Читать книгу El lado ausente - Pedro Martín Bardi - Страница 12

6

Оглавление

La noche siguiente, Marcos acudió a la presentación del libro de cuentos de su amigo Harry. Cuando llegó al salón de convenciones, poco después de las ocho, la totalidad de las butacas se encontraban ocupadas por amigos, conocidos y algunos más curiosos que interesados en la obra del irlandés. El lugar no era muy grande y, a su modo, brillaba como un invernadero, engalanado con una cantidad de plantas, flores y helechos de dudoso gusto. Decorado en tonos pálidos de verde y amarillo, tenía puertas ventanas que daban a una terraza ubicada frente al cerro en el cual finalizaba la calle.

Harry se comprometía a fuego con sus cuentos, en los que se mostraba como un pez en el agua, describiendo historias y situaciones donde trasplantaba sus propios miedos y temores. En ellos se concentraban relatos por momentos descarnados, dotados con pinceladas de una amarga ternura, capaces de introducir al lector, a fuerza de imágenes sugerentes, en una poderosa atmósfera de ensoñación y fantasía. Su autor era una especie de paisajista de la soledad y del desamparo de los seres humanos. Haciendo gala de una frondosa imaginación, su literatura se transformaba en provocadoramente cruda.

De los varios Harry que habitaban en él, había uno que siempre era leal a su historia personal y a su forma de ser, enrevesada y caótica: su pasión por los demás, pese al descrédito que sentía por el género humano. Su percepción acerca de la futilidad de la experiencia humana lo llevaba inevitablemente a tomar partido sentimental por los personajes que creaba en sus ficciones, quienes habitaban la incomodidad en constante equilibrio. Era una vaporosa forma de mantener la convicción de que las personas son algo más que una serie de reacciones químicas.

Harry respondía preguntas en un tono pausado y suave.

—¿Por qué escribo? Probablemente sería más noble y honesto guardar silencio —afirmaba serio—. Creo mucho en la literatura porque ya no creo más en Dios ni en la existencia de una inteligencia superior. Sí creo en lo profundo que se diga por debajo de lo dicho, aunque suene una frase hecha. Por otra parte, crear historias sin la autoimposición de justificar cada suceso de la trama, si bien da mucha amplitud, es una responsabilidad que no estoy en condiciones de asumir, por ahora. Por eso no tengo previsto escribir novelas y sí en cambio me gusta escribir cuentos. Entiéndase bien lo que digo, no me considero un escritor, simplemente soy un contador de historias. La categoría de escritor de cuentos es patrimonio de los grandes autores.

—¿Quiénes, por ejemplo? —escuchó de una voz masculina que llegaba del fondo del salón, sin poder individualizar a quien realizaba la pregunta.

—Bradbury y Guy de Maupassant me encantan. Por otro lado, admiro la prosa nítida de Poe. De los escritores modernos me gusta la forma en que Conrad explora la inestabilidad moral del ser humano. Pero estimo que nadie alcanzó la estatura, el vuelo y la intensidad literaria de Jorge Luis Borges —dijo con notoria admiración en la voz—. Descubrí a Borges leyendo “El jardín de los senderos que se bifurcan” y con él, a la literatura argentina. Si se quiere, es lo que representa Shakespeare para los ingleses, un dogma literario inalcanzable, algo paradójico dado su agnosticismo. Sus cuentos muchas veces presentan personajes aparentemente antagónicos, pero que en definitiva resultan idénticos y eso los hace fascinantes.

—Esos cuentos dan la idea de que lo más opuesto a un ser humano es el propio ser humano —explicó con aires de intelectual una mujer mayor sentada en la segunda fila.

—Soy un convencido de que todos tenemos un clon en las antípodas, pero encontrarlo es muy difícil, porque siempre hace el movimiento contrario —respondió Harry causando las risas del público.

—Sin ánimo de comparación alguna con los escritores mencionados, díganos por favor cuál es su mayor virtud como escritor —inquirió un periodista del diario La Capital de la provincia del Neuquén. Harry no respondió de inmediato. Abrió sus grandes ojos celestes y miró hacia todos lados como si la respuesta flotara en el aire.

—La honestidad con el pensamiento debe ser el principio rector de todo artista comprometido con su tiempo. En mi caso, la necesidad compulsiva de testificar el drama cotidiano hace que no escriba tanto con prolijidad sino con desgarrada sinceridad. Supongo que ello tiñe mi escritura con ciertas dosis de auténtica nobleza, aún en el error narrativo o argumental.

—Suena un tanto pretencioso —replicó el periodista.

—Bueno, lo cierto es que muchas veces escribo tan largo porque no tengo tiempo para hacerlo más corto —argumentó rápidamente Harry, haciendo gala de sus reflejos dialécticos—. Más que pretencioso suena un tanto ególatra, diría yo, como lo son la mayoría de los intelectuales de nuestro tiempo, independientemente del éxito o del reconocimiento que tengan. Nos guste o no, siempre una buena dosis de ego se necesita para salir adelante, sin que ello justifique, claro, la epidemia de narcisismo que se vive en ciertos territorios intelectuales.

—Después de todo, los narcisistas son buenísimos para replicarse a sí mismos.

—… Al margen, también debo decir que las infancias apacibles no son recomendables para quien quiera escribir. El dolor siempre resulta una musa inspiradora —dijo Harry, mientras acudía a su mente la figuración de su propio padre, violento y severo al máximo, y el de una madre que a menudo se esfumaba para que él pudiera gozar de una libertad inconveniente.

Extremos de una escala cromática familiar que prefirió callar por razones obvias.

Harry dio un respiro, como si se hubiera quedado pensando en lo dicho anteriormente. Luego continuó hablando con serenidad.

—Una taxonomía sobre la personalidad de los escritores en general habilitaría clasificarlos en aquellos cuya vida es su obra y aquellos otros en que las novelas o los cuentos son episodios de su vida —concluyó.

—Como el personaje de El gran pez, la excelente película de Tim Burton. Uno en definitiva se hace inmortal por las historias que cuenta —opinó en voz alta otro de los asistentes.

—Coincido plenamente. De alguna manera somos las historias que contamos, más allá de la retórica poética con que se pretenda pincelar la refulgente idea de Burton. Cada uno de los escritores permanecemos en los cuentos que escribimos y por tal motivo, tal vez, se nos garantice el acceso a la inmortalidad.

—Entonces sus cuentos tienen mucho de autorreferencial.

—Las exageraciones y las mentiras siempre vienen bien en la biografía de un escritor. Además me ocurre que cuando escribo me abstraigo tanto que confundo realidad con fantasía, y ello desencadena en mí el peligro de confundir realidad con ficción —respondió Harry—. Para inventar ficciones, muchas veces pago con mis propios fantasmas. No quisiera pensar en la cantidad de lectores que deben apreciar la intimidad de los escritores con una claridad de la que estos carecen.

—Ninguna escritura prescinde de su autor —el diálogo con el oyente no era interrumpido por ninguno de los participantes de la conferencia.

—Totalmente, vivir es la forma de trabajar de un escritor. Mientras se vive, sea de día o de noche, se va dando forma a las ideas. Así, hay veces en que quisiera dormir, pero el cuento sigue rondando en mi cabeza, una y otra vez, diría que en muchos casos hasta la imprudencia. El primer impulso por lo general es el válido, la primera reacción la acertada, y por eso no me considero un perfeccionista.

—Si tuviera que elegir uno de los cuentos de su libro con el que se siente más identificado como escritor o por el que siente más empatía, ¿cuál sería? —le preguntaron.

Harry miró de reojo a Marcos, que lo observaba sin pestañear desde el fondo del salón. Los dos habían discutido sobre el asunto noches atrás por teléfono. A Marcos le gustaban todos los cuentos del libro, algunos más que otros, pero había uno que se rarificaba hasta llegar a un final osado y conectivo que lo petrificaba por completo y lo conectaba con una de sus pesadillas habituales.

—Es difícil elegir uno… “El corte impiadoso”, por ejemplo, que nuclea una vieja concepción mía sobre la cosmología, me gusta mucho. —El cuento trataba de un hombre que había renunciado a leer las ideas creativas del universo. Con habilidad diabólica, describía la paradoja existencial relacionada con la expectativa de universalidad del ser humano, confundiendo lo ficticio con lo verdadero.

Miró detenidamente al público, entre el cual se encontraban varias mujeres, y vio una serie de caras poco familiares, algunas directamente desconocidas. Reparó en una rubia platinada que estaba sentada en la primera fila y que parecía cruzada de piernas especialmente para él. Nada mal, pensó. De fondo se escuchaba el murmullo de un par de personas que conversaban animadamente. De repente, como si fuera víctima de un exorcismo, las palabras brotaron solas, carraspeadas y viscerales.

—Pero de elegir uno, por motivos sobre los que no viene al caso ahondar, elijo el cuento que inspira el nombre del libro, el que justamente escribí durante el mismo mes del año pasado.

El lado ausente

Подняться наверх