Читать книгу El lado ausente - Pedro Martín Bardi - Страница 8
2
ОглавлениеEl despacho del presidente del Tribunal del Trabajo Número I de la Ciudad de San Carlos de Bariloche, Arturo Díaz Garmendia, era vasto y muy cómodo. La gruesa y algo raída alfombra, los muebles de roble lustrados, los sillones grandes y las cortinas de color verde oscuro le daban un aspecto neutral a la oficina. El presidente del tribunal colegiado integrado por tres jueces era famoso no tanto por su fina ironía y por sus dotes de retórica, que ciertamente tenía, sino por su carácter sumamente irascible y por sus arranques de furia que infundían pánico entre los empleados.
De contextura grande, morocho y de ojos negros, era objeto de numerosas historias, algunas no del todo verídicas, que lo pintaban de cuerpo entero. Como aquella que daba cuenta de que una vez, en medio de una audiencia de testigos, le ordenó a uno de los abogados que le cubriera la cabeza a su cliente con su saco porque le molestaba la mirada despectiva que este lucía. Dotado de una gran capacidad para sostener un desprecio altanero, podía ser muy despectivo con todo aquel que no le inspirara el más mínimo respeto o, al menos, algo de resquemor. Su sola presencia inspiraba una maldad y un sarcasmo insolente que usualmente utilizaba para imponer su autoridad, que por ahora, esa mañana, parecía dejar de lado. Era de esas personas que estaban convencidas de que hasta los defectos propios eran fantásticos y, por ello, jamás habría podido escribir un diario íntimo sobre su vida.
—Pase, doctor —dijo seriamente el juez dirigiéndose a Demaría—. Tome asiento. El abogado de los demandantes debe de estar por llegar. —Díaz Garmendia lucía un traje a rayas grises sobre el gris más oscuro, que concordaba con su prolija barba entrecana y con la camisa blanca inmaculada. Sentado tras el escritorio, parecía un senador romano, con su sonrisa nada benévola por debajo de la nariz aguileña.
Por medio de un acuerdo regional suscripto entre las provincias del sur del país, con la aprobación del gobierno nacional, en el año 2000 se le había otorgado a la empresa Comercializadora de Electricidad del Sur Argentino Sociedad Anónima —CESA S.A.—la licencia para prestar el servicio público de electricidad en la región patagónica. Además, CESA tenía la concesión de dicho servicio en el sesenta por ciento de la ciudad de Buenos Aires y un porcentaje un poco menor en las provincias de Santa Fe, Córdoba y Tucumán.
Si bien la licitación había sido ganada por tres grupos empresarios diferentes que se dividían el territorio, CESA participaba en casi un cuarenta y cinco por ciento del total de ventas del mercado eléctrico de la región, prestando servicios a más un millón de usuarios residenciales, comerciales e industriales. Como era habitual que estos adulteraran los medidores de electricidad o que realizaran conexiones clandestinas para obtener el suministro eléctrico a bajo costo o directamente sin costo alguno, la comercializadora eléctrica había contratado una empresa especializada para inspeccionar y denunciar ilícitos en los medidores de los clientes.
El área de Control de Facturación de la Región Cordillerana de CESA tenía su sede en la ciudad de Bariloche y era la encargada de interactuar con la empresa MGT, contratada para inspeccionar los medidores. El gerente del área, Juan Carlos Abreu, contaba con dos jefes de divisiones, Rodolfo Link y Héctor Rampodi, personas de su máxima confianza. Los tres habían sido en el pasado empleados de la empresa estatal provincial de electricidad y, luego de la privatización del servicio, traspasados a CESA, por lo que registraban una antigüedad promedio de treinta años en la actividad.
Luego de una exhaustiva investigación llevada a cabo por la Unidad de Auditoría Interna de CESA en conjunto con el Ente Provincial Regulador del Servicio de Electricidad, varios funcionarios del organismo de control habían sido sumariados por hacer la vista gorda y cajonear las denuncias de algunos de los ilícitos que detectaba la contratista. La investigación puso al descubierto que MGT era una empresa fantasma que denunciaba medidores adulterados que en rigor no lo estaban y que informaba inspecciones que en la práctica no realizaba, las cuales eran aprobadas por los tres empleados de CESA con el objetivo de habilitar los pagos a la contratista. Los montos involucrados en los pagos hechos por la comercializadora eléctrica involucraban decenas de millones de pesos y, dada la defraudación verificada, los empleados de CESA fueron a parar directo a la calle. Para peor, el jefe del sector, Abreu, era a la vez socio de otra empresa diferente que le prestaba servicios inexistentes a MGT, dejando a las claras la ingeniería legal utilizada para el retorno del dinero que luego repartían.
Claro que ese no era el criterio de los empleados, quienes, representados por Mario Ugarte, habían entablado una demanda judicial por despido injustificado y por daños y perjuicios en contra de CESA. Los pobres angelitos pedían la friolera suma de quince millones de pesos, sumando los tres reclamos.
Ugarte era un robusto abogado de cincuenta y ocho años de edad, calvo y de grueso abdomen, que hacía gala de una fuerte voz, áspera y amenazante. De larga experiencia en el fuero laboral, sin grandes luces, pero metódico y prolijo en su trabajo, era el tipo de abogado que todo trabajador quiere tener de su lado, sobre todo si está dispuesto a cobrar a resultado un poco menos del veinte por ciento de lo que obtengan sus clientes en el litigio. Ese martes por la mañana estaban reunidos informalmente en el despacho del presidente del tribunal, el abogado de los demandantes y Marcos Demaría, abogado de la compañía eléctrica.
—Señores, los he convocado a esta reunión con el fin de que evalúen la posibilidad de arribar a un acuerdo económico en la próxima audiencia de conciliación que se irá a celebrar antes de la apertura a prueba del expediente. Ustedes saben perfectamente bien cuál es la posición del tribunal y el sumo agrado con que se reciben las propuestas conciliatorias, siempre y cuando, claro está, impliquen una justa composición de los intereses en disputa —abrió juego con altivez el juez Díaz Garmendia.
El juicio tenía aristas sensibles, ya que uno de los despedidos, Abreu, conservaba fuertes lazos con el sindicato eléctrico, de cuya mesa directiva provincial se abrió dos años atrás por prescripción médica. A la vez, la empresa demandada era una concesionaria de servicio público de capitales franceses que actuaba en varios países de Latinoamérica con elevados niveles de producción y rentabilidad.
—Su señoría —dijo rápidamente Ugarte—, la función que mis clientes cumplían en CESA era meramente operativa, dependiente de la Dirección Comercial. Basta con ver el organigrama de la empresa. Por lo tanto, las tareas de los señores Abreu, Link y Rampodi eran de rutina, mecanizadas, meramente administrativas, sin que ninguno de ellos tuviera la facultad de aprobar o de certificar los servicios que prestaba la empresa contratista MGT. En suma, jamás pudieron cometer las faltas que injustificadamente se les atribuyeron.
Ugarte ensayaba el eterno alegato de oreja, como si el juez no supiera que más de la mitad de las cosas que decía no eran ciertas. Una vez finalizada la explicación del abogado, Demaría contraatacó a sabiendas de que contaba frente al juez con un porcentaje de credibilidad más o menos similar. Durante dos minutos explicó la situación con precisión y sin adjetivar innecesariamente.
—… en suma, teniendo en cuenta que las pruebas recolectadas acreditarán los hechos que constituyeron las graves faltas imputadas a los empleados y que estos no dieron explicaciones satisfactorias oportunamente, mi cliente entiende más que justo el despido dispuesto, máxime tratándose…
—Doctor Demaría, por favor, ya es suficiente —lo interrumpió secamente el juez—. Conozco el expediente de memoria, sólo le pido que analice con su cliente la contingencia de que el tribunal dicte una sentencia adversa para CESA y gestione la posibilidad de evaluar una propuesta económica a ver si podemos llevar todo este entuerto a buen puerto en la próxima audiencia.
En otros términos, el presidente del tribunal le estaba pidiendo a Demaría que le dijera a CESA que los tres empleados que la habían estafado y defraudado durante años en connivencia con la contratista, debían ser resarcidos para evitar el riesgo de una eventual sentencia condenatoria.
Pavada de encargo.
—Por su parte, doctor Ugarte —continuó el juez dirigiéndose al abogado de los despedidos—, le pido que hable con sus clientes y les informe que este tribunal, en los casos en que rechaza las demandas, aún en forma parcial, condena en costas a los perdedores.
Ahora Díaz Garmendia invertía la presión.
En líneas generales, quien promueve una demanda judicial debe pagar la tasa de justicia, contribuir con el sostenimiento de la colegiación del profesional que lo representa y anticipar gastos y honorarios. Estos gastos se llaman costas y, en última instancia, los debe afrontar quien pierde el juicio. Podía ocurrir que los tres empleados tuvieran que hacerse cargo de los honorarios de los peritos que intervendrían en el juicio y de los honorarios de Demaría, si les rechazaban total o parcialmente la demanda. Al constituir un porcentaje calculado sobre los montos involucrados, no iban a resultar ni remotamente bajos.
El juez hizo un breve silencio, para luego proseguir hablando con el mismo tono firme y seguro.
—Con la convicción de que ambas partes harán todos los esfuerzos a su alcance para cumplir con lo peticionado por el tribunal, fijaremos, si están de acuerdo, la audiencia de conciliación para el día 12 de noviembre. De no arribarse a ningún acuerdo en ella, el tribunal procederá a la apertura a prueba del expediente —concluyó antes de que los tres se saludaran cortésmente una vez finalizada la reunión.