctimas se asumieron […] como sujetos de la historia [y su] apuesta más fuerte [fue] la de desentrañar las claves de una opción por las armas, considerada válida en el momento de los acontecimientos…» (2009/2010: 60).
Hasta ese momento los relatos testimoniales en circulación en Argentina eran, sobre todo, el Nunca Más, que no mencionaba el activismo de los desaparecidos, y Recuerdo de la muerte de Miguel Bonasso. Si bien en esta novela se perfila por primera vez la vida en los campos de militantes políticos, se cataloga a muchos de «traidores»21. La Voluntad, en cambio, encara un trabajo de restitución de la memoria [no se reconstruye sino que se retorna algo que fue escamoteado]. Y lo hace no solo en el sentido de articular «una historia» sino de restablecer la relación con esa historia [a partir de historias contadas por distintas voces] (Rojas, 2006: 180). En otras palabras, tras el mutismo impuesto por la fábrica de terror, el hecho de poner en escena a esos personajes, el vincularse a esa historia silenciada, el mostrar a seres concretos encarando una lucha armada de la que no se había vuelto a hablar fue un paso esencial. Esta crónica abrió una reflexión sobre los riesgos asumidos por muchos en función de una estrategia de lucha considerada revolucionaria, y así logró situar el discurso político en el terreno de la sangre y de los cuerpos, de los afectos y de las pasiones, de las formas de vida que se confrontan en la historia.
Sarlo no tiene en cuenta este texto, seguramente, porque desde su mirada es otro ejemplo de recuento memorialístico centrado en el sujeto. Recordemos que esta autora rescata «la memoria como instrumento jurídico y como modo de reconstrucción del pasado, allí donde otras fuentes fueron destruidas por los responsables…» (2005: 24), pero cataloga de problemáticas las obras basadas en el testimonio como fuente, ya sea «porque no existen otras o porque se lo considera más confiable que otras» (2005: 25).
Habría que preguntarse si, en esta vuelta a la crónica centrada en la experiencia, hay un reconocimiento de las limitaciones de aquella apuesta setentista a la teoría. Quizá, tras la derrota, quienes se habían fogueado en el debate ideológico no sintieron que la prioridad fuera cuestionar estrategias que habían fracasado y ya no resultaban viables. Este relato intentó ser un fresco del ayer pintado desde un presente que empezaba a despertar de la pesadilla. Fue un primer paso. En La Voluntad asoman los afectos pero no se visualizan ciertas prácticas –ancladas en la matriz ideológica patriarcal que la militancia no cuestionaba– hasta que las mujeres toman la palabra.
En todo caso, retomando el argumento de Sarlo, tal vez lo que empezaba a trastabillar era esa militancia cuyo pilar era un debate ideológico descalificador de la dimensión afectiva propia de toda adhesión política, sobre todo la que se aboca a un cambio radical.
6. Sarlo cita a Paolo Rossi cuando dice que la memoria «coloniza el pasado y lo organiza sobre la base de las concepciones y las emociones del presente» (2005: 92). Esta idea la lleva a pensar que «[l]os discursos de la memoria […] impregnados de ideologías […] no se someten como los de la disciplina histórica a un control que tenga lugar en la esfera pública separada de la subjetividad» (2005: 93). Para ella, la narración memorialística compite con la historia y «sostiene su reclamo en los privilegios de una subjetividad que sería su garante [pero de hecho] se coloca, por el ejercicio de una imaginaria autenticidad testimonial, en una especie de limbo interpretativo» (2005: 94). En el mismo registro, afirma que hay un modo imperativo del testigo que va de la mano de «la extensión de esta hegemonía moral» de la retórica testimonial, que esgrime de manera autoritaria, por «haberla vivido». Esta autoridad, por último, deviene una religión cívica:
…la legítima lucha por no olvidar el genocidio de los judíos erigió un santuario de la memoria y fundó «una nueva religión cívica», según la expresión de Georges Bensussan. Extendido por el uso a otros objetos históricos, el «deber de memoria» induce una relación afectiva, moral, con el pasado, poco compatible con la puesta en distancia y la búsqueda de inteligibilidad que son el oficio del historiador. (Sarlo, 2007: 56-57)
Este párrafo plantea una supuesta competencia entre testimonio e historia, a mi juicio inexistente: el narrador/testigo no le disputa el espacio al historiador. Ambos relatos se complementan. Y el testimonio genera, de hecho, transmisión y debate, aunque Sarlo lo considere elaborado por un sujeto acrítico en busca de sanación.
Lo que su lectura no contempla es que los parámetros cambian tras una catástrofe, que la narrativa testimonial surge como respuesta al vacío y a las ruinas que deja el terror y que, como la generación devastada funda su accionar en lo libresco, surge la necesidad de revertir la estrategia, sin anular el debate ideológico pero dándole su espacio a la significación de ciertas vivencias.
Sarlo hace hincapié en narraciones no testimoniales que también tendrían que ser tomadas en cuenta: «en paralelo […] emergen otros hilos de narraciones que no están protegidas por la misma intangibilidad ni por el derecho de los que han padecido». (2005: 62). Coincido en este aspecto, ya que no se pretende bregar por la exclusividad del testimonio (cuyo relato no está protegido ni se considera intangible). Lo que cuestiono es que haya que optar entre unos u otros textos, como si no fuera indispensable el aporte de distintas miradas.
15 El lenguaje del campo revela la visión del musulmán como alguien que se sitúa en posición de meditar de forma estática y pasiva. Así llamaban a los judíos que renunciaban a la vida en un momento del largo proceso de tortura en los campos nazis. Agamben señala que «la explicación más probable remite al significado literal del término árabe muslim, que designa a alguien que se somete incondicionalmente a la voluntad de Dios…». (2000:45) Pero lo más interesante es su comentario sobre el uso de esta palabra: «En cualquier caso, lo cierto es que con una suerte de autoironía feroz, los judíos saben que en Auschwitz no morían como judíos». (Idem, 46)
16 Hans Maier, militante de la resistencia y judío, adoptó este seudónimo para mostrar su rechazo a la cultura que llevó al genocidio. Siguió escribiendo hasta su suicidio, en octubre de 1978.
17 Este tema se discutirá en el capítulo «Uruguay, Chile y Argentina». Lo cierto es que los detenidos colaboran, a pesar suyo, en la existencia del campo, porque el campo no existe sin ellos. Pero más allá de este punto de partida, el fenómeno tiene gradaciones y se lleva a cabo a menudo con la conciencia alerta. Por último, quienes llegaron a colaborar abiertamente, lo hicieron, a menudo, tras situaciones imposibles, como la de presenciar la tortura de hijos, familiares, etc. El que produce la colaboración es el poder que procura «quebrar» y a veces lo logra.
18 Es llamativo que estas estrategias sean ignoradas incluso por algunos intelectuales que estudiaron (como Hanna Arendt) el mismo tema en el caso del nazismo. Esta pensadora solo se basó en fuentes escritas en alemán, y al hacerlo ignoró la versión de los sobrevivientes, que se publicaba en diarios escritos en idish (Perla Sneh, 2012). La falta de lectura de material testimonial genera ciertos mitos en relación a los campos nazis: se sigue creyendo que la mayor parte de los judíos se dirigió a las cámaras de gas «como ovejas al matadero» y se desconoce la resistencia que existió en cada uno de los campos. Sneh nos muestra cómo nuestra imagen de esas historias está marcada por derivas del lenguaje, y nos recuerda que dicha expresión fue creada por los judíos más militantes para arengar a sus camaradas, o sea, para conseguir el efecto contrario –«no vayan como ovejas al matadero» (2012).
19 La idea de una razón distanciada permea muchos otros debates contemporáneos y ha sido cuestionada por el feminismo (ya que a las mujeres se nos acusa de no separar razón de emoción). En esta oportunidad me remito al tema de este ensayo pero invito a los lectores a seguir desafiando la noción de distanciamiento teórico.
20 La idea de obras que «cierran los sentidos» podría aplicarse, según Philippe Mesnard (2010), a novelas donde se intenta describir la muerte extrema desde una mirada omnisciente (como a su juicio sucede en Vida y destino, donde Vasili Grossman narra la experiencia de las víctimas de las cámaras de gas). Una perspectiva de este tenor, que todo lo controla y todo lo ve, limitaría la posibilidad del lector de captar lo inconmensurable de la tragedia, justamente porque la revela en sus más mínimos detalles. Presento esta posición aunque no coincida con ella: todo depende de cómo se ejerza el arte de narrar.
21 Ver capítulo «Argentina».