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La distancia entre la ciudad de San Carlos de Bariloche y la de San Martín de los Andes es de doscientos sesenta kilómetros. El equivalente a tres horas de viaje en auto en medio de un paisaje enmarcado por la imponente cordillera que se despliega a ambos lados del camino y por los bosques de cipreses que se abren paso entre las añosas rocas. La ruta que comunica ambas ciudades es la ruta nacional 40, a lo largo de la cual se halla el tramo conocido mundialmente por su enorme belleza llamado “De los Siete Lagos”, que une las localidades de Villa La Angostura y San Martín de los Andes. A medida que avanzaba por la ruta, Marcos vio cómo asomaba con toda su imponencia el lago Falkner y su sucesión de playas de arena, así como el pequeño río que lo hermana con el lago Villarino. La magnificencia de un lugar único, mirase por donde fuere.

Marcos llegó a San Martín de los Andes pasadas las dos y media de la tarde para almorzar con su amigo y compañero del centro de Alcohólicos Anónimos, Harry O´Connor, un irlandés alto y extremadamente flaco, de cincuenta y tres años, pelo colorado y saltones ojos azules. Harry vivía en la Argentina desde 1995, luego de que fuera eyectado abruptamente de su país a raíz de su violento pasado vinculado al grupo revolucionario Ejército de la República Irlandesa (IRA) que enraizaba en la lucha del país a favor de la independencia del Reino Unido. No obstante, existían dos causas más por las cuales el irlandés debió irse de su país a los treinta y ocho años. Primero, el consumo consuetudinario de drogas. Segundo, la firme decisión de su esposa de echarlo de su casa porque no lo toleraba más.

Padre de un chico de veintitrés años a quien nunca más vio y con quien mantenía esporádicos contactos, hizo recurrentemente de su ausencia del hogar un acto más que de abandono, de desamor, lo cual lo angustiaba en extremo. Trabajaba como redactor de notas turísticas para el periódico local de San Martín de los Andes y a la vez enseñaba inglés en forma particular, actividad que le generaba un ingreso que le permitía vivir dignamente. Ambos se conocieron en la primera reunión de Alcohólicos Anónimos a la que asistió Marcos y desde esa noche fueron cultivando una amistad que se fue solidificando con el correr de los meses.

Escritor de cuentos, sensible y nervioso a veces, Harry mostraba una imperiosa ansiedad por expresarse sobre la condición humana a través de la escritura. El exilio se había transformado en una perspectiva bastante menos despreciable que lo obligaba a ver la vida de manera más amplia, constituyendo una condición de adversidad que se reflejaba de manera singular en su producción literaria. Al mismo tiempo, enseñar su idioma de origen a los alumnos particulares le permitía conectarse con los demás y le evitaba caer en el temido aislamiento de los escritores. Estaba absolutamente convencido de que el arte, en cualquiera de sus manifestaciones, era una forma de mejorar el mundo, de equilibrarlo de su costado trágico. Justamente le estaba contando a Marcos esa tarde acerca de su lucha de todos los días para poder mirarse a sí mismo con otros ojos.

—Me alegra que de a poco vaya dejando de causarme extrañeza —dijo en un perfecto castellano—. Quizá de ahí provenga a lo mejor mi condición, angustiosa y compleja, lo reconozco, de querer redescubrirme permanentemente.

—Cómo te gustan los personajes oscuros, atribulados como vos. Debe ser por el poder que representan en los otros —indicó el abogado.

—Sí, pero me interesan más que nada por el poder que tienen de confundirte, de tergiversar las cosas haciéndote creer lo que no es —Harry sorbió un trago de agua—. ¿Tenés idea de lo que es el kintsugi?

—No, ni idea.

—Consiste en el arte de llenar las partes rotas de un objeto con una especie de resina que contiene oro en polvo diluido. En vez de disimular las fisuras, se las subraya con esa sustancia que les da luminosidad y que hace que adquieran más valor que el objeto mismo.

—¿Y entonces? —preguntó con intriga Marcos.

—El objeto no sólo no esconde las cicatrices sino que las exhibe orgullosamente.

—Interesante.

—Más que interesante. La ostentación de las cicatrices como metáfora es algo grosso. Claro que el carácter de contornos complicados y ambiguos de los tipos de las grandes ciudades como vos, que suponen que lo mejor que tiene el planeta es que se hagan agujeros en el suelo, salga petróleo y con él la plata para pagar a los abogados, resulta diametralmente opuesto a la forma de ser de personas sensibles como yo —finalizó Harry moviendo la cabeza con aires de resignación.

—Que me acuerde, vos viniste de una ciudad bastante pesada, no de la campiña precisamente. De todos modos te aclaro que el hecho de que sea complicado el carácter de un tipo de las grandes ciudades no significa que no lo tenga definido ni tenga preocupaciones de índole existencialista —Marcos hizo una pausa para beber el café, enarcó una ceja y continuó hablando—. Si yo leo a un escritor guatemalteco, posiblemente encuentre un ritmo cadencioso en su escritura, típico de la cultura de ese país. En cambio, si leo a uno de Buenos Aires, es probable que destile una buena dosis de desencanto, un humor negro irritante, hasta te diría amargo, pero no por eso voy a dudar de su carácter ni de su sensibilidad.

—No hace falta vivir en Buenos Aires para escribir historias desencantadas o teñidas de violencia psicológica o física. Al respecto te cuento que anoche terminé de leer una novela policial buenísima, escrita por un periodista de la provincia de Córdoba que indaga y describe con maestría los intersticios de un país donde todos son corruptos y todos tienen una buena justificación para serlo.

—¿Dónde transcurre la novela, en Dinamarca? —retrucó Marcos.

—Sí, en Dinamarca. Hablo en serio.

—Yo también, es una manera de avalar lo que decís desde el costado opuesto. Claro que, para variar, nunca estás tan de acuerdo con lo que digo, aunque en el fondo lo estés.

—Vos no entendés nada. Mi antagonismo hace que las conversaciones puedan fluir, que tengan sentido y terminen en algún costado interesante a partir de la propia mecánica que propone la discusión. Si estoy de acuerdo con todo lo que dicen los demás, ¿de qué carajo seguimos hablando? Salvo que el otro sea un tipo inteligente, claro —dijo Harry mordazmente.

Marcos sonrió. Con el tiempo había aprendido a conocerlo en profundidad y sabía que jamás lo lastimaría sin motivo que lo justificare.

—Bueno, que seas antagónico no significa que seas necesariamente un boludo.

—Tampoco estoy de acuerdo —contestó el irlandés sonriendo con su propia ocurrencia—. Además te digo que, al margen de ser un boludo importante, no sabés de las bondades de ser pelirrojo, joven y medio degenerado.

O’Connor poseía un notable sentido del humor, agudo y creativo, que usaba como habitual mecanismo de resguardo para las grietas que anidaban bien en su interior. Con él, los silencios jamás generaban incomodidad. Cualquier intento asertivo suyo o de quien conversara en esos momentos con él, la mayoría de las veces, concluía en una larga risa ajena a la mueca cínica berreta posmoderna tan común. Una vez Marcos le había dicho en una reunión que no recordaba la última vez que se había reído tanto con sus ingeniosas salidas y por las anécdotas que contaba, a lo que muy serio Harry le respondió que la procesión iba por dentro, dando a entender que jamás abandonaría el personaje tortuoso y dramático que lo gobernaba. Si bien lo torturado en el fondo no lo bancaba, ya que su inteligencia crítica era fantástica, le gustaba jugar ante los demás ese rol de absoluto acaparador, más bien héroe, del humor y del dolor.

Harry aborrecía las sociedades del bienestar basadas en la igualdad, típicas de los países nórdicos de Europa, en las cuales todo pensamiento fuera del consenso general era considerado reaccionario o extremista. A su manera, dignificaba el linaje cultural irlandés, aún en la anomia y en la despersonalización contemporánea. Percibía una etapa de transición antes de las grandes transformaciones en las sociedades contemporáneas, para lo cual proponía una movilización general en todo el mundo, una gigantesca red multinacional y transversal de protesta que uniera a todos los ciudadanos.

Más allá de la originalidad de ese pensamiento, Harry estaba medio loco.

—Cambiando de tema, ¿cómo anda tu libro? —le preguntó Marcos.

Publicado dos meses atrás, Noviembre astillado era una colección de diez cuentos más o menos cortos, que transcurrían en atmósferas fantásticas e irreales, que narraban sórdidas historias, no exentas de dosis de terror. Misceláneo, huidizo del rótulo estricto de libro de cuentos, era una clara demostración de la exhaustividad en la descripción de los personajes y de las situaciones. A la par, el libro revelaba cierta inmadurez en la pretensión narrativa pese a su dúctil prosa. Los epígrafes que encabezaban cada uno de los cuentos eran señales de alerta para quien se insinuara por esos senderos ambiguos, llenos de sombras sugerentes.

Admirador de la literatura rusa del siglo diecinueve y de su preocupación filosófica —el príncipe Myshkin de El idiota de Dostoyevski era uno de sus personajes de ficción preferidos— Harry concebía la literatura como un arte en el que la mayor intensidad se lograba con la menor cantidad de recursos. Escribir representaba para él un delicado mecanismo de enfrentar un pasado que, si bien no podía cambiar, al menos sí sobrellevar decorosamente. La literatura germina y fluye mejor en la zona de la pérdida, de la frustración y su historia personal siempre tuvo más de fracasos que de triunfos. Pese a la heterogeneidad de los cuentos, el libro fraguaba su unidad a partir de la misma sensación de perplejidad y de incertidumbre, por momentos acuciante, que la dominaba.

—El libro ha tenido buena recepción por parte de la crítica, sobre todo en Buenos Aires. En la editorial calculan que la primera edición se agotará más rápido de lo previsto. Es más, me han citado para conversar sobre un nuevo libro a publicar a fines del año que viene, o a principios de 2012.

—Entonces quiere decir que sos bastante optimista acerca del futuro del pesimismo que te caracteriza.

Harry bufó.

—Publicar no me desvela en absoluto, aunque uno se convenza de que las cosas que escribe son infinitamente mejor que muchas de las pavadas que lee. La pura verdad es que a mí lo que me gusta es escribir. Se supone que el sufrimiento es la materia prima de cualquier tipo de arte, y en mi caso es un buen mecanismo para darles forma a los desastres en cadena que voy imaginando.

—O una forma de revancha, de contar tu vida desde tu versión, una especie de biografía propia encubierta.

—Querido amigo, la literatura es algo intuitivamente ligado a la moralidad de cada uno de nosotros. Esa es la razón por la que hay pocos abogados escritores de novelas. Y esos pocos son decididamente malos —indicó perentorio el irlandés.

—O la razón por la cual algunos inventan su propia ficción, convencidos de que la novela que relatan ocurrió realmente —acotó el abogado.

—Quizás fue esa una de las razones por las que recurrí al uso de fantasmagorías en los cuentos, que por supuesto nacen de mi propio contenido emocional. Pero, la verdad, no me había puesto a pensar tanto sobre las pavadas que escribo. Cuando leas detenidamente mi libro, vas a ver que mi prosa ancla en una ficción imaginaria de la cual extrae su luminosidad más profunda —dijo Harry meneando la cabeza.

—Entonces para leerte seguro que voy a necesitar un faro.

Harry hizo caso omiso del comentario.

—Se necesita una sobredosis de amor y de sensibilidad para escribir un libro como este, como el que se le profesa a una mujer deslumbrante y dañina a la vez. No creo que lo entiendas, da igual. En el futuro imagino escribir sobre los sueños y fundamentos de la ciencia ficción clásica basada en la cultura del movimiento maker, relatos sobre androides y personajes épicos ciberpunks, esas cosas.

—Interesante.

—Otra vez con la misma pelotudez de interesante. By the way, recordá que el viernes que viene a las ocho de la noche hago la presentación formal del libro en el centro de convenciones y que seguramente necesite que esté presente uno de los dos abogados con experiencia de la ciudad. Como el lúcido está muerto, tendrás que venir irremediablemente —concluyó Harry.

La charla continuó de manera intrascendente por espacio de media hora más, al cabo del cual cada uno partió a sus respectivos destinos. Harry hacia al diario local y Marcos a su estudio jurídico.

El lado ausente

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