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Horas más tarde, a solas en su despacho, Marcos revisó las carpetas apiladas sobre el escritorio y separó aquellas que demandaban una atención inmediata. Tenía tres mensajes en el contestador automático del teléfono de línea. El primero era de uno de sus primeros clientes en San Martín de los Andes, una inmobiliaria que lo consultaba por una comisión que no le habían pagado pese a que las partes acordaron el alquiler de una casa fastuosa con vista al lago Lácar. El segundo mensaje era de Carlos Veracruz, director de Asuntos Jurídicos de CESA, que lo llamaba desde Buenos Aires para interiorizarse sobre los pormenores de la reunión habida por la mañana con el juez Díaz Garmendia en el tribunal. El tercero era de Desiree Lage, una abogada penalista de treinta y ocho años que trabajaba en el estudio jurídico más importante de la ciudad de Bariloche. Nada fuera de lo común, a no ser que habían dormido juntos por primera vez el pasado viernes, cuando ella viajó a San Martín de los Andes por cuestiones laborales. La llamaría más tarde, una vez que hubiera terminado su día de trabajo.

Luego de consultar los correos electrónicos, Marcos se concentró en el caso Alonso. Pablo Alonso era un brillante economista que trabajaba en una compañía financiera de la ciudad de Neuquén, piloteando una unidad de negocios generadora de pingües resultados económicos. Su trabajo básicamente consistía en intermediar productos financieros. El generoso salario de Alonso estaba integrado por un sueldo mensual, más un bono anual, porcentajes sobre las ganancias y demás beneficios adicionales como tarjetas de crédito corporativas, telefonía celular y automóvil.

El problema fue que a mediados de 2009, luego de una feroz discusión con uno de los dueños de la financiera por unas comisiones adeudadas, Alonso le propinó una furibunda trompada que encaminó al jefe al hospital con pérdida de conocimiento y al economista directamente a la calle. La sentencia de primera instancia dictada por el Tribunal del Trabajo de la Ciudad de Neuquén rechazó la demanda, ya que consideró que tanto los insultos como las agresiones físicas constituyeron motivos por demás justificables para echar a un empleado.

El abogado que representó a Alonso durante el juicio sufrió un accidente cerebrovascular días antes del dictado de la sentencia y por lo tanto se encontraba imposibilitado de continuar con el caso. Un amigo en común le recomendó al pobre de Alonso que consultara a Demaría dada su experiencia en temas laborales empresariales. Marcos tenía diez días para interponer un recurso extraordinario ante el Tribunal Superior de la Provincia del Neuquén a fin de intentar dar vuelta el fallo, tarea para nada sencilla teniendo en cuenta la solidez de los fundamentos de la sentencia del tribunal de origen. Y en especial, la de la piña que tumbó a quien no debía.

El sonido del teléfono interrumpió el pesado silencio reinante en la oficina. Como no tenía secretaria, Marcos atendió personalmente. Desiree se encontraba en la ciudad y arreglaron para comer juntos por la noche.

Ubicado en lo alto del valle, a unos mil quinientos metros y rodeado de majestuosas cumbres, Macci era uno de los restaurantes preferidos por ella en San Martín de los Andes. Sentados en una mesa en la terraza acristalada, era como si la noche acogiera una celebración más íntima que la del resto de las personas.

Marcos la miró con detalle. Morocha y de intensos ojos verdes, de estatura mediana, tenía el cuerpo de una mujer que sabía cuidarse muy bien pese tener una edad cercana a los cuarenta años. Piernas fuertes y nalgas firmes eran los rasgos distintivos de un cuerpo mucho más curvo que cualquiera, parte de un conjunto de acción que no se masculinizaba nunca. Dotada de una fuerte personalidad que la tipificaba como una abogada enérgica y respetada por sus colegas y adversarios, era dueña de un carácter no común. A su manera, si bien entraba en una etapa de esencial madurez, tenía una belleza sumamente particular. Exudaba cierta calidad, como los vinos añejos, que la hacía más interesante y atractiva a medida que pasaban los años, logrando accionar en Demaría una cerradura oxidada desde que se había separado de Olivia. En los últimos meses, el componente sexual de la personalidad de Marcos, dominante en un tiempo, había quedado sofocado por tantas capas de culpa en el pasado, que recién desde que conoció a Desiree parecían ir derritiéndose una por una.

Pidió croquetas de pescado rellenas en salsa blanca y ella unos calamaretes en salsa de vino blanco y cebolla. Como el alcohol estaba prohibido por el resto de los días de Marcos, tomaban Coca-Cola light y limonada en silencio.

—¿Estás acá? —inquirió él.

Ella sonrió mostrando unos dientes casi perfectos, al tiempo que le rozaba una pierna por debajo de la mesa, sugerentemente. Por momentos lucía ensimismada en sus pensamientos, como si la devorara la calma del entorno.

—Tenés un semblante no muy animado —agregó Marcos.

—Puede ser, hoy no ha sido uno de mis mejores días.

Desiree miraba un imaginario vacío que llenaba con recuerdos. Hija única, había tenido una traumática relación con un hombre doce años mayor que ella, un empresario textil divorciado con quien llegó a convivir durante unos meses antes de la ruptura definitiva, ocurrida tres años atrás. Si bien Marcos la conocía no hacía mucho, le sorprendía y al mismo tiempo le intrigaba su obstinado empeño en no mostrar sus emociones más íntimas, como si ella no quisiera descubrir su mundo interior, su universo personal. Tal vez escondiera algunos secretos de un pasado que no estaba dispuesta a dar a conocer, por ahora.

—Estaba imaginando… —dijo ella con aire pensante—, ¿qué razón existe para suponer que lo que ocurre todos los días, los juicios, los clientes, las sentencias, son más reales que los diálogos que soñamos la noche anterior?

Él la miró extrañado.

—Si estás cuestionando el orden de lo real, quiero decir, si estás poniendo en duda lo que damos por asumido, entonces creo entender tu pregunta. Para los que nunca se cuestionan en qué consiste la realidad, lo real termina siendo aquello que sólo resulta verdadero. La ficción, naturalmente, pasa a ser patrimonio de otros.

—De los escritores —agregó ella.

—Y de los abogados —sonrió Marcos.

—Estoy convencida de que la verdad y la ficción no son contrarios, se entremezclan y muchas veces no sabemos o no podemos diferenciarlas. Digo, ¿cómo saber con certeza qué es lo real, o como decís vos, lo verdadero? —continuó Desiree, clavando la mirada fija en algún punto lejano de la montaña.

—Desde cierto punto de vista no existe el concepto de lo verdadero, se aspira a la visión ideal, fantástica, de todo aquello que en el fondo no es real. Como si el resto de las cosas fueran simples simulacros y por lo tanto nada tiene un significado y todo resulta ser una mentira, incluso si es verdad.

—No me convence —dijo ella.

—Yo tampoco estoy de acuerdo con ese pensamiento —acordó Marcos—. Creo que todo lo que vivimos forma parte de la realidad, no sólo lo que hacemos sino también lo que imaginamos, aunque reconozco que existe una tendencia en los últimos años al escepticismo cruel que estima que no podemos conocer las cosas que ocurren tal como son.

—Y por el otro creo que también existe un exceso de credulidad irracional que es capaz de creer en cualquier cosa.

—Cierto —Marcos permaneció en silencio unos pocos segundos—. Pero sigo sin saber hacia dónde vas con tu pregunta.

—El punto es el siguiente —ella sonrió nuevamente, ahora con mayor naturalidad—. Vamos a suponer la siguiente hipótesis. El hijo de un prominente político opositor al gobierno provincial de turno de Río Negro fue víctima de torturas por parte de la policía de Bariloche. Lo torturaron para que confesara la comisión de una serie de delitos sexuales supuestamente cometidos durante el transcurso de una fiesta privada en una majestuosa casa con vista al lago Nahuel Huapi. Pese a la brutalidad del procedimiento policial, el juez considera que la confesión del imputado, aún en esas circunstancias tan anormales, si bien no configura una declaración de culpabilidad, sí constituye una grave presunción en su contra.

—Me parece un espanto —acotó Marcos.

—Al final de cuentas, el juez lo termina condenando sobre la base de esa presunción de culpabilidad a la que avala con los informes de los peritos médicos que acreditaron lesiones anales y vaginales sufridas por la víctima.

Desiree hizo una pausa.

—El imputado, terriblemente enojado con su abogado defensor, a quien obviamente le echa la culpa de la condena, quiere, y estaría en todo su derecho, recurrir la sentencia por considerar que ha violado el artículo dieciocho de la Constitución Nacional que expresamente prohíbe que alguien pueda ser obligado a declarar contra sí mismo.

—Es inevitable que si una persona es obligada a declarar bajo coacción, sus dichos deben tenerse por inexistentes y no pueden ser tenidos en cuenta ni siquiera como indicios de culpabilidad —argumentó muy seguro Marcos—. Una idea o criterio contrario a este pensamiento atacaría groseramente la garantía constitucional de la defensa en juicio.

Ella esperó para hablar de nuevo. Su mirada, ahora penetrante y fría, no dejaba entrever expresión alguna.

—El asunto es que existen serias sospechas de que este buen hombre, presuntamente intoxicado con cocaína, habría abusado y violado a una chica alcoholizada produciéndole severas hemorragias internas.

Marcos había escuchado algo al respecto. Luego habló.

—Y el hipotético violador necesitaría un nuevo abogado, o abogada, que le haga valer sus derechos frente al Estado, que sin duda los tiene, en razón de la violencia sufrida en su declaración ante la policía. De ser así, se tornaría nulo todo lo declarado por él en su contra. Seguramente, al ser miembro de una familia adinerada y políticamente influyente, podría pagarse la mejor defensa penal que hubiera en Bariloche.

—Algo así.

—Y también es probable que los socios del estudio jurídico le asignen la causa a la mejor abogada de la firma —concluyó Demaría.

El eterno dilema moral de los abogados. Aceptar o declinar la defensa de quien se sospecha que ha cometido algún delito criminal aberrante. Es verdad que todo el mundo merece un juicio justo y que se le aplique la ley en forma correcta, pero ¿cuál es el verdadero peso y alcance de la ética en el ejercicio de la profesión?; ¿hasta dónde los imperativos éticos constriñen la libertad de juicio y de conciencia de los abogados?

Para la mayoría de los habitantes de este planeta, si existe una profesión tipo que se caracteriza por su inmoralidad intrínseca e inevitable, es precisamente la de los abogados, como si un narcotraficante o un abusador, por citar algunos ejemplos de quienes cometen actos execrables, no tuvieran derecho a defensa alguna. Seguramente para estos criminales, la abogacía no se cimienta en la rectitud de conciencia, sino en la agudeza del ingenio y en el instinto de supervivencia.

Lo peor es que para el resto de los mortales, también.

—Una cagada tu hipótesis, la verdad —dijo Marcos—. Sería horrible que defendieras como moral lo que pienses que no lo es y, peor aún, te convencieras de lo contrario. Ahora, si pensás que el caso resulta infame, deberías rehusarlo. Si en cambio lo tomás, no hace falta que te diga que tenés que comprometerte a fondo con el juicio. Eso es lo único real.

—Supongo que tenés razón. Pero los defensores penales también somos humanos y no nos gustan todos nuestros prójimos. Sé que esto no debería afectar mi desempeño y toda esa perorata, pero hay casos en los que a uno le gustaría no tener nada que ver con el cliente. Sin eufemismos, siento que estoy perdiendo algo, no por la vida en general, sino por mi trabajo. Tampoco es por la clase de gente que defendemos en el estudio. Nadie contrata a un abogado penalista por una torta de plata a menos que esté complicado, y si está complicado generalmente es por algo. No hay nada folklórico ni romántico en esto; en las cárceles, por lo general, no hay muchos inocentes —terció ella con la experiencia que le daban tantos años de ejercicio profesional en un ambiente tan hostil.

—Sabés bien que esta es una profesión en la que a veces uno tiene que hacer cosas no del todo agradables para después, de algún modo, purificarse —acotó Marcos.

—Volviendo al tema del principio —agregó Desiree—, el límite entre el bien y el mal es muy difuso. La mayoría de los asuntos se han vuelto coyunturales y nos convencemos de que todo, absolutamente todo, en principio, es justificable. Incluso el homicidio.

Se conocieron a mediados de septiembre en Bariloche, durante la fiesta de cumpleaños de un psiquiatra al que el estudio jurídico en el cual ella trabaja contrataba a menudo como perito consultor. Durante horas los dos conversaron animadamente, al principio sobre diversos temas vinculados al ejercicio de la profesión y al funcionamiento del sistema judicial. En épocas de sobrecarga de procesos judiciales, el trámite de los juicios devenía lento e ineficiente y resultaba carne de cañón para anacrónicos debates entre los abogados y especies afines. Ambos coincidían en que no era menos cierto que la eficiencia no constituía una valoración a la que privilegiar, si con ello se pasaban por alto otras valoraciones durante la tramitación de un pleito. Un proceso legal podía ser eficiente y, sin embargo, la sentencia dictada ser tremendamente injusta y el sistema no podía darse el lujo de ser injusto.

En esencia, nada de aquello que hablaban era lo más importante que sucedía esa noche entre ellos. A veces, un mero roce, un simple gesto, la mirada que se descubría permitieron intuir que existiría la posibilidad de otra más adelante. Al rato, ya en confianza, hablaron de la vida, del futuro y de cuestiones sin duda más interesantes que los vaivenes del sistema judicial. Entrada la madrugada, intercambiaron los números de los teléfonos celulares y prometieron volver a verse.

Marcos pagó la cuenta y, una vez en la calle, pasó un brazo por los hombros de Desiree mientras caminaban hacia el Peugeot 207 de él. Cuando le sugirió que continuaran la noche en su casa, ella aceptó de inmediato. Mañana temprano por la mañana regresaría a la ciudad de Bariloche en ómnibus.

La pequeña y acogedora cabaña que Marcos alquilaba al pie de uno de los cerros limítrofes de la ciudad por un precio accesible, estaba construida con madera tratada de pino Oregón y ventanas de aluminio. Una vez en su interior, Marcos preparó café para él y té verde para ella. La suave música de Pat Metheny fluía del parlante de Apple, mientras el resplandor del fuego de la chimenea iluminaba las siluetas de los dos, dándole un aspecto tremendamente sensual al encuentro. Podía percibirse algo acogedor entre esas paredes, como también había en ambos rastros de ternura y vulnerabilidad expuestos, que enmascaraban la inhibición y el recato oculto de sus personalidades.

Parados frente al sofá, ella aspiró su perfume y se mareó; no necesitaba del alcohol, ya estaba excitada por su sola presencia y proximidad. Comenzaron besándose largo rato con la ropa puesta hasta que Marcos le quitó el sweater con sus dedos delgados. Él la observaba mientras Desiree se desnudaba sin pausa y sin prisa, la piel serena y suave como el resto del conjunto. Acostada en el sofá, él le besó cada centímetro del cuerpo, empezando por el cuello, siguiendo por los pezones largos y las grandes aréolas redondas, hasta detenerse unos segundos bordeando el ombligo. Luego, con la punta de la lengua recorrió salteadamente los muslos y la pelvis, al tiempo que la humedad en el interior de ella requería de una urgencia inmediata. Con un sollozo presuroso, lo atrajo dentro de ella y Marcos, con pujes largos y lentos, la penetraba una y otra vez mientras Desiree gemía contra su garganta, hasta llegar a un largo y sentido orgasmo encadenado por una serie de interminables espasmos. Él la siguió segundos después.

Más tarde, agotados por el placer y desnudos en la cama, descansaron abrazados, convencidos que a las tres de la mañana no hay disfraces y no hay máscaras, se es quien se es realmente y se aprende que el amor es eterno, mientras dura, como enseñara el Nobel colombiano.

El lado ausente

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