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Había acabado mi turno en el hospital. Fui al servicio situado junto al depósito de cadáveres para limpiarme, pero mientras estaba allí me examiné la cara sin mucho entusiasmo. Me desagradaban su aire de decepción y su aspecto maleado, los furtivos ojos rojos y la expresión recelosa, como si siempre estuviera esperando un toque en el hombro que fuera a llevar a su propietario a un coche y luego a la celda de una prisión para los siguientes diez años.

Salí por la verja principal y crucé por entre dos columnas de hormigón con serpientes enroscadas en torno a los inmensos incensarios que las coronaban; quedaban demasiado altas para preguntarles qué hacían allí, pero estaba vagamente al tanto de que para los antiguos griegos las serpientes eran sagradas, y su veneno, reparador, y quizá veían su mudar de piel como símbolo del renacimiento y la renovación; como idea, a mí desde luego me convencía. Quizá fuera primera hora de la mañana, pero todavía quedaba por ahí alguna que otra serpiente real, y una de ellas estaba sentada en un BMW tirando a nuevo delante del hospital. Cuando llegué a la entrada del edificio, se corrió hacia el asiento del pasajero y, con el puro todavía en la boca, gritó por la ventanilla abierta del acompañante.

—Gunther. Bernhard Gunther. Ver para creer. Acabo de visitar a un viejo amigo en el hospital y ahora aparece usted. ¿Cómo está, Gunther? ¿Cuántos años hace de la última vez que nos vimos? ¿Veinte? ¿Veinticinco? Creía que había muerto.

Me detuve en la acera y miré hacia el interior del vehículo, sopesando qué posibilidades tenía de descubrir lo evidente: que, en realidad, no tenía ninguna. Schramma gritaba de modo que lo oyeran otros transeúntes y yo me sintiera más incómodo aún. Lanzaba una sonrisa maliciosa mientras lo hacía, además, como si hubiera acudido a cobrar una apuesta que él había ganado y yo había perdido. De haber llevado pistola, lo más seguro es que le habría pegado un tiro, o quizá me lo habría pegado yo mismo. Antes me daba miedo morir; pero ahora, por lo general, lo espero con ilusión, para así alejarme lo más posible de Bernie Gunther y todo lo relacionado con él, de su enmarañada historia y su manera de pensar tan incómoda, de su incapacidad para adaptarse al mundo moderno; pero, sobre todo, espero con ilusión alejarme de todos los que lo conocieron, o aseguran que lo conocieron, como el secretario de la Sección Criminal Schramma. He intentado ser algún otro varias veces, pero ese que soy siempre vuelve a darme en los morros.

—Ya le dije que averiguaría quién es. Anda, venga. No tenga tan mal perder. Aún no lo sabe, pero he venido a hacerle un favor, Gunther. En serio. Me agradecerá lo que voy a contarle. Así que dese prisa y monte en el coche antes de que alguien caiga en la cuenta de que no es quien dice ser. Además, hace mucho frío para estar aquí con la ventanilla abierta. Se me están helando las pelotas.

Entré en el vehículo, cerré la portezuela y accioné la manivela para subir la ventanilla sin decir una sola palabra. Casi de inmediato deseé no haber tocado la ventanilla. El puro de Schramma olía como una hoguera en una fosa común para víctimas de la peste.

—¿Quiere saber cómo he descubierto quién es?

—Adelante, sorpréndame.

—El Praesidium de Múnich salió de la guerra prácticamente intacto. Los archivos, también. Como le dije, sabía que nos conocimos en algún momento antes de Hitler. Y eso suponía que fue también antes de Heydrich. Heydrich fue jefe de policía en Múnich durante una temporada y cambió el sistema de archivos. Era muy eficiente, como seguramente sepa. Todo eso de las referencias cruzadas que estableció sigue resultando útil a veces. Así que fue relativamente sencillo buscar el nombre de un inspector de la famosa Alex, en Berlín, que pasó una noche como invitado en nuestros calabozos por agredir a nuestro sargento de turno.

—Por lo que recuerdo del incidente, él me pegó primero.

—Seguro que sí. Recuerdo a aquel sargento. Menudo cabrón. Fue en 1932. Hace veinticinco años. ¿Qué le parece? Dios mío. El tiempo vuela, ¿eh?

—En este preciso instante, no.

—Como le dije, me trae sin cuidado lo que hizo durante la guerra. El Anciano dice que ahora todo eso es agua pasada, incluso en la RDA. Pero de vez en cuando los comunistas aún se sienten obligados a dar ejemplo con alguien, para ser capaces de distinguir su propia tiranía de la fascista que había antes. Quizá les gustaría echarle el guante a usted. Quizá se podría arreglar para que se lo echaran. Los antiguos nazis son prácticamente la única clase de criminales que Alemania Occidental está dispuesta a enviar al otro lado de la frontera hoy en día.

—No hay nada de eso —repuse—. No soy un criminal de guerra. Yo no maté a nadie.

—Sí, claro. Christof Ganz no es más que su pseudónimo de poeta. Su nom de plume, por así decir. Lo entiendo. A mí también me gusta moverme fuera del alcance del radar, a veces. Como poli, quiero decir. Luego está la Interpol. No me he puesto en contacto con ellos aún, pero me apostaría lo que fuese a que tienen algún expediente sobre usted. Como es natural, no puedo indagar sin levantar sospechas. Una vez haya preguntado, querrán saber a qué se debe mi interés y quizá quieran llevar el asunto un paso más allá. Así que a partir de ahora la decisión es suya, Gunther. Solo que más vale tomar la correcta, por su propio bien.

—Ya lo ha dejado claro, Schramma. Ha encontrado el modo de acorralarme y cuenta con mi cooperación. Pero pase ya a la parte esa de que quiere hacerme un favor, ¿vale? Estoy cansado y quiero irme a casa. He pasado toda la noche trasladando cadáveres y si me quedo aquí mucho más rato es posible que meta la mano en esa fea bocaza suya en busca de alguna moneda.

No pilló el comentario. Tampoco me importó. Hoy en día hablo sobre todo para mí mismo. Y el ingenio solo parece ingenio cuando hay alguien cerca para apreciarlo. La mayor parte del tiempo, la gente como Schramma simplemente hablaba demasiado. En Alemania había demasiada charla, demasiada opinión, demasiada conversación, y nada de ello era muy bueno. La televisión y la radio no eran más que ruido. Para ser efectivas, las palabras tienen que destilarse como si antes de emitirlas hubieran pasado por un filtro y un receptor impolutos.

—¿Ha oído hablar de un político local llamado Max Merten? Es oriundo de Berlín, pero ahora vive en Múnich.

—Vagamente. Cuando estaba en la Alex había un Max Merten que era un joven letrado del tribunal de distrito en el Ministerio de Justicia.

—Debe de ser el mismo Fritz. Se ha buscado la vida muy bien, además. Tiene una bonita casa en Nymphenburg. Un elegante bufete en Kardinal-Faulhaberstrasse. Es uno de los cofundadores del Partido Popular Panalemán, el PPP, que está estrechamente asociado con el Partido Socialista Unificado de Alemania, el PSU. El otro fundador es Gustav Heinemann, que fue miembro destacado de la Unión Demócrata Cristiana y ministro de Interior hasta que se enemistó con el Anciano. Pero ahora mismo no hay muchos fondos para la política. Los fondos para los partidos nuevos escasean. Bueno, ¿quién quiere librarse de Konrad Adenauer, que es capaz de obrar milagros, aparte de Heinemann, claro, y algún que otro judío hipersensible?

»Así pues, hace unas semanas Max Merten me contrató, en privado, para que investigara la buena fe de un donante en potencia del nuevo partido, el general Heinrich Heinkel, que se ha ofrecido a financiar el PPP. Pero Merten tiene la sospecha, no del todo infundada, de que Heinkel sigue siendo nazi. Y no quiere que el PPP acepte dinero sucio. Sea como sea, resulta que Merten estaba en lo cierto, aunque no tal como sospechaba. Los diez mil de Heinkel provienen en realidad de la RDA. Resulta que el socio empresarial de Merten es un destacado político alemán llamado Walter Hallstein, que es el ministro de Exteriores del Anciano en la sombra, y el tipo que ha estado llevando nuestras negociaciones para establecer esa nueva Comunidad Económica Europea. La RDA detesta la idea de una CEE, y más en concreto la Comunidad Europea de Defensa, de la que Alemania Occidental será un miembro importante, y tiene planeada una compleja operación encubierta para desacreditar al PPP y a Merten con la esperanza de que algo del barro que sacarán le salpique al profesor Hallstein. Ahora bien, quizá se pregunte por qué un antiguo nazi aporta dinero de la RDA. Bueno, el hijo mayor de Heinkel se las ingenió para dejarse detener en Leipzig, donde ahora se pudre en una celda como garante de la cooperación de su padre. Si hace exactamente lo que se le diga, se pondrá en libertad a su hijo. A eso aspira.

»Dentro de unas noches, Heinkel le abonará el dinero en efectivo a Merten en el domicilio del general en Bogenhausen. En la casa de Heinkel hay una habitación debidamente decorada con esvásticas y demás pruebas de que el general todavía le profesa lealtad al nazismo. Mientras esté allí Merten aparecerá la policía para detener a Heinkel por delitos diversos, incluida la venta de recuerdos nazis. Y para salvar el cuello, Heinkel le dirá a la policía que el dinero era en realidad un soborno para el profesor Hallstein.

—¿Y cómo ha averiguado todo eso? —pregunté.

—Soy poli, Gunther. A eso nos dedicamos los polis. Averiguamos cosas que en teoría no deberíamos saber. Unos días hago el crucigrama en veinte minutos. Otros, aireo los trapos sucios de gente como usted y Heinkel.

—Entonces, ¿por qué me cuenta todo esto a mí, y no a Max Merten?

Schramma le dio una chupada al puro en silencio y cuando entornó sus curiosos ojos azules empecé a entrever toda la perversa intriga, que es una de mis malas costumbres: siempre me ha poseído la incómoda e inquietante sensación de que, debajo de cualquier indicio en sentido contrario, en realidad soy un mal tipo, lo que me da ventaja a la hora de intuir las intenciones de otros malos tipos. Quizá es lo que hace falta para ser un buen policía.

—Porque le ha dicho a Max Merten que el general Heinkel es de fiar, ¿verdad? Es eso, ¿no? La poli no va a acudir por la sencilla razón de que usted planea embolsarse el dinero de la RDA. Va a presentarse una o dos horas antes que Max Merten y a robarle a ese general.

—Algo por el estilo. Y usted me va a ayudar, Gunther. Después de todo, es muy posible que Heinkel vaya acompañado. Un hombre que roba solo es un hombre que acaba entre rejas.

—Solo hay una cosa peor que un maleante, y es un poli corrupto.

—Es usted quien tiene una identidad falsa, Gunther, no yo. Con arreglo a mi experiencia, eso indica que no es trigo limpio. Así que ahórrese el sermón sobre la honradez. Si no me queda otra, me ocuparé del asunto yo mismo. Como es natural, eso querrá decir que habrá ido a parar a la cárcel o, como mínimo, que habrá emprendido la huida. Pero preferiría con mucho que siguiera aquí, respaldándome.

—Empiezo a entender un poco mejor lo que le pasó a Paul Herzefelde allá por 1932 —dije—. Era usted quien le estaba sacando dinero a aquel defraudador, ¿verdad? A Kohl, ¿no? ¿Herzefelde lo averiguó? Sí, eso encajaría. Fue usted quien lo mató. Y dejó que los nazis cargaran con el muerto porque era judío. Qué listo. Lo he juzgado mal, Schramma. Debe de dársele de maravilla fingir que es un poli honrado para seguir impune después de tantos años.

—Lo cierto es que no es tan difícil hoy en día. La policía anda como todo el mundo en Alemania. Un poco escasa de personal después de la guerra. No pueden permitirse ser muy quisquillosos con quien reingresa en el cuerpo. Ahora bien, usted sí que es un tipo listo, a juzgar por cómo ha deducido todo eso en apenas unos minutos.

—Si fuera tan listo no estaría sentado en este coche hablando con un cabrón como usted, Schramma.

—Se menosprecia, Gunther. No todos los días se resuelve un asesinato ocurrido hace veinticinco años. Lo crea o no, esa faceta suya me gusta. Y es otro de los motivos por los que quiero que me acompañe en este asunto. Usted no piensa como una persona normal. Si ha sobrevivido tanto tiempo haciéndose pasar por otro, seguro que es porque ve las cosas venir. Ve cómo se van a desarrollar las situaciones. Esa clase de experiencia me vendría muy bien. Ahora, y en el futuro. En Múnich ya no me queda nadie en quien pueda confiar de verdad. La mayoría de mis colegas de Ettstrasse, más jóvenes, son demasiado honrados para su propio bien, y lo que es más importante, para el mío.

—Me alegra oírlo. No me haría ninguna gracia pensar que perdimos una guerra solo para que escoria como usted siguiera de uniforme.

—Siga hablando sin pelos en la lengua si eso lo ayuda. Pero seguro que un poco de dinero le callará la boca. Me aseguraré de que le salga a cuenta, Gunther. Le daré el diez por ciento. Eso son mil marcos. No me diga que no le vendrían bien mil marcos. Me da la impresión de que el destino lleva ya mucho tiempo siguiéndole los pasos con un pedazo de tubería de plomo en la mano.

Como para demostrar a qué se refería, ahora tenía en su manaza una pistola automática que me estaba clavando en el hígado, del que difícilmente podía prescindir a pesar de los daños que ya había sufrido tras años de empinar el codo.

—Pero no se pase de listo conmigo, Gunther —dijo, a la vez que indicaba la entrada del hospital con un gesto de la cabeza—. O será su cadáver el que acabe sin rostro en ese apestoso depósito.

Laberinto griego

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