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12 Noviembre-diciembre de 2010

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El Consejo de la Magistratura de la Provincia de Río Negro, órgano de integración plural compuesto por representantes del gobierno, del parlamento y del Poder Judicial de la provincia, así como de los estamentos académicos y profesionales, tiene entre sus funciones las de intervenir en el proceso de designación de los jueces y participar en el procedimiento para echarlos de una patada.

El juez Ricardo Gómez Salduendo, miembro del Tribunal Laboral Número Uno de Bariloche en representación de los jueces, era el presidente del consejo. Calvo, de frente ancha y ojos redondos, labios finos y una expresión tajante, le había ganado la elección el año anterior por escaso margen de votos al presidente del Tribunal Superior de la provincia, candidato de la oposición al gobernador de turno. Ese martes por la tarde del mes de noviembre, Gómez Salduendo conversaba en la sede del organismo, ubicada en la ciudad de Viedma, con la mano derecha y principal operador político del gobernador de la provincia.

Durante su juventud Héctor Beiderman había fundado una agrupación de izquierda en la Facultad de Medicina, lo cual caracterizó su fuerte vocación por la política, que relegó su promisoria carrera universitaria, pese a que nunca participaba de cargos eleccionarios. Su pasión y su destreza consistían en permanecer en las sombras de la actividad, influyendo decididamente con su experiencia y con su certera visión de los acontecimientos en los personajes más conspicuos de la política. Especialista en la reducción de recelos, conservaba en su foro interno su formación militante. De excelente relación con los sectores sindicales, era un acérrimo defensor del diálogo social y manejaba el poder con esa confianza que exhiben aquellas personas que no deben demostrarlo porque simplemente lo tienen y lo usan.

Beiderman tomó la iniciativa.

—La Acería Río Negro va a despedir a más de cuatrocientos trabajadores. Lamentablemente es una decisión tomada e inevitable.

Creada en la década de 1960, la acería funcionaba en la localidad de San Antonio Oeste, como una sociedad anónima con participación provincial mayoritaria. Constituía una planta integrada para la producción de arrabio, acero y chapa laminada en caliente, concebida oportunamente con la idea de complementar la actividad del sector público con la del sector privado. Agotada la capacidad de la acería para subsidiar a las empresas elaboradoras de los productos finales, aparecieron las firmas privadas extranjeras que querían comprarla a precio vil, siempre y cuando la provincia hiciera el trabajo sucio de despedir masivamente a varios de sus empleados para reducir el déficit. Lo traumático de la cuestión era, como siempre, la paradoja argentina.

Si bien la economía y el sistema tributario debían tener reglas claras para garantizar el ejercicio de los derechos de los trabajadores, si el único parámetro que se tomaba en cuenta era la productividad a rajatabla, seguramente algunos de esos derechos comenzarían a claudicar. Nada de ello era ajeno a la política y siempre se decidía a sus espaldas.

—¿No existe un acta firmada en marzo de este año entre el gremio metalúrgico y la acería que prohíbe los despidos del personal por veinticuatro meses? —preguntó el juez Gómez Salduendo.

—Sí. Pero el déficit llegó a un límite imposible de sostener. Tenemos un sector privado cada vez más pequeño que se contrapone con el universo creciente de personas que necesitan de la ayuda pública para subsistir. Hablo de los jubilados, desempleados, indigentes y siguen las firmas. Ni hablar de los empleados públicos —admitió el político.

Estaban los dos solos en el salón de acuerdos y, por lo tanto, no había testigos ni posibilidad alguna de que ingresara alguien a esa primera hora de la tarde.

—Desde ya te adelanto que ningún tribunal de la provincia verá con buenos ojos los despidos masivos de los empleados. Tal vez pueda avalarse, y no lo puedo asegurar porque debería hablarlo con mis colegas, una suspensión concertada de los contratos de trabajo por un plazo razonable.

—Bueno, en tal caso y suponiendo que el plazo pudiera extenderse, podría implementarse un razonable retiro voluntario de los trabajadores. El gobernador tendría que hablarlo con el ministro de Economía de la Nación para obtener recursos de la coparticipación federal. A lo mejor esa sea una solución parcial. Luego, sí, al resto habría que despedirlo —dijo lacónicamente Beiderman.

—Tengo mis dudas de que la idea prospere sin el aval del sindicato. Desde ya ustedes deben tener en claro que, de ocurrir los despidos, la empresa deberá indemnizar a los trabajadores.

—Ese no sería un problema, dado el cuadro de situación imperante y la posible afectación presupuestaria. El problema más grave que tenemos es que el gremio amenaza con pedir la nulidad de los eventuales despidos por medio de una acción de amparo con fundamento en el acta que se firmó en marzo. Hasta nos están apretando con la toma del horno. Por eso recurrimos a vos, Ricardo.

Gómez Salduendo lo escuchaba en una suerte de silencio reflexivo, a la par que enderezaba la espalda y cernía los dedos sobre la mesa de reuniones. No quiso interrumpirlo, a la espera de la siguiente afirmación, cual juego de ajedrez entre dos expertos en lecturas de los silencios y del lenguaje gestual.

—Lo que decidan los jueces sobre la validez de los despidos será crucial para el avance de las negociaciones con los grupos económicos privados interesados en comprar la acería —concluyó el asesor del gobernador.

—Lo consultaré con mis pares a la brevedad posible y lo volvemos a hablar, pero no puedo garantizarte nada —respondió escuetamente el juez.

—Ricardo, te lo agradezco. No hace falta que te diga los esfuerzos que está dispuesto a realizar el gobierno provincial, aun el nacional, si ustedes nos dan una mano. Me consta que hasta el presidente de la Nación está preocupado por este tema.

El magistrado se encogió de hombros, convencido de que tampoco era bueno colocarse en una posición tan a la defensiva frente a la figura misma del gobernador, encarnada por su principal referente y confidente, quien, satisfecho con la respuesta, cambió de tema.

—Estás al tanto de que el mes pasado hubo un encuentro en Buenos Aires entre representantes políticos y representantes de los jueces laborales de todo el país.

—Estoy al tanto, por supuesto —contestó Gómez Salduendo, quien había mandado a la reunión a uno de sus hombres de máxima confianza. El presidente del consejo observaba a su interlocutor sin pronunciar palabra.

—Es vox populi que todos están muy preocupados por la ola de despidos que se avecinan en varios sectores industriales del país. Por eso ya se está preparando para el año que viene el proyecto de ley que va a incrementar el costo laboral de los despidos sin causa. La idea es implementar nuevamente la indemnización doble.

—Me parece que el gobierno va a terminar apagando el fuego con nafta.

—Pero los gremios, de parabienes. Por supuesto que el sector privado está presionando fuertemente en contra de esta idea —dijo el asesor.

—Y por eso el jefe máximo del país sugiere que los diversos tribunales evalúen las causas laborales en trámite con ojo clínico pro-empleado —completó el juez, quien conocía hasta los más mínimos detalles de lo hablado en la reunión.

—Mirá, Ricardo, la línea argumental trazada desde lo más alto del poder tiene dos aristas bien diferenciadas. Por un lado, poner fin a los despidos con bajo costo que se cocinan en sede administrativa y, por otro, anticipar la enorme contingencia que representará para los empresarios llevar adelante un proceso judicial por despido, dado el alto porcentaje de sentencias favorables a los trabajadores que habrán de dictarse en el futuro.

—Otra de las razones por las cuales el asunto de la acería debe resolverse prontamente, ¿no es cierto?

—Correcto —finalizó el operador gubernamental, alineado fervorosamente con el presidente de la Nación y con el partido gobernante.

—O una de las tantas falacias de las correlaciones a las que nos tiene acostumbrada la política —contrarrestó el presidente del consejo—. Héctor, no escapa a la agudeza de nadie que si bien la gente usa pilotos y paraguas cuando llueve, eso no significa que si se prohibiera su uso dejará de llover necesariamente.

Beiderman sonrió, reconociendo la capacidad de análisis y la sagacidad de su interlocutor. La subordinación de ciertos segmentos del poder judicial al poder político, algo tan común en el fuero federal en el cual se encuentran directamente involucrados los intereses del Estado nacional y se evalúa la responsabilidad de los funcionarios públicos, era tan evidente como replicable en cada una de las jurisdicciones provinciales. Los dos sabían que la idea de que la política era una actividad noble ejercida por iluminados patriotas insospechados de cualquier motivación que no fuera el interés superior de la nación era, lisa y llanamente, una quimera. La pronunciada decadencia del país desde las primeras décadas del siglo anterior destacaba el carácter ilusorio de las arengas y de los discursos de la clase dirigente basados en la negación de la realidad y en la idea del mito, escondida a menudo en acuerdos espurios y corporativos.

—Ricardo, el gobernador tiene muchas esperanzas depositadas en vos. Y vos, mejor que nadie, sabés lo que eso significa.

El lado ausente

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