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Noviembre astillado

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El automóvil circulaba a sesenta kilómetros por hora por el camino de tierra proyectándose hacia adelante en una recta interminable que moría en el horizonte. El paisaje desértico era desolador, sin movimiento, fuera de todo tiempo y espacio. La vegetación, escasa y dispersa, se desparramaba en extensas superficies sin cubrir ocupadas por rocas, arbustos aislados y plantas espinosas. Los suelos, pobres en materia orgánica, estaban erosionados por la acción del viento inclemente. La temperatura superaba los treinta grados y se avecinaba, debido a la creciente humedad de la atmósfera, una fuerte tormenta durante la noche.

Sin frecuencias de radio al alcance de la antena, sin señal en el teléfono celular, manejaba imbuido de aburrimiento. Por una extraña paradoja del destino, que lo ubicaba en ese tiempo y en ese lugar, se sintió como aquellas personas que están condenadas a una vida de asfixia en el mundo exterior y en el interior, encerrados en sus propios trastornos. Desde el lado más oscuro, él, como ellos, podía concluir en pensamientos descabellados, en razonamientos sin fundamento ni asidero, pero finalmente lúcidos, tanto para la innovación como para el estancamiento más absoluto. Un estado propicio a la creatividad que evocaba con persistencia a la clarividencia y sublimaba los sentidos mientras manejaba.

La sacudida provocada por un pozo lo volvió a la realidad. La idea lo había sumido en un estado de profundo recogimiento que le provocaba un punzante dolor en la base del cráneo. Podía afrontar y enfrentar las cosas que vendrían de ahora en más desde la lejanía de lo emocional, pero en los últimos tiempos, a raíz del vértigo vivido, sabía del precio a pagar. Sintió calor, demasiado calor en el interior del automóvil a pesar del aire acondicionado que funcionaba a tope. Un fino hilo de sudor le corría por la sien al tiempo que las manos estaban extrañamente frías. Demasiado frías.

Tomó una leve curva a la izquierda y desaceleró la marcha. La generalidad tenía un aspecto abrumador, desconcertante, poco condescendiente. Tuvo inmensos deseos de conversar con alguien, de escuchar el timbre de una voz, cualquier voz. Le quedaba medio tanque de nafta para finalizar el tramo del viaje. Durante el trayecto, se cruzó únicamente con una camioneta destartalada y con un camión jaula en las dos horas y media que llevaba conduciendo con el sol de frente. Llegando a la intersección con la ruta provincial, detectó una estación de servicio a mano izquierda, distante unos quinientos metros del cruce con el camino de tierra. Disminuyó la velocidad, dobló despacio y tomó la ruta de ripio en busca de combustible. De paso, aprovecharía para estirar las piernas entumecidas y refrescarse la cara.

Eran las seis y cuarto de la tarde, el cielo seguía iluminado hacia el oeste y negro en el horizonte.

Diez minutos después, luego de cargar nafta hasta llenar por completo el tanque, salió del baño de la estación de servicio. Caminaba con paso cansino cuando a sus espaldas creyó escuchar el disparo de un arma de fuego, que, lo más probable, debió haber imaginado como real. Sin darse vuelta, continuó su marcha hacia el automóvil.

La tormenta lo sorprendió a la hora de haber retomado el viaje por el polvoriento camino de tierra, cuando aún parecía que la recta no hubiera de terminar en algún sitio concreto. El viento nacarado y resquebrajado comenzó a azotar por los cuatro costados. El tornado, esa nube monstruosa de polvos y desechos con carácter de embudo que se extendía por delante, arrasaba con todo lo que se le presentaba enfrente, de manera furiosa e implacable. La visibilidad se redujo prácticamente a nada y el pánico aumentaba a cada segundo. Era imposible seguir manejando, pero tampoco podía detener el coche, que se volvía cada vez más incontrolable. El sonido era ensordecedor. Era un sonido gutural, escalofriante, como nunca había escuchado antes. Presa del terror, redujo la velocidad a menos de veinte kilómetros por hora aferrándose definitivamente al volante, mientras la arena y la tierra arrastrada por el tornado penetraban a través de las endiduras de las puertas y de las ventanillas. Le dolían los músculos del brazo y del cuello por el denodado esfuerzo que hacía para controlar la bola de acero indomable por el vendaval.

En tres segundos apenas, sucedió. El automóvil fue empujado violentamente contra el costado izquierdo del camino y cayó en una zanja de tierra seca de un metro de profundidad. El golpe fue fortísimo y el ruido producido por la chapa incrustada, aterrador. Fue lo último que escuchó antes de desvanecerse y perder la conciencia por completo durante un tiempo inmemorial.

Despertó con los sentidos completamente aletargados, consternado por la percepción del accidente, dolorido hasta el límite. Sin terminar de aceptar lo ocurrido, permaneció casi una hora en el interior del vehículo, hasta que, una vez fenecidas las luces del atardecer y convencido de que se habían ido los riesgos inútiles, decidió abandonarlo. Con el teléfono celular inutilizable, salió al exterior a duras penas por la puerta izquierda. A la vera del camino observó el paisaje que se desplegaba y al cabo, dispuso caminar hacia la luz tenue que titilaba a lo lejos. Calculó que estaría a unos tres o cuatro kilómetros de distancia, desierto adentro, quizás un poco más. No había posibilidad alguna de que pasara alguien durante la noche para socorrerlo ni tampoco estaba dispuesto a esperar a la intemperie con la amenazadora tormenta que se avecinaba por el cielo tenebrosamente plomizo. Contrariamente a toda hipótesis ligada a la insania, no se sentía desgraciado ni atormentado por la situación. Estaba siendo cautivo del fatalismo de los orientales: no creía poder vivir muchos años más, si al fin y al cabo el límite aparecería recién con el final. Y si este no existiera, no habría límite.

El lado ausente

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