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1 Octubre de 2010

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A principios del mes todavía no se había muerto ni se había matado y, por carácter transitivo, el simple hecho de permanecer vivo de algún extraño modo lo hacía feliz. Sentía cada vez más a menudo la necesidad de pensar así, de pensarse a sí mismo de forma concreta, como le ocurría en la soledad de aquel despacho que exhibía algo de desorden vinculado con el trabajo antes que con el ocio o el desdén. Sobre el piso todavía quedaban algunas cajas sin desembalar y unos pocos objetos que aún no habían encontrado su lugar. Apagó la notebook, ordenó los escritos que habría de presentar en tribunales esa semana y fue en busca de la puerta de salida listo para asistir al ritual de cada lunes.

Nómade por destino más que por decisión propia, llegó a San Martín de los Andes un año atrás una vez terminada la temporada de esquí, época en que la ciudad —más pueblo que ciudad— retomaba su ritmo parsimonioso y su calma habitual hasta el inicio de la temporada de verano. Recién una vez instalado en un lugar diferente y desacostumbrado para él, pudo filtrar los avatares de su pasado inmediato, transformando de contingentes a continuos los refugios en los que buscaba protegerse.

No hubo una única razón que determinó su llegada desde la lejana Buenos Aires. La secuela de un divorcio basado en la irreductible convicción sobre la finitud de la relación fue uno de los disparadores de la ida hacia el sur, luego de diez años de matrimonio con Olivia. Ella había sido su único amor onírico, y la necesidad de alejarse del espacio en el que ella perduraba motivó la decisión de buscar un lugar que le permitiera huir de los fantasmas guardados celosamente en el departamento que aún conservaba en la calle Junín, del barrio de la Recoleta. Muchas veces intentó encontrar una explicación certera al fracaso de su matrimonio y otras tantas ni siquiera pudo intentarlo. A medida que lo hacía, se hundía en la pesadumbre.

San Martín de los Andes, enclavada en plena cordillera a la vera del lago Lácar, en la provincia del Neuquén, signada por un entorno de lagos y bosques naturales, tiene una belleza asombrosa, casi irreal, contenedora de espíritus desangelados a los que arropa en su interior. Y a veces, vomita.

Al mes de radicado, alquiló una pequeña oficina de dos ambientes en el segundo piso de un edificio ubicado en la céntrica calle San Martín, principal vía de circulación hacia el lago. No le fue fácil la inserción en la actividad profesional de la región; pero pudo hacerlo gracias a una vieja amiga de la infancia que lo vinculó con diferentes operadores periféricos del negocio turístico para que comenzara una nueva etapa como abogado independiente. El asesoramiento en asuntos laborales y en la instrumentación de fideicomisos inmobiliarios, sumado al dictado de clases de Filosofía del Derecho en la sede de la Universidad Nacional del Sur, de la Ciudad de Bariloche, forjó sus primeros pasos profesionales.

Sabía que aún conservaba intacta esa habilidad misteriosa e innata que le permitía ver a través de la complejidad e ir al fondo de los temas. Convencido de que cada problema legal —aun el más complicado— lleva siempre ínsita una solución, ese tipo de simplificación, si bien lo apuntalaba, muchas otras lo trastornaba, ya que no podía aplicarla en su vida personal. Después de haber recorrido tanta inestabilidad emocional, tenía que madurar su historia y aprender que detrás de la adversidad siempre se pauta con la misericordia. Los descalabros del pasado lo hicieron transitar andariveles oscuros, periplos de un ser extremadamente sensible arrojado al fragor de la lucha que terminó encontrando serenidad en esa parte del mundo. En el paisaje de ensueño, en el trabajo cotidiano de abogado y en las reuniones de Alcohólicos Anónimos de los lunes por la noche a las que asistía regularmente.

De mediana estatura, pelo castaño oscuro y ojos marrones que descubrían una mirada profunda y llena de matices, la actividad física que aún mantenía le daba un aspecto saludable. A los cuarenta siete años, Marcos Demaría era alcohólico en recuperación desde las nueve de la mañana del 10 de mayo de 2009. Gracias a la ayuda de algunos viejos amigos que le tendieron una mano grande, pudo conservar la matrícula profesional de abogado con la estricta condición de que no reincidiera en la bebida. Las familias de los alcohólicos generalmente sostienen rígidos rasgos de negación y ocultamiento mutuo, pero decididamente no era su caso. No porque no lo fuera, sino porque prácticamente no tenía familia. Y si nunca llegó a traspasar el punto medio que él mismo se había marcado, entre la cirrosis y la sobriedad, no fue por quedarse corto con el alcohol, sino porque era lo suficientemente inteligente como para saber que nada era más importante que su propia vida.

En otro tiempo, cuando las cartas venían malas, en vez de ahorrar para una cuarenta y cinco, Marcos se emborrachaba y transformaba paulatinamente sus días en un solsticio de invierno en el que la noche duraba las veinticuatro horas. Pese a la cabal consciencia de lo transitado, seguía siendo una etapa de su vida que se resistía al olvido. En lo más íntimo de su ser, sabía que todo el mal que había hecho, lo había hecho contra aquello sobre lo que tenía pleno derecho. Él mismo.

A los golpes aprendió que en toda actividad laboral cognitivamente demandante la excelencia la lograban no necesariamente los más talentosos sino los más perseverantes, y por eso, en sus circunstancias, el tránsito del éxito al fracaso fue una cuestión de metros. Los triunfos judiciales obtenidos muchas veces sobre la base de sofismas y estratagemas, junto a la paulatina disolución de su matrimonio, fueron dando paso a la inversión de las expectativas en una madurez profesional y personal arrojada a la autodestrucción. Ningún ser del planeta es tan exitoso ni feliz como se muestra en público. Existe una especie de lado B, una suerte de outlet existencial que invariablemente todos esconden, pero que a la larga aparece en la superficie. Marcos Demaría, sentado en el amplio escritorio de su despacho en Buenos Aires, el cuerpo apenas inclinado hacia adelante en el sillón imponente, los dedos de las manos entrelazados y los ojos cerrados en actitud pensativa. Horas después, el mismo personaje, en medio de la noche, derrumbado por el alcohol, portando una máscara de oxígeno mientras es llevado de urgencia en una ambulancia al hospital más cercano. ¿Cuál de los dos era él?: los dos; ¿qué eran en definitiva los miembros del centro de rehabilitación?: un grupo de personas débiles y desgraciadas; ¿qué son ellos ahora?: el mismo grupo de personas, menos débiles y menos desgraciadas, rescatándose a través de la búsqueda del sentido al avance de las agujas del reloj.

Existía un hilo conductor que enhebraba las vidas de todos los ellos: noches enteras sin dormir, algunos traumas que regresan simbólicamente y en especial mucho miedo a lo que vendrá. Al fin y al cabo, la adicción termina siendo una vía alternativa cuando los demás senderos no conducen a ningún lado. El éxito profesional engendra patologías, y la envidia y el recelo de muchos colegas hicieron metástasis en Demaría como los tumores. Por eso siempre que se proponía una meta, dejaba todo por logarla. Y fue así. Y así también terminó. Desde el día que comenzó la rehabilitación, optó por descifrar su expresión en la penumbra de las horas vividas, una por una, sin justificaciones estériles. Quien más, si no él, podía relevarlo del mando de sí mismo. El asunto consistía en saber si en verdad se puede cuidar a alguien de sí mismo.

Caminó las diez cuadras que separaban el centro de rehabilitación de su oficina, en medio de una noche fresca, limpia y sin viento. Era ese tipo de noche que predispone de buena manera al caminante. Se sentía bien y mientras avanzaba calle abajo, atrapado por la magnificencia del paisaje de fondo, imaginaba la diferencia con la locura, no exenta de dinero y reconocimiento, de los días en Buenos Aires. Un departamento de doscientos treinta metros en uno de los barrios más elegantes y exclusivos de la ciudad, otro más chico en la calle Junín, dos autos importados, un piso de oficina en la torre de las Galerías Jardín sobre la calle Florida, entre inversiones y depósitos, se fueron dilapidando al amparo de malas decisiones y de una separación cargada de facturas. Algunos fantasmas, ciertamente indefinidos, continuaban acechándolo. Otros, con nombre y apellido, también.

El centro de Alcohólicos Anónimos funcionaba en un amplio salón donado a la Municipalidad sobre la avenida Costanera, frente al muelle desde donde partían las excursiones lacustres a Hua Hum y Quila Quina. Dominada por una arquitectura basada en piedra y madera, con amplios ventanales, el salón conjugaba la afectuosidad y el esplendor del entorno. Sin embargo, aquella noche no había síntoma de calidez alguna en el interior. Cada uno de los integrantes, a su manera, reafirmaba el convencimiento recíproco acerca de la precariedad y la vulnerabilidad de la comunidad que formaban. Lázaro, uno de los más antiguos y queridos del grupo, había hecho punta la semana anterior. A las tres de la mañana del viernes se voló la tapa de los sesos.

El lado ausente

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