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El lunes siguiente, Marcos preparaba la apelación del economista boxeador, cuando el sonido del teléfono celular interrumpió la lectura concentrada del expediente. Hasta el momento, la tarde se había presentado apacible y tranquila. No reconoció el número.

—¿Quién habla? —inquirió.

—Marcos, soy yo, Carlos. ¿Cómo va todo?

Carlos Veracruz era el director de Asuntos Legales de la comercializadora eléctrica desde hacía quince años. Máster en Derecho de la Universidad de Dallas de Estados Unidos, había ingresado a trabajar en el área de legales de la compañía unos meses después de haberse recibido de abogado. Si la inteligencia es una virtud muy preciada e insustituible en la profesión de abogado, más insustituible lo es el carácter y el temperamento. Pese a ser un excelente negociador seguro de sí mismo, podía resultar duro y confrontativo si las circunstancias lo requerían. Ambos tenían una excelente relación personal y profesional desde los tiempos en que el estudio jurídico externo Demaría y Asociados se encargaba de todos los asuntos laborales de la empresa que tramitaban en la ciudad de Buenos Aires y en el conurbano bonaerense.

Veracruz no sólo no le soltó la mano a Demaría cuando este desbarrancó, sino que fue uno de los que más influyeron en el Consejo Nacional de los Colegios Públicos de Abogados para que no le suspendieran la matrícula profesional por tiempo indeterminado. Gracias a ello, Marcos pudo seguir trabajando, previa internación de un mes en una clínica especializada para recuperación de adictos alcohólicos que le dio el alta sujeta a controles periódicos. Además, Veracruz había sido el principal impulsor de su contratación como abogado en el juicio iniciado por los empleados despedidos en Bariloche. La tesis de Vera —como se lo conocía vulgarmente en CESA— terminó imponiéndose al resto de los directores, con el aval del presidente de la compañía, en parte como un modo de retribución por la excelente actuación desempeñada por Demaría en el pasado en defensa de los intereses del grupo eléctrico. Pero, fundamentalmente, por su capacidad como abogado.

Marcos le había remitido un informe por correo electrónico días atrás con el detalle de lo ocurrido en la reunión con el juez Díaz Garmendia, que Veracruz envío al directorio de inmediato. El juicio de los empleados era un tema por demás sensible y por tal motivo el jefe de legales lo llamaba para citarlo a una reunión el miércoles en Buenos Aires con el presidente y con la directora de Recursos Humanos. Arreglaron para encontrarse en la sede de la compañía a las diez de la mañana. Dos horas después, Marcos decidió poner fin a la jornada laboral y partió hacia su casa, previo paso por el supermercado, donde compró artículos de limpieza, alimentos y agua mineral. Todavía era de día y el cielo, impoluto, invitaba.

Una vez en la cabaña, se cambió de ropa y se tiró en el sillón del living dejando que el cansancio lo dominara por completo. De a poco se fue quedando dormido, mientras la canción “Lago en el cielo”, de Gustavo Cerati, conformaba la banda de sonido ideal para la dicha del momento, revelando toda una patología en Marcos. Líricamente, esa canción reflejaba una parte de la liberación cultural y musical de los años ochenta, cuyo clima formaba parte definitivamente de su propio ADN. Con espíritu inquisitivo a menudo se preguntaba si esa música que tanto lo cautivaba, que le iluminaba el camino cuando la negrura empezaba, se correspondía con los estados de melancolía que cada tanto lo invadían. O bien, por el contrario, si la música lo terminaba induciendo a esas sensaciones y tribulaciones de decaimiento. Estaba seguro de que en esos acordes intimistas anidaban el entendimiento y la facultad de dimensionar el placer de estar despierto. Al final de cuentas, la crisis alguna vez tendría que terminar y en cambio su personalidad perduraría por el resto de sus días. Pobre de aquellos que creyeran en las crisis permanentes y en las canciones temporarias.

Antes de quedarse definitivamente dormido, Marcos releía un clásico de la literatura del siglo dieciséis. El libro, que describía magistralmente las intimidades de los espurios manejos de la nobleza francesa anterior a la Revolución, marcó el final de una etapa del amor, concebido como una refinada metodología de seducción originada en la habilidad retórica de los hipócritas aristócratas, desprovista de todo sentimiento. Si bien Demaría creía que el género humano vivía la constante experiencia y exigencia del amor, muchas veces dudaba acerca de su verdadera naturaleza. En particular ponía en tela de juicio aquel amor que fuera de entrega, unitivo, pese a que alguna vez así lo había sentido. El abanico de posibilidades que arrojaba el retrato de las diferentes formas de vinculación entre los sexos lleva implícita la respuesta de cómo varió, con el tiempo y con la experiencia, el concepto mismo, a pesar de que probablemente siguiera siendo el desasosiego más grande que se podía encontrar. Una idea que en la superficie sonaba banal pero que en el fondo era tan real como verdadera y muy cara para todos, aún para el más hijo de puta. Sin desmedro de la presencia del estado de beligerancia constante en las parejas modernas, muchas veces insalvable, pero al mismo tiempo concomitante y ciertamente originada en lo deforme del sentimiento.

Como un autómata, empezó a recordar la base del cuello, aquel lugar donde podía sentir el latido del cuerpo y el consecuente inicio de la excitación. Se acordó de la forma en que ella cerraba sus ojos, del gesto de dolor cuando alcanzaba el clímax y de los minutos posteriores en los que quedaba exhausta, prisionera de su propia inmovilidad emocional y física.

Dos años. Ese fue el tiempo que compartieron mientras asistían a la Universidad de Buenos Aires, período durante el cual, durante muchos meses, poco y nada sabían uno del otro. Olivia Olhazabal era una lindísima salteña nacida en un pueblo del sur de la provincia, casi en el límite con Tucumán. Próxima a cumplir veintisiete años por entonces y portadora de un pelo largo rubio, sus ojos color miel seducían sin hablar revelando un dejo de honda añoranza. Tenía un cuerpo simétrico y un símil de aristocrática belleza, pese a que su marca de nacimiento no ocultaba el destino de su linaje mestizo.

Todo empezó una mañana de primavera en el bar de la planta baja de la Facultad de Derecho que da a la avenida Figueroa Alcorta, después de que los dos asistieran a una clase soporífera de Historia del Derecho. Recibidos de abogados, ambos cursaban la materia que sumaba puntos para la especialización en Derecho Privado. No era justamente el lugar preferido de Marcos, pero sí el lugar usual e inevitable para el encuentro con los compañeros de curso.

El viejo bar, oscuro y sin ventilación, estaba casi vacío a esa hora de la media mañana. Olivia lo había esperado al finalizar la clase para invitarlo a tomar un café en agradecimiento por los apuntes que él le había enviado para el parcial de la semana anterior, aunque Marcos sospechaba que su verdadera intención era sondearlo para algo distinto. Alejados de las escasas personas que se encontraban en el interior y a salvo premeditadamente de las miradas indiscretas, permanecían sentados en una mesa del fondo. Ella vestía una remera escotada y un jean ajustado que era el punto de referencia de muchos alumnos y de algunos profesores.

Marcos, aprovechó una pausa en el diálogo para cambiar abruptamente el tema de conversación.

—Siempre fui de la idea de que Diego es un buen tipo, pero lo veo demasiado tranquilo —dijo en voz baja, con cautela. Se refería al compañero que salía con ella y de quien Olivia se había quejado al principio de la charla porque no les daba mucha importancia a ciertas cuestiones, al parecer trascendentales para la pareja. Herida en su amor propio, ella se mordió el labio inferior por un momento y le contestó con una inconfundible tonada provinciana.

—Bueno, a lo mejor sea un poco así, pero es un excelente tipo, además de ser muy buen mozo.

—No me parece… sobre su aspecto físico, digo. No es mi tipo —contestó Marcos demasiado rápido.

—¿Y cuál es tu tipo, si se puede saber? —preguntó Olivia divertida.

—Vos.

—No te creo —sus ojos brillaron ligeramente incómoda y halagada por el comentario. El eco de lo dicho por Marcos permaneció en su cabeza por varios segundos.

—Las palabras son lo único que no mienten, es lo que al final nos queda y permanece —agregó él con aires de intelectual universitario.

—A lo mejor ese es el motivo por el cual la verdadera distancia entre un hombre y una mujer sea la conversación —le dijo Olivia siguiéndole el tren.

—Y eso cómo aplica en este caso.

—¿Cómo aplica? Contándome algo de tu vida, por ejemplo —Marcos le interesaba, siempre lo había atraído, no sólo físicamente, sino por esa personalidad informal y despojada, de algún modo intrigante.

—Nada que pueda ser demasiado interesante teniendo en cuenta la hora y el lugar. Tengo un hermano arquitecto tres años mayor que trabaja en una empresa constructora uruguaya y que pasa la mitad del tiempo de viaje. Te diría que es lo más opuesto a mí que se pudiera encontrar y por eso siempre tuvimos una relación no conflictiva, consolidada en parte por la distancia y por la falta de contacto entre nosotros. Mis padres murieron con pocos meses de diferencia uno del otro, cuando yo tenía trece años, y por eso fuimos criados por una tía que actualmente está internada en un geriátrico con un Alzheimer galopante. La hermana de mi vieja, viuda de joven, hizo las veces de padre y madre. Colegios privados de bajo perfil y poco costosos, jugador de fútbol y de rugby y sobre todo, mucho tiempo al pedo con los amigos. Como verás, un tipo políticamente correcto, a excepción de alguna que otra borrachera, de algunas yerbas y de algún que otro apareamiento digno de recordar.

—Debe haber algo más —acotó ella.

—¿Por qué lo decís? —respondió extrañado.

—Porque se nota en tu mirada, en tus gestos, como si guardaras algo de lo que nunca hablás con nadie o de lo que no querés acordarte.

Sorprendido, Marcos la miró sostenidamente a los ojos. La atracción física que siempre había sentido se acrecentaba ahora en el bar por la faceta de interés por su vida que Olivia no se encargaba de ocultar. Permaneció callado hasta que ella volvió a la carga.

—Si por un segundo estás pensando que te voy a devolver cualquier favor sexual porque me abrís tu corazón, olvidate. Somos vos y yo y me interesa tu historia como para empezar a conocerte y punto.

Marcos pensó en nada, bajó la vista y, acto seguido, comenzó a hablar como jamás lo había hecho con alguien a quien conocía superficialmente.

Despertó avanzada la noche con el libro abierto sobre el pecho, tendido en el sillón de su casa en San Martín de los Andes. Eran las once y media, pero varios años después. Un poco tarde para comer y bastante cansado para seguir despierto, hizo esfuerzos para volver a dormirse. Tal vez hubiera una segunda parte del sueño, si bien era consciente de que nunca las segundas partes fueron mejores.

El lado ausente

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