Читать книгу El lado ausente - Pedro Martín Bardi - Страница 17
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ОглавлениеNueve cuadras separaban el estudio jurídico de Jaime Burdí del hotel en el que se alojaba Marcos, por lo que decidió volver caminando. La sensación térmica seguía siendo agradable y a su alrededor la gente, presurosa, se ramificaba hacia todos lados en busca del reparador regreso a casa o del esperanzador after office. Tomó por Tucumán y luego de cruzar la avenida Leandro Alem en el bajo, caminó por Florida hasta llegar a Lavalle. Todavía recordaba la época en que siendo muy chico su padre lo llevaba a ver aquellas bizarras películas de cowboys, llenas de indios poco convincentes y disparos por doquier. El transitar esas calles, algo que en su momento solía ser un hábito que habilitaba un vínculo muy estrecho con su padre, ahora se había invertido: era Marcos quien desenvolvía el carretel del tiempo escondido detrás de las fachadas decadentes de los edificios. Como tantas veces, la memoria, desfalleciente, dispara y transporta recuerdos de una época que, para los mayores que él, marcaron una identidad generacional.
Lavalle, en el tramo comprendido entre Florida y la Avenida 9 de Julio, destilaba tensión por donde se la transitara, en especial después de las seis de la tarde. Indigentes, “paqueros”, cafishios y ladrones de poca monta —los otros estaban en el barrio de los tribunales, cruzando la avenida— se mezclaban con el resto de los transeúntes y con los turistas. Era un tramo de la calle intrínsecamente violento y esa violencia, no necesariamente física, se desparramaba entre aquellas personas arrojadas a lo largo del asfalto caliente. Si la realidad cotidiana se performativiza alrededor de cuerpos que no se ajustan a ningún molde establecido, las conductas de los habitantes habituales de Lavalle eran contrarias a las más elementales normas sociales de convivencia. Un par de años después de su partida, la ciudad persistía en su lucha contra la decadencia que ineludiblemente implicaban la desarticulación social y la impunidad callejera. Todos retratos de una población cada vez más fragmentada y polarizada, en la cual la amenaza y la hostilidad se percibían en cada esquina.
Uno de los dos restaurantes del hotel, el que se encontraba en la planta baja, estaba prácticamente vacío. En uno de los costados, alejado de las mesas, un hombre sesentón y canoso tocaba fraseos de jazz dándole al ambiente un clima levemente acogedor. Una pareja de japoneses, sentados uno al lado del otro, parecían ensimismados en los acordes que venían del piano. Ni que fuera Gershwin, pensó Marcos mientras comía en una mesa ubicada algunos metros atrás. Una vez que hubo firmado la cuenta, se dirigió al lobby para realizar el check out del día siguiente. Reservó un taxi al aeropuerto para la primera hora de la mañana y se fue a tomar un café a la barra del snack bar.
Un bartender treintañero vestido con uniforme clásico atendía tras la vistosa y decorativa barra que dividía el salón en dos partes. Con movimientos rápidos, alta concentración y una técnica depurada, medía y batía con aceitado ritmo los ingredientes en su jigger japonés. Las estanterías, ubicadas por detrás de la barra, estaban repletas de botellas de licor, gin, vodka y otras bebidas blancas, configurando un imán muy tentador para quien se sentara del lado de enfrente. Además de las botellas alineadas prolijamente, el vaso mezclador, la coctelera y los dosificadores no sólo eran un motivo de decoración, sino que daban claramente a entender que en el lugar se realizaban tragos de primer nivel. En la pared los espejos acentuaban la visión de amplitud en el área de la barra.
Había más gente que en el restaurante, sin que ello significara gran cosa, pero al menos la sensación de aburrimiento no era tan abrumadora. El murmullo y las risas de las personas se confundían con la música lounge. Sentado en la barra, por un instante, Marcos dudó en salir raudamente de allí ya que la tentación del alcohol era cada vez más fuerte. Pero era consciente de que debía acostumbrarse a ese tipo de situaciones que se presentarían a menudo en el futuro, a no ser que decidiera recluirse en una cabaña en medio de las montañas, como un monje tibetano. Algo que, por ahora, no pensaba hacer. Lo de vivir en una cabaña en medio de las montañas, claro.
En algún momento del ejercicio de la profesión todos los abogados que litigan tienen visiones cercanas a la muerte con las fechas de los vencimientos de los plazos. Las notificaciones, las audiencias, las presentaciones, las apelaciones, en fin, toda la gama de actividades procesales y de documentos que configuran la base del anacrónico sistema judicial escrito tienen plazo perentorio de vencimiento. El problema era si uno los dejaba vencer, ya que los plazos procesales, al ser preclusivos, no admiten segunda oportunidad.
Hace años le había ocurrido con el vencimiento de un plazo para contestar una demanda que le habían iniciado a uno de sus principales clientes, una consultora en hidrocarburos. Los efectos de la contestación de demanda fuera de término fueron devastadores, ya que, operado el vencimiento del plazo, cayó la oportunidad para ofrecer pruebas y, lo que era peor, se tuvieron —en principio— por ciertos los hechos alegados por el demandante. En ese caso, cayó el plazo para responder y, con él, cayó la consultora, si bien el asunto al final terminó conciliado en términos más que razonables dado el cuadro de situación. Por suerte para la empresa, una vez más el hilo se había cortado por las necesidades económicas del trabajador, que lo condicionaron a firmar el acuerdo. La experiencia había sido tan espeluznante que nunca más le volvió a ocurrir, haciendo de la gestión de los expedientes una religión y de la agenda del estudio una especie de controlador cardíaco. Claro que esas apariciones cercanas al infierno que representaban en el pasado los vencimientos, siempre terminaban mitigándose en la parroquia preferida de Marcos, el bar cinco estrellas del Hotel Claridge, a la vuelta de su oficina. No era tiempo de reavivarlas.
Pidió un café cortado mientras miraba atentamente los ágiles movimientos del bartender, preguntándose si el tipo sería casado, si tenía familia y si podía ser feliz con ese tipo de trabajo. De todos modos, a juzgar por su propia historia, Marcos no podía emitir juicio de valor alguno en cuestiones tan caras a la vida de las personas.
—¿Marcos Demaría?
El hombre, sentado en el taburete de la barra a su derecha, tendría unos sesenta y cinco años y estaba vestido con un impecable traje negro a rayas muy finitas hecho a medida. El pelo, canoso y abundante para la edad, lucía un corte prolijo, acorde al resto de su figura. Se notaba a simple vista que la postura que asumía daba cuenta de un porte enérgico y firme. Marcos nunca lo había visto en su vida.
—Sí. ¿Lo conozco? —respondió Marcos.
—No creo. Soy abogado y me llamo Esteban Domínguez. Trabajo en forma independiente, con mi propia estructura. Perdón, esta es mi tarjeta. —La tarjeta que le entregó mencionaba efectivamente ese nombre y ese apellido. Lo único que figuraba por debajo era el título de abogado y un teléfono celular que, por la cantidad de números, no parecía ser de Buenos Aires.
Antes de su desacreditación profesional y personal, Marcos era lo suficiente activo como para relacionarse con muchísimos colegas y jueces, cuyas caras seguramente a lo mejor recordaría. Sin embargo estaba convencido de que no tenía nada que ver con ese tipo, más allá de la intriga natural que siempre suponen esas situaciones imprevistas. Llegó a la cuenta de que en el fondo le importaba tres carajos, ya que no tenía ningún interés en iniciar algún tipo de diálogo con un desconocido. Le preguntó qué quería, presumiendo que tal vez se tratara de alguien que simplemente estaba solo y necesitaba hablar.
—Tengo entendido que usted está interviniendo en el juicio de los empleados de la empresa de electricidad que fueron despedidos por supuestas maniobras fraudulentas —dijo en referencia a la causa iniciada en Bariloche.
—Sí, así es. Soy el abogado de la compañía en el juicio.
—Es una causa judicial que trasciende lo económico, que ya de por sí debe ser importante. Lo felicito, Demaría, evidentemente está volviendo al ruedo.
Marcos bebió lentamente el café. No imaginaba adónde apuntaba el tipo, y si bien con los años su grado de tolerancia había caído estrepitosamente, prefirió manejarse con cautela.
El desconocido continuó hablando.
—Son los asuntos laborales que a uno le otorgan tranquilidad económica, al margen de la publicidad beneficiosa que, por supuesto, conlleva toda sentencia a favor o acuerdo beneficioso al que se arribe en el pleito —completó la idea el tal Domínguez.
Marcos seguía mirando intrigado al bartender detrás de la barra sin emitir palabra alguna. No confiaba en lo más mínimo en esa conversación y por lo tanto prefirió no responderle.
—¿Todo lo demás, bien? —completó el hombre. Era evidente que le estaba preguntando por su adicción al alcohol. ¿Quién mierda era este estúpido?
—Mire… me dijo que se llamaba…
—Esteban Domínguez… —lo interrumpió dándole un trago al whisky importado que bebía con fruición y cuyo aroma comenzaba a poner nervioso a Marcos, más de lo aconsejable.
—Mire, Domínguez, francamente no sé quién es usted, nunca nos cruzamos con anterioridad ni en tribunales ni en ningún otro lado.
—Es cierto, nunca nos cruzamos con anterioridad.
—Bueno, si es así, entonces dígame en qué puedo ayudarlo. Mañana me voy temprano del hotel y en cinco minutos estaré viendo televisión en mi cuarto.
—Claro, regresa a San Martín de los Andes en el vuelo de las siete y media de la mañana. En noviembre se hará la audiencia de conciliación —afirmó. Era notorio que tenía información sobre el expediente.
—No me contestó qué es lo que quiere.
—Digamos que algunos clientes que tengo por allá puede que quieran conocerlo, ya que saben de su capacidad como abogado. De cualquier manera, no se preocupe ni se ponga en guardia, hombre, esta es sólo una corta charla amable entre colegas.
—¿Y a qué se dedican esos clientes, si se puede saber? —preguntó Marcos.
—Son personas importantes. Influyentes.
—Seguramente políticos.
—No en esencia —dijo Domínguez.
—Buena respuesta —sonrió Marcos. Quizás fuera mejor tomarse en broma la conversación en lugar de enojarse—. Si en esencia sus clientes no son políticos pero sí personas influyentes, entonces deben ser de esos especímenes con vocación de héroes libertarios incorruptibles, que abogan por la justicia social desde su vinculación con algunas empresas del sector privado.
Domínguez se rio.
—No jodamos, Demaría, usted sabe mejor que yo que la política se ha vuelto una actividad profesional reservada a un selecto grupo de individuos cuyos intereses personales no necesariamente coinciden con los del resto de los ciudadanos. Incluyo a los jueces y abogados, en esto, por supuesto.
—No estoy tan seguro. Algunos abogados pueden ser todavía más inescrupulosos. De cualquier manera, mire por donde se lo mire, su tesis suena a paternalismo irritante.
—Puede sonar como quiera, pero en el fondo del sistema subyace la íntima convicción, soberbia y paternalista si se quiere, de que los funcionarios saben mejor que nadie lo que la gente necesita.
Demaría no contestó. No tenía sentido ni ganas de seguir hablando con este sujeto. Estaba realmente cansado y lo que más quería en ese momento era una cama para echarse a dormir.
—Ya tendrá oportunidad de conocerlos —dijo el desconocido mientras apuraba el último trago de whisky. El olor del alcohol era decididamente arrebatador, acrecentando las ganas de beber de Marcos. Tenía que pagar e irse ya mismo del snack bar.
No hizo falta.
Con un movimiento ágil, el tipo se bajó del taburete y se fue dándole una palmada en el hombro, dejando no sólo pago el trago y el café cortado, sino un amargo sabor en la boca del abogado de CESA.