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El Hotel Nueva América estaba ubicado a dos cuadras del obelisco, sobre la calle Carlos Pellegrini. De estilo moderno, había sido reciclado recientemente luego de que fuera comprado por una cadena internacional española. La pileta de natación, el spa, los dos restaurantes y las doscientas veinte habitaciones se distribuían a lo largo de nueve pisos con vista a la Avenida 9 de Julio. Al mediodía Marcos aprovechó el gimnasio para correr cuarenta minutos en la cinta. Luego fue a la habitación y tomó una larga ducha, dejando correr el agua más de lo necesario. No recordaba haber transitado algún momento más desolado en los últimos tiempos que el ocurrido al final de la reunión de la mañana en la empresa. Como nada habría de cambiar, se concentró en la actividad por venir y decidió comer frugalmente en el cuarto antes de ir a visitar a su íntimo amigo, también abogado, Jaime Burdí.

Burdí y Asociados era un estudio jurídico especializado en marcas y patentes y en temas de propiedad intelectual que había crecido mucho desde su fundación, en la década de 1970. Integrado por un total de treinta abogados —entre socios, asociados y juniors— funcionaba en un piso de la torre Bouchard, edificada en el límite entre el antiguo microcentro de la ciudad y el barrio de Puerto Madero. Una zona en la cual el sol siempre se encuentra tapado por la sombra de los rascacielos que se alzan desafiantes, algunos a medio construir.

Jaime Burdí (hijo) era el socio principal del estudio jurídico ya que su padre, uno de los fundadores, había fallecido en 2005. El otro socio fundador se había retirado de la profesión el año anterior sin dejar hijos ni referentes que lo sucedieran, vendiendo el veinte por ciento de su parte a Jaime y el resto a los socios minoritarios. De la edad de Marcos, Jaime era bien parecido y hacía gala de una marcada personalidad, en apariencia tranquila. Por lo general vestía trajes impecables de alpaca inglesa o súper 120, que variaban en color azul marino, negro o gris topo, a tono con sus camisas de seda y corbatas importadas. Sumamente perspicaz, sobresalía por la claridad y por la solidez con las que exponía sus argumentaciones.

Jaime lo recibió con un conmovedor abrazo, ya que no se veían desde que Marcos se había ido a vivir a San Martín de los Andes. Compañeros del colegio secundario, se habían hecho amigos en aquella época y sus respectivas mujeres, Olivia y Eugenia, se llevaban a las mil maravillas mientras duró el matrimonio de Marcos. Para los Burdí la separación había representado un fuerte cimbronazo, aunque previsible, en razón de los problemas con el alcohol que Marcos no se encargaba de ocultar sobre el final de la relación con su mujer. Era lo más parecido a su mejor amigo, ya que luego de la hecatombe, la mayoría de los conocidos lo fueron abandonando, algunos abruptamente por razones comerciales o profesionales y otros, de a poco, inducidos y presionados por un entorno familiar que no perdonaba determinadas conductas. Jaime no había actuado así y siempre, cuando estaban juntos, sucedía lo mismo: lo que uno olvidaba, el otro lo recordaba y lo que ambos habían olvidado, se podía volver a armar.

—Me mirás como si fuera un zombie —dijo Marcos entre risas.

—Será porque estamos hablando en persona después de mucho tiempo sin vernos —contestó Jaime.

—Honestamente me siento como un bicho raro, a pesar de que nací, viví y me suicidé en esta ciudad. De a poco me voy a acostumbrando a la vida bucólica y tranquila que ofrece el sur, distante no sólo en kilómetros sino en infinidad de aspectos de esta trituradora de carne.

Jaime lo examinaba gratamente sorprendido. Marcos estaba cambiado, para bien. Las ojeras y las bolsas debajo de los ojos, así como las finas arrugas en las sienes típicas en los alcohólicos, se habían reducido ostensiblemente. Se mantenía delgado, conservaba la abundante cabellera y, especialmente, preservaba la forma humana.

—¿Cómo están Eugenia y los chicos? —preguntó Marcos.

—Bien, muy bien, por suerte. Eugenia trabaja mucho como decoradora y, como siempre, se hace cargo de los problemas cotidianos de la casa. Tres hijos llevan su tiempo y representan una serie de problemas, gracias a Dios, ninguno grave.

Marcos la quería mucho, pese a que Eugenia, aliada con su ex mujer, no había sido piadosa con él. Como era lógico, ella había tomado partido por su amiga antes, durante y después del divorcio. Pero él lo entendía y lo aceptaba, si bien no justificaba algunas de las agresiones de las que había sido víctima y a las que nunca respondió por respeto a su amigo. La charla, café mediante, transcurrió durante una hora en la cual repasaron viejos buenos tiempos, hablaron del presente y recordaron anécdotas de la época de la adolescencia. Como Jaime tenía una reunión fuera del estudio, sobre el final de la charla Marcos le preguntó aquello que, en el fondo, dudaba en saber.

—¿Qué sabés de Olivia?

Era evidente que se resignaba a olvidarla. Tal vez subsistían en lo más recóndito del interior de Marcos facciones y retazos de su esposa, quizás no en el conjunto sino efímeramente. Jaime reconocía que, como toda mujer atractiva, Olivia era una expresión de la belleza de la que no se podía ser indiferente, aún con el paso del tiempo.

—La última noticia que tuve, hace tiempo de esto, fue que estaba en pareja con un médico traumatólogo de Santa Rosa, La Pampa. Lo cierto es que Eugenia ya no habla con ella.

—¿Lo conocés? —preguntó Marcos.

—¿A quién?

—Al médico.

—¿Importa?

—Sí.

—No compara ni califica, si es lo que te interesa saber —Jaime comprobó, una vez más, que su amigo volvía una y otra vez sobre sus días pasados, sobre su historia reciente.

—Viendo en lo que me convertí en los últimos tiempos, es difícil creerte —respondió Marcos con un dejo de resignación.

—Entonces para qué preguntar —dijo Jaime, arrepintiéndose de inmediato de lo dicho, conociendo el indomable temor que su amigo tenía de sentirse descubierto en lo más profundo de sus sentimientos. La atormentada figura de Olivia y la de Justo aparecieron en la memoria de Marcos repentinamente y cierto aire de pesimismo melancólico se reflejó en su cara. Esas representaciones correspondían al plano de un edén que había estallado hacía mucho y que, además, resultaba falso. La vida, los meses después a la separación, había devenido previsible y anodina, como una mala copia de una antigua película en blanco y negro.

—Sé que has pasado momentos más que difíciles, seguramente terribles. Pero te ves muy bien ahora, Marcos. Para qué volver hacia atrás.

—La verdad, Jaime, no hay muchas opciones posibles para afrontar lo que pasé. O te quedás anclado en el dolor o renacés con toda la fuerza para seguir anclado en el dolor —acotó fríamente—. Existen infinidad de blogs, libros de autoayuda, sacerdotes y todo un abanico de alternativas al alcance de la mano para contenerte, pero lo real es que el dolor es para toda la vida. Nadie puede enseñarte a sobrellevar ese escenario —dijo en obvia referencia a la prematura muerte de su hijo.

Jaime no se animaba a interrumpirlo.

—Ningún padre debería tener que enterrar un hijo. Es un dolor infinito y profundo. El pedazo de mí que me falta, el lado ausente.

—Tal vez sea cierto eso de que una persona muere definitivamente recién con nuestra propia muerte —sostuvo con cuidado Burdí.

—No creo. Te dicen que hay que reconocer la pérdida y aceptar el dolor del sufrimiento. También que hay que vivir con ello y no minimizar la situación tomando drogas o alcohol. Pero lo único cierto, al menos en mi caso, fue que el alcohol detuvo el necesario proceso de dolor en un contexto marcado por la adicción al trabajo y la crisis matrimonial. Lleva mucho tiempo asumirlo. Lo hacés cuando te das cuenta de que estás literalmente destruido —hizo una pausa obligado por las circunstancias—. ¿Sabés qué es lo peor de todo, Jaime?

—No.

—Lo peor de todo es el enojo y la culpa que te paralizan. Y lo que más duele es la impotencia de no poder volver atrás, no poder cambiar absolutamente nada de lo ocurrido. Entonces te das cuenta de que lo que te estoy diciendo no debería tener sentido para que fuera real. Es más, en el fondo nada tiene un sentido, un porqué, ni siquiera el luto más desgarrador encontrará alivio ni conocerá de rescates celestes.

—A lo mejor deberías permitirte redescubrir los momentos gratos de la vida, incluyendo el pasado. Seguramente Justo te ha dejado muchos dones que te ayudan a buscar tu nueva identidad entrelazando esas cualidades —indicó su mejor amigo con adecuado manejo del clima.

—Tal vez. Pero si fuera así, por ahora no me doy cuenta. El modo en que cada uno de nosotros reacciona ante tan terrible trance es algo tan íntimo y subjetivo que no puede generalizarse.

Jaime lo escuchaba sintiendo un profundo dolor por la angustia que exultaba cada gesto, cada expresión, cada palabra de su amigo. Era un tipo afectuoso, capaz de dar la vida por su familia, pero detrás de esos sentimientos Marcos percibía un destello insondable en su mirada, como si su presente pareciera estar y no estar al mismo tiempo.

—Luego de la muerte de mi hijo, destrozado y astillado por dentro y a la vez embriagado por el trabajo, lo sabés bien, hice de todo, con una omnipotencia terrible. No te das cuenta de que en el ámbito de tu laburo te podés creer una especie de genio y lo peor es que te lo terminás creyendo. Pero resulta que ese genio de repente puede morirse de un balazo en la calle o de un infarto masivo. Podés ganar plata, ser reconocido en tu profesión, pero llegaba a mi casa y estaba angustiado. El asunto era que no me daba cuenta de cómo esa forma de internalizar los fracasos personales empezaba a colonizar otros ámbitos de mi vida, impidiéndome toda capacidad de alcanzar mis propias zonas de contradicción, que es lo que en definitiva nos permite salir adelante.

—Sabés que te entiendo como nadie y tampoco soy inmune a muchas de las cosas que decís. Pero son todos esos sentimientos inquietantes, profundos y la manera en que uno se liga con ellos los que en definitiva te hacen mejor persona —Burdí se tomó unos segundos para continuar—. En el fondo, estar ocupado en tus cosas evita que te invada la tristeza.

—O te limita la habilidad para superarla. Llega un punto en que te endurecés tanto, te enfriás a tal punto que quedás completamente anestesiado.

—Puede ser —contestó Jaime pensativo—. Lo paradójico es que la paz real siempre llega cuando uno deja de perseguirla, inducido muchas veces por el miedo de todos los días.

Marcos no reparó en el último comentario, como si no lo escuchara o no quisiera concentrarse en él. Necesitaba descargarse.

—Podría haber inventado falsas confidencias, pero no lo hice. No necesitaba de un blanqueo de currículum para reinventarme. Entonces las cosas siguieron su curso natural de demencia mientras permanecía preso de los fantasmas que vivían adentro en diabólica armonía, sin que tuviera la más mínima gana de exorcizarlos.

—Tendrías que haberlos aceptado para lidiar con ellos —añadió su amigo apelando a un tono de imposible objetividad. La frágil coraza de Marcos no merecía ser deteriorada.

—Por supuesto. Los que dicen, parafraseando creo que a Nietzsche, que aquello que no te mata te fortalece, saben que en el fondo es un eufemismo puro. Lo que no te mata, la verdad, te puede dañar tanto que no todos pueden superarlo.

La tensión que se percibía llegaba a su punto culminante y, como todo punto culminante, se transforma en silencio incómodo. Minutos después se despidieron juramentándose hablar más seguido. Al llegar a la calle, Marcos percibió que los demonios habían vuelto de repente y no sabía bien dónde estaba, aunque sí dónde se encontraba. Bien erguido, en toda su estatura.

El lado ausente

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