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Todo cambió en la última década, incluido el sentir de la gente. La ciudad de Buenos Aires, interminable como siempre y aún más, comulgaba algo distinto desde que Marcos la había dejado para instalarse en el sur. No era la dispersión del espíritu europeo que parecía perdurar en muchos de sus edificios afrancesados ni su laberíntica arquitectura dispar. Era el contraste lacerante entre la pobreza intrínseca creciente y la añoranza de haber sido alguna vez. Cosmopolita y sanguinaria, fascinante y sórdida como muchas de sus pares, en sus entrañas reina la soledad tanto como la garantía de los encuentros ocasionales, fogoneados por esa cosa entre cálida y trastornada que alberga en muchos de sus habitantes, inevitablemente condicionada a la morfología urbana.

Marcos arribó al aeropuerto ubicado en la costanera norte de la ciudad a las nueve de la mañana del miércoles, luego de un vuelo de una hora y media sin mayores sobresaltos. Durante el mismo, repasó los informes vinculados con el juicio a la comercializadora eléctrica de cara a la reunión que habría de celebrarse esa mañana. Al bajar del avión, notó con sorpresa que el clima era agradable, apenas fresco y no muy húmedo para la época. El cielo azul se entremezclaba con el marrón claro del agua del río, otorgando un decorado acogedor.

El edificio de la sede central de CESA, ubicado en el novel y lujoso barrio de Puerto Madero, integraba el universo capitalista originado a principios de los años noventa mediante el reciclado de viejas tierras y pantanos abandonados. El barrio, en su afán de adoptar un estilo moderno sin descuidar los componentes históricos, había crecido mucho de manera asimétrica. Desde su visión crítica, Marcos siempre cuestionó los resultados de densificación y ruptura del lugar que contrastaban con la armonía de la Buenos Aires en las que había nacido y crecido. Un área decidida y angustiosamente indiferenciada, ajena a su espíritu, producto frío e impersonal de la ingeniería y del diseño tecnológico; una lujuria en la misma ciudad donde los jóvenes alquilaban departamentos de dos ambientes, compuesta por majestuosas torres de precio imposible para el común denominador.

La comercializadora eléctrica ocupaba los últimos diez pisos de la torre Puerto Madero I. En el piso veintitrés estaban las oficinas de los directores, la del presidente y la sala de reuniones del directorio, todas con espectaculares vistas al río. Ambientada con un estilo minimalista marcado por la extrema simplicidad de sus formas, las líneas puras y los colores neutros, la sala representaba el concepto de austeridad que la empresa cuidaba a rajatabla en todos países en los que actuaba.

CESA pertenecía a un poderoso grupo de capitales franceses que prestaba servicios vinculados a la energía y al petróleo en países de la Eurozona, en Asia y en América Latina, así como en Sudáfrica y Rusia. La filial argentina fue premiada dos veces por la Asociación Latinoamericana de Distribuidoras y Comercializadoras de Energía Eléctrica, en las categorías evaluación del cliente y gestión operativa, lo cual contribuyó a incrementar los índices de la calidad en el suministro de energía. Esa era otra de las razones por las cuales el escándalo del juicio iniciado por los empleados del sur ponía incómodos a sus directivos, quienes, por otro lado, estaban expectantes y preocupados ante la inminente reforma energética que preparaba el gobierno nacional.

De un lado de la mesa oval estaba sentado el director de Legales, Carlos Veracruz. Enfrente, se hallaba la directora de Recursos Humanos, Cecilia Aden, una figura principal dentro de la compañía con varios años de antigüedad en el cargo. Marcos confiaba explícitamente en ella, a quien conocía desde la vieja época en que los dos interactuaban en razón de los numerosos conflictos laborales habidos como consecuencia de la recesión económica que asoló al país a partir de 2001. Aden se había alegrado sinceramente por su contratación, a sabiendas de los problemas personales que él había tenido en el pasado reciente. A su lado estaba sentado Marcos y en una de las cabeceras de la mesa el gerente general y presidente del directorio, Arturo Ezcurra, quien ocupaba el cargo máximo de la compañía desde 2005 y a la vez era el representante legal del grupo para todo Latinoamérica, con excepción de Brasil y México.

Hombre de palabras justas según lo demandara la situación, Ezcurra era un ingeniero industrial de sesenta y siete años que contaba con profundos conocimientos y una enorme experiencia en la actividad del sector. Poseedor de una vasta red de contactos privados y gubernamentales, tenía una reconocida capacidad de lobby, requisito indispensable para desempeñar el rango máximo de la compañía. A la vez, Ezcurra tenía algo a su favor no muy habitual en un ambiente tan conculcado por la competencia feroz, el dinero y la figuración: no renegaba de sus orígenes humildes, y en su manual no había lugar para ángeles ni para intocables. Menos aún había espacio para predicadores. Luego de haberse capacitado y trabajado en el exterior durante muchos años, era de aquellos que todavía conservaban el noble gesto de creer que el país era posible.

Ezcurra explicaba los detalles de la última reunión de directorio en la cual se discutió el informe de Marcos y la posición del holding en relación con el juicio de Bariloche. Era un convencido de que siempre con carácter previo a la toma de decisiones importantes había que generar un marco de conversaciones grupales y debate individual con los demás, lo cual no significaba que su estilo de mando fuera una democracia. Pero con ese proceder lograba que todos los involucrados se sintieran escuchados y formaran parte de la decisión. Decididamente no creía en los brainstormings de donde surgían muchas pero pocas ideas buenas, más allá de que nadie nunca decía enteramente la verdad en esos encuentros.

—En suma, los tres cretinos aprobaban con los ojos cerrados los informes que presentaba la empresa que había sido contratada por CESA para detectar anomalías en los medidores de electricidad de los usuarios. Se comprobó que en muchos casos los informes de las inspecciones eran falsos, es decir, los medidores adulterados no eran tales, ni existían conexiones clandestinas en los inmuebles industriales o residenciales como señalaba MGT. Peor aún, se comprobó que en tantísimos otros casos la empresa ni siquiera había realizado las inspecciones. Claro que CESA le pagaba puntualmente a la contratista y, lo que es más dramático, reestimaba los consumos de los usuarios sobre la base de los ilícitos supuestamente detectados. Dada la gravedad de los hechos que fundamentaron los despidos, no vamos a ofrecer ninguna propuesta económica de arreglo ni iniciar ningún tipo de negociación con ellos.

Cecilia Aden asintió con la cabeza. El resto de los partícipes de la reunión guardó silencio.

—Marcos, aún en el convencimiento de que el informe que presentaste fue muy claro y consistente, la posición de la compañía es irreversible. Lo que hicieron los empleados es intolerable e imperdonable, y cualquier acuerdo con ellos sentaría no sólo un precedente complicado para el futuro sino que, lo que es peor, denotaría debilidad de cara a las irregularidades que podrían estar ocurriendo a nuestras espaldas.

El informe al que hacía referencia el presidente era el que había presentado Marcos días atrás, evaluando la contingencia económica de una posible sentencia adversa a la compañía. Generalmente las empresas demandadas efectúan una primera previsión económica del juicio, categorizándolo según la índole y el monto del reclamo. Esta previsión se hace a partir del informe que presentan los abogados con la evaluación de las circunstancias del caso, las normas legales involucradas y la opinión de los jueces de la jurisdicción donde tramita el pleito, entre otras cuestiones. Sobre la base de toda esa información se analiza la contingencia de una futura sentencia condenatoria —total o parcial—y se efectúan las previsiones económicas para información de los accionistas y del sector financiero de la compañía. El problema en los juicios laborales radicaba en que los indicadores mencionados no respondían a parámetros de certeza o previsibilidad ni por asomo fiables. En estos procesos imperaban normas formales —e informales— casi siempre proclives a los planteos de los trabajadores, tanto en materia de interpretación del Derecho como de la prueba, incurriendo los jueces, en muchos casos, en criterios arbitrarios y excesivamente parciales.

—¿Qué hay del conflicto de intereses? —preguntó Ezcurra con relación a la firma que el gerente del sector Abreu había formado paralelamente y que prestaba servicios a la contratista de CESA.

—No hay dudas sobre la existencia de la sociedad, ya que tenemos la copia de la publicación en el Boletín Oficial de la provincia de Río Negro. Evidentemente la utilizaron como pantalla para lavar retornos de dinero. CESA le pagó mucha plata a la contratista MGT y esta le pagaba por servicios desconocidos a la empresa de Abreu —explicó el jefe de jurídicos.

Según las normas de conducta de la comercializadora, ser proveedor por sí o por terceros de una empresa que a su vez fuera proveedora de CESA era un evidente conflicto de intereses y motivo de despido automático. Por lo bajo, las malas lenguas decían que el código de ética de la empresa era una suerte de orgía de la virtud a través de la cual se perdía toda noción de decencia.

Ezcurra se incorporó levemente hacia adelante en su silla e hizo uso de la palabra nuevamente.

—Lo cierto es que las maniobras fraudulentas de los empleados se han transformado en una fase más de la lucha contra la corrupción en el sector privado al que todas las empresas debemos combatir.

—En buena hora —dijo Aden.

—No digo nada nuevo cuando afirmo que el tema de la corrupción es prioritario en la agenda de los países del primer mundo, como lo es Francia, no sólo por todo lo que significa para sus intereses públicos sino también para los del sector privado. Hablo de la pérdida de competitividad, la pérdida de mercados, el lavado de activos y demás aspectos que inciden fuertemente en la economía de los países.

—Hay una cuestión no menor que quiero comentarles —intervino Demaría. A continuación les relató la versión existente en torno a una supuesta reunión habida entre representantes de diferentes jueces del país y representantes de los gobiernos provinciales y nacionales. En ella se habrían bajado instrucciones desde lo más alto del poder para beneficiar a los trabajadores en las causas laborales judiciales en trámite.

—Marcos, no podemos guiarnos por supuestos ni cambia la decisión adoptada en este caso. La postura de CESA es irrevisable y contamos con pruebas que avalan nuestra decisión. Intentemos reducir al máximo el impacto negativo que tendrá frente al tribunal el anuncio de que no hay acuerdo posible con esta gente —aseveró Ezcurra.

—Perfecto. Ya que estamos, te recuerdo, Cecilia, que fuiste citada como testigo por las dos partes en el juicio. Al menos tenés una buena excusa para visitar Bariloche —dijo Marcos.

—Como si no hubiera ido nunca —bufó la directora de Recursos Humanos—. Sí, estaba al tanto de que me citaron a testimoniar también Abreu y sus secuaces.

—No te preocupes, Larrambere te va a dar una mano, llegado el caso —intercedió Ezcurra, en tono de broma, haciendo referencia al abogado penalista de la compañía.

Arrogante y altanero, Larrambere representaba la clase de profesional que juntaba, en un solo cuerpo —ya que corría firme el rumor de que no tenía alma—, todo aquello que el resto de las personas aborrece de los abogados. Espigado, era autor de varios libros de Derecho Procesal y de Derecho Penal en los cuales, sin medias tintas, exponía su preclara ideología partidaria de un sistema delictual perfecto y sin contradicción. Hijo de un famoso historiador homónimo, cuya figura pública lo agobió durante muchos años de su vida, Larrambere era muy creído como seguro de sí mismo e inescrupuloso. Al fin y al cabo, todas virtudes a la hora de defender los intereses de la compañía. Profesional agudo, este abogado de setenta y un años recién cumplidos —era de aquellos que creían que recién cuando se cruza la barrera de los setenta uno empieza a sospechar que no es inmortal— formaba parte de la selecta elite de lo mejor del mercado en una especialidad tan difícil como escabrosa.

Aden fue la encargada de notificar, escribano mediante, el despido de los empleados y por lo tanto era una testigo clave del juicio. Cecilia suspiró, sin prestar atención a lo dicho por el presidente. Mientras se volvía hacia él, habló con voz pausada.

—¿Qué se sabe del sindicato?

—Por ahora, nada. Resulta extraño que no haya habido ningún llamado, siendo que Abreu tiene fuertes contactos con el gremio —respondió Veracruz.

—Es más, en el sur se sabe que Ugarte, el abogado de los empleados, tiene buena comunicación con la mesa de conducción regional —completó Marcos.

Era raro que no lo hubieran llamado, pensó Ezcurra. Tenía una excelente relación con el secretario general del gremio en el ámbito nacional, Ernesto Laez, en quien reconocía un perfil diferente al del resto de los secretarios de los sindicatos denominados “gordos”. Sus jefes sindicales respondían en su mayoría al modelo sindical corporativo, que aceptaba la relación dialéctica con la empresa dominante como única forma de organizar la economía. Laez era distinto, incursionaba en la capacitación y en la educación de sus afiliados, aviniéndose a discutir otros planos de la organización del poder en un país asimétricamente industrializado y sujeto a relaciones económicas oligopólicas.

La reunión se prolongó por espacio de quince minutos, derivando la conversación en asuntos menores, tras lo cual Ezcurra, sobre el final, se dirigió a Marcos.

—Por favor, quedate cinco minutos más que Carlos y yo tenemos un tema que hablar con vos.

Cecilia Aden se despidió de los tres y se retiró de la sala de reuniones del directorio. Una vez a solas, Ezcurra miró a Demaría y disparó sin inmutarse.

—Nos han llegado rumores de que tuviste una recaída.

Atónito por el comentario del presidente, embargado por la vergüenza y, sobre todo, por la culpabilidad, Marcos no pudo decir nada en contrario. No tenía sentido mentir ni era momento ni lugar para la autocompasión. Lo que no se explicaba era cómo se habían enterado.

—Es verdad. Fue en circunstancias que no vienen al caso detallar y que no justifican en lo más mínimo mi conducta. Hay veces en que no puedo controlar los demonios interiores —atinó a decir con cuidado.

—Pues será mejor que lo hagas —dijo Veracruz, seco—. Recordá que tu estado de sobriedad fue una de las condiciones innegociables para tu contratación.

—Lo sé, Carlos, y por eso estaría dispuesto a dar un paso al costado, si me lo piden.

—Gracias por tu franqueza, pero no hará falta —replicó el jefe máximo—. Ahora bien, otra recaída en el futuro condicionaría mucho tu continuidad como abogado de la empresa y a los dos se nos escapará de las manos tu situación. Aunque seamos quienes sabemos mejor que nadie tu valía como profesional y estamos de tu lado.

—Se los agradezco. Saben bien que no puedo prometerlo, pero haré todo lo posible, y lo imposible también, para evitarlo. No hace falta que les diga que el principal interesado soy yo.

—Bien, entonces seguramente así será. Apelamos a tu sinceridad y a tu honestidad profesional para que nos informes, llegado el caso, cualquier problema que te complique continuar con tu trabajo. Siempre hay alternativas de acción. Por lo pronto, mantenenos al tanto de las novedades que hubiera en el expediente —finalizó la reunión Ezcurra antes de despedirse de los dos abogados urgido por la llamada de una de sus asistentes.

El lado ausente

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