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—¿Quién de ustedes está a favor de la poligamia? —Se escucharon algunas risas en el auditorio entre los alumnos—. No se rían, todos saben que para ciertas culturas resulta legal y por lo tanto jurídicamente aceptada.

—En las ficciones uno puede acomodar todas las piezas como quiera, pero en la vida real occidental no se hace lo que siempre se quiere —dijo haciéndose el gracioso un pelirrojo sentado al fondo a la izquierda.

Marcos lo miró sorprendido.

—¿Acaso vos querrías tener varias mujeres en la vida real?

—Sí, pero me iría de viaje con la actual, jamás con la del año anterior —replicó el alumno con una sonrisa entre sobradora y canchera motivando las carcajadas de sus compañeros.

—Mirá que hablo de esposas y no de amantes —contestó rápido a su vez Marcos dando rienda suelta a más risas generales—. Hablando en serio, para la cultura occidental, cuya sociedad se basa en la familia sustentada en la institución del matrimonio, la poligamia no es aceptada porque violenta principios y valores de orden ético superior —dijo—. Entonces el Derecho, como conjunto de normas, principios y valores jurídicos que regulan las conductas de los individuos, se presenta como un concepto equívoco que responde en buena medida a la posición filosófica que se tenga. Explicar en qué consiste el elemento moral que lo integra es una cuestión que dividió profundamente a los filósofos a lo largo de los siglos. Por eso lo que sabemos del Derecho, lo sabemos por su historia.

Eran las nueve menos veinte de la noche del jueves y Marcos daba clases de Filosofía del Derecho en la Facultad de Derecho de la Universidad Nacional del Sur, en la ciudad de Bariloche. La universidad aspiraba a consolidarse como un centro de referencia académica de las provincias de la Patagonia haciendo de la excelencia docente un auténtico sello en la región. Para ello, contaba con una serie de recursos humanos y materiales que garantizaban el acercamiento con el entorno productivo. La sede de Bariloche tenía tres facultades, Derecho, Ciencias Naturales y Ciencias Económicas. Un año atrás se había anexado el Observatorio Astronómico y el Museo de la Patagonia.

Su edificio era uno de los más modernos de la ciudad. Diseñado por un arquitecto referente del lugar, recogía en sus cinco pisos elementos locales y autóctonos, méritos que incluso fueron destacados en la Decimoquinta Bienal de Arquitectura Argentina. Marcos Demaría daba clases todos los jueves de siete de la tarde a nueve de la noche. El auditorio, con capacidad para cincuenta personas cómodamente sentadas, estaba casi completo, con mayoría de alumnos regulares y unos pocos que asistían en calidad de oyentes.

—En definitiva —Marcos miró a los alumnos de izquierda a derecha detenidamente—, la pregunta que queda flotando para la próxima clase sería la siguiente: ¿puede aplicarse una ley que sea intrínsecamente injusta, o basta con que sea sancionada de acuerdo con el procedimiento previsto en la Constitución Nacional y acatada por la mayoría de los ciudadanos para que sea válida, independientemente de su contenido?

Antes de que alguien intentara algún comentario en medio del bullicio provocado por las voces de los alumnos, sonó el timbre que indicaba el final de la clase.

Una vez a solas, Marcos acomodaba algunos papeles cuando una alumna que no tendría más de veintiún años, a la que no reconoció, se acercó sigilosamente. Llevaba puesto un pantalón marrón de corderoy muy ajustado y lucía el pelo negro muy corto. Tenía una cara atractiva decorada con un piercing en la nariz, revelando el conjunto un aspecto de extraño exotismo. Pese a que ya era de noche, parecía recién levantada, la mirada algo entorpecida y vidriosa.

—Adoro las drogas —le dijo.

Marcos la miró sorprendido. Durante la primera hora habían analizado la evolución de la jurisprudencia que penaliza la tenencia de drogas para consumo personal y el contenido ético de las normas que protegen la actividad privada de las personas.

—Mirá, si tu interés es seguir discutiendo sobre fallos judiciales que trataron el tema…

—¿Conseguís blanca? —lo interrumpió sin miramiento y sin pudor alguno.

—No te entiendo.

—Sí, magia blanca, un papel, una piedra, lo que sea —insistió la chica.

—Te volviste loca por completo. Hacé de cuenta de que esta conversación nunca existió y andate ya de acá —contestó Marcos visiblemente enojado.

Ella se acercó seductoramente a una distancia poco prudencial tratándose de una alumna y la advertencia de la proximidad de los cuerpos se sobrepuso a cualquier tipo de reacción en Marcos. Se apartó bruscamente de ella.

—Por favor, retirate de inmediato de la clase.

—Vamos, profe. Sé de tu historia personal, así que en un punto estamos a mano. Además, alguien tan buen mozo como vos, que viene de Buenos Aires, con un background importante en el tema adicciones, no puede no tener buenos contactos. Los míos, por desgracia, ya fueron. Y la que consigo en la calle huele a pis de gato —dijo la alumna, acercándose nuevamente hacia él, incrementando la postura insinuante y el tono sensual de la voz.

La escena bizarra hizo que Marcos pensara en varias cosas a la vez. Echarla a los gritos, echarla amablemente, denunciarla ante las autoridades de la facultad, ofrecerle algunos ansiolíticos que tenía en desuso en su casa o sencillamente ignorarla. Optó por esto último, ya que en el fondo le dio lástima la situación; estaba más que claro que la chica no estaba en sus cabales. Allá ella.

—Me decepciona, profe. Desde que empezó el curso estaba convencida de que era uno de esos que siempre guardan algo para los días fríos de lluvia —le dijo con voz entrecortada y mirándolo llamativamente a los ojos.

El rostro era bello y el tono, todavía más.

—Vamos a hacer un trato.

—Mira que no tengo mucha plata.

—No me refiero a ese tipo de trato. No quiero oírte nunca más hablar del tema. Esta charla va a quedar entre nosotros y vos te vas a comprometer a estudiar la materia más allá del resultado final. Ahora te pido que te vayas —le espetó con firmeza. La alumna lo miró desinteresadamente, hasta con desgano, antes de abandonar el aula balbuceando algo ininteligible.

En la planta baja del edificio funcionaba la sala de profesores de la universidad, a la izquierda del salón de actos. Confortable y de techos bajos, tenía en el centro una larga mesa de caoba marrón oscuro impecablemente lustrada, rodeada de sillas rústicas de madera acolchonadas y cómodas, ideales para aquellos profesores que debían pasar el tiempo leyendo o trabajando entre el dictado de una clase y otra. Las paredes estaban decoradas con los retratos de los distintos rectores, otorgándole un aspecto anticuado al lugar con el evidente propósito de otorgar una formal autoridad académica.

Estaba sentada con la espalda derecha y la vista clavada en un libro de Derecho Constitucional. Delgada, morocha y de tez oscura, últimamente, cuando se miraba en el espejo, se preguntaba si se era vieja a los cincuenta y cuatro años. A esa edad, era una mujer mejor, o al menos eso esperaba, que aquella brillante alumna admirada por sus pares y por la mayoría de los profesores. El pelo aún caía oscuro sobre sus estrechos hombros y su cintura todavía no se había ensanchado en demasía. La dura experiencia personal le daba un profundo sentido sobre la fugacidad de la vida, lo cual la obligaba a superarse día a día, y esa actitud estaba presente en forma corpórea en cada gesto, en cada movimiento que practicaba.

Al entrar en la sala de profesores, Marcos advirtió de inmediato su presencia, el garbo de su figura, sin llegar a ser particularmente linda. El pelo apenas largo destacaba los marcados rasgos que se desprendían de sus pómulos prominentes. Su mirada denotaba sagacidad; se decía de ella que era una mujer que sabía utilizar su inteligencia y su poder de observación como un arma de ataque o de defensa, según la ocasión.

Esther Ferreyra se había quedado viuda a la edad de veintisiete años y en la actualidad estaba casada con un ingeniero industrial ocho años mayor que ella. Carlos Torres, su marido desde hacía catorce años, era el gerente comercial de una de las principales hidroeléctricas de la provincia de Río Negro. El matrimonio tenía una hija llamada Mariana que vivía con ellos y cursaba el último grado de la primaria en el mejor colegio privado de Bariloche. También viudo, Carlos tenía otro hijo de su anterior matrimonio a quien Esther quería entrañablemente como si fuera propio. Pablo se había recibido el año anterior de economista y se encontraba cursando un master en administración de negocios en la Universidad de Stanford, en Estados Unidos.

Para los antepasados del sur, las mujeres casadas estaban absolutamente vedadas para los demás. El adulterio, considerado un acto imperdonable, muchas veces le costaba la vida a la mujer adúltera. Generaciones después, ese arcaico concepto había evolucionado y mutado hacia otro tipo de convicciones muchísimo más permisivas. Sin perjuicio de ello, la firmeza y la rectitud que mostraba Ferreyra en sus labores cotidianas de jueza se extendía hacia todos los ámbitos en los cuales se desempeñaba en su vida, haciendo impensado en ella cualquier acto que trasuntara el más mínimo engaño o deslealtad.

En líneas generales tenía una buena relación con su marido, más allá de las desavenencias comunes a todas las parejas que llevaban varios años de una convivencia agradablemente monocorde. Sentía mucho cariño y admiración por Carlos, pero no ahondaba demasiado en las profundidades de los sentimientos, ya que estaba convencida de que el matrimonio era una decisión de todos los días. En la plenitud de la madurez de su vida, si bien se sentía conforme con lo que era, a menudo quedaba a mitad de camino en el plano argumental. Más allá del buen paneo que ella misma realizaba sobre la crisis de los cincuenta que aún dejaba su estela, no terminaba de definirse en la búsqueda de un final del todo feliz. De cualquier modo, jamás se habría permitido plantearse lo que hubiera podido ser, de otro modo.

Titular de la cátedra de Derecho Constitucional y jueza a cargo del Juzgado Penal Número Cuatro de la Ciudad de Bariloche, daba clases en la facultad los martes por la noche, pese al cansancio que le insumía el arduo trabajo de tribunales que sumaba a las tareas de la casa. Seguramente ese jueves a la noche estaría recuperando alguna clase anterior y por eso Marcos se sorprendió al verla, ya que nunca se cruzaban en los pasillos de la facultad.

En la sala de profesores reinaba el más absoluto y coloquial silencio, sólo interrumpido cada tanto por el crujido del abrir y cerrar de la puerta. Luego de saludar a los profesores, Marcos comenzó a completar el libro de la cátedra, en el cual se especificaba el contenido temático, la cantidad de horas dadas y el carácter oral o escrito de la clase. De repente alzó la vista y vio cómo los ojos de Ferreyra lo observaban; fugaz, imperceptiblemente, descubrió un brillo en ellos, al tiempo que la jueza retomaba la lectura del libro.

Un par de minutos después, se acercó hasta él.

—Profesor Demaría, encantada de conocerlo —le dijo mientras le extendía la mano derecha—. Tengo una alumna de apellido Larocca que habla muy bien de sus clases. —Marcos la recordaba bien, era una muy buena alumna que había cursado Filosofía del Derecho el cuatrimestre anterior.

—Gracias, doctora, dígale que es muy amable de su parte, pero no creo que sea para tanto —respondió Marcos algo sonrojado.

—Mire, no es el único alumno que participó de sus clases al que le he escuchado comentarios similares.

—Usted sabe bien que a los alumnos no hay que creerles todo lo que le dicen a uno, sobre todo cuando rinden los finales.

—Es cierto —sonrió la jueza divertida— pero me suena a un exceso de humildad de su parte, hasta impropio de un porteño, diría.

Marcos la miró sorprendido.

—Créame que lejos estoy de ser una persona humilde. Debe ser que en todo caso me subestimo un poco —respondió con cierto rubor.

Ferreyra sonrió nuevamente. Tenía una manera particular de relacionarse con los alumnos, haciendo de ese vínculo el numen de su cátedra. Estaba convencida de que la contemporánea y crítica conciencia de época —muchas veces snob y tilinga— impedía a los más viejos percibir la historia y darse cuenta de que no quedaba otra alternativa que rehumanizar vínculos educativos para que terminen siendo verdaderamente auténticos.

—Por Dios, qué tarde se ha hecho —le dijo mirando el elegante reloj pulsera que portaba en la muñeca derecha—. Le doy la bienvenida a la ciudad y espero tener el gusto de verlo actuar en mi juzgado alguna vez.

—Muchas gracias, pero lo dudo. Lo penal no es lo mío.

—Nunca se sabe. Ha sido un placer conocerlo personalmente y cuídese por favor, no son estos tiempos fáciles para nosotros, los jueces, ni para ustedes, los abogados que vivimos por estos lados —dijo ella antes de despedirse con un firme apretón de manos.

Marcos no entendió el sentido del último comentario de la jueza. Antes de radicarse en San Martín de los Andes había leído acerca de lo cerradas y hostiles que eran las sociedades del sur, en especial con aquellos que emigraban para instalarse a vivir en ellas. A lo largo de su historia, Bariloche fue conformando una sociedad individualista y heterogénea, caracterizada por una cultura poco comunicativa y de introspección. El paso del tiempo no sólo no había modificado la sensibilidad de rechazo al foráneo sino que, al revés, la había acrecentado.

Mientras terminaba de completar el libro de la cátedra, escuchó que una mujer lo llamaba desde la puerta de entrada que se encontraba entreabierta. Era Cristina, la secretaria académica de la Facultad de Derecho, que mediante señas le pidió que saliera unos segundos de la sala de profesores. Una vez afuera, la mujer le habló en voz lo suficientemente baja para que nadie pudiera escucharlos.

—Profesor Demaría, lo molesto porque el decano de la Facultad quisiera tener una reunión a solas con usted y con el vicedecano el jueves próximo, media hora antes de que usted empiece con su clase de Filosofía del Derecho.

—No hay problema. ¿Dónde sería la reunión?

—En el despacho del decano, el doctor Roberts —contestó la secretaria.

—Perfecto, confírmele al decano que el jueves que viene estaré en su oficina. Al margen, quisiera preguntarle el motivo de la reunión —razonó con intriga Demaría.

—Profesor, le pediría que lo hable directamente con el decano.

—Cristina, no me deja tranquilo con lo que me dice.

La bronceada frente fruncida de la secretaria y el gesto adusto, levemente nervioso, parecían avalar la preocupación de Marcos. Tratándose de una persona siempre cordial y afable, dispuesta a colaborar con lo que se le requería, su negativa a responderle no era una señal del todo alentadora.

—Lo que sí me dijo el decano es que le pida a usted que sea puntual, ya que tiene que asistir a una conferencia una hora después.

—No se preocupe. Estaré allí a las seis y media en punto —se resignó Demaría.

—Gracias, profesor.

Súbitamente, el bello rostro decorado con un piercing en la nariz cruzó como un fantasmal rayo por delante de los ojos de Marcos.

Dejó de lado la preocupación inicial y salió a la calle con destino al pequeño hotel en el que se hospedaba cada vez que tenía que dormir en la ciudad por razones laborales o académicas. Sin un estado de ánimo concreto, sin una necesidad urgente de expulsar fieras hondamente sentidas, se sentía livianamente nostálgico. Recordó aquella frase de Marcel Proust: “Los únicos paraísos que existen son los paraísos perdidos”. Él los continuaba buscando.

A Justo le gustaba el cuento del hombre que escalaba la montaña con su viejo y leal perro ovejero alemán y se enfrentaba con los animales más feroces y con los climas más duros. Se tapaba con la frazada hasta quedar casi escondido y, aferrándose a su mano derecha, dejaba libre su oreja para escuchar el final del relato, mientras la respiración se hacía más tranquila a medida que se iba quedando dormido. Le decía que se durmiera rápido. Le decía que no le iba a pasar nada malo. Pero sí que le pasó.

Le pasó que un día se enfermó de leucemia y murió a los cuatro años, luego de permanecer internado tres semanas en la sala de terapia intensiva del Hospital de Niños de la ciudad de Buenos Aires.

Marcos despertó empapado por la transpiración en la habitación del hotel. Una de las pesadillas recurrentes durante los primeros años posteriores a la muerte de su hijo reaparecía. Dicen que soñar con una persona se parece a salvarla. Puras idioteces, meditó en la soledad del cuarto oscuro, mientras unos deseos irrefrenables de beber lo acosaban. Eran las cuatro de la mañana y ya no pudo volver a dormirse.

El lado ausente

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