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—¿Sabe dónde está la Gliptoteca, Christof?

—Sé dónde está —le dije a Dietrich—. Aunque no estoy seguro de lo que es.

—Es el museo público más antiguo de Múnich y el único en el mundo dedicado exclusivamente a la escultura antigua. Se produjo un allanamiento anoche y quiero que vaya a ver qué robaron. O, dicho de otro modo, quiero que averigüe si van a presentar una demanda. De ser así, compruebe si hay alguna negligencia de contribución, ese tipo de cosas. Algo que pueda afectar a la indemnización. ¿Se dejó alguien una puerta sin cerrar o una ventana abierta? Ya sabe.

—Ya sé.

Y lo sabía. Antes de ingresar en la Comisión de Homicidios de Berlín había investigado robos suficientes como para abordar ese encargo en nombre de Múnich RE con seguridad e incluso con cierta nostalgia.

Había una media hora a pie en dirección suroeste hasta el museo en el lado norte de Königsplatz. La Gliptoteca había sufrido daños de consideración en 1943 y 1944, y la restauración estaba a punto de terminar pero aún había andamios en el lateral del ala oeste. Me pregunté si el allanamiento habría tenido lugar allí. Detrás de un pórtico de columnas jónicas con dos alas provistas de nichos ornamentados quedaban las salas de exposición a las que entraba luz desde un patio central. En cierto modo, el lugar me recordó a las oficinas de Múnich RE, lo que decía mucho más sobre el negocio de los seguros que sobre las artes plásticas, al menos en Alemania. El conjunto de mármol del frontón representaba a una Atenea manca que impartía órdenes a un grupo de obreros que no podrían haber parecido más indiferentes a la protección de la diosa, lo que me hizo pensar que ya eran miembros de un sindicato, y muy probablemente ingleses, pues ninguno parecía estar haciendo gran cosa. Frente a la entrada había un coche de policía, y en el interior, un montón de esculturas de mármol griegas y romanas, la mayoría demasiado grandes para robarlas o ya muy dañadas para saber si habían resultado dañadas, por así decirlo. Un poli de uniforme me preguntó quién era y le tendí una de mis nuevas tarjetas de visita, que pareció satisfacerlo. A mí sin duda me satisfacían; hacía años que no disponía de tarjetas de visita, y aquella era más rígida que un cuello de puntas bien almidonado.

El poli me explicó que el allanamiento se había producido en el piso superior y, fijándome en que había un timbre de alarma del tamaño de un gong para anunciar las comidas y una escalera de mano bajo las escaleras, subí siguiendo el sonido de unas voces hasta una suite de despachos en la segunda planta del ala oeste. Un inspector de policía examinaba una ventana rota que parecía haber sido forzada, mientras otro prestaba oídos a un hombre con gafas y perilla, que supuse era alguien del museo.

—Es muy raro —dijo el del museo—, pero hasta donde alcanzo a ver, no se llevaron apenas nada. Solo unas pocas piezas muy pequeñas, me parece. Cuando pienso en todos los tesoros que podrían haber robado, o destrozado, se me hiela la sangre. La Medusa de Rondanini o el Fauno de Barberini, por ejemplo. Ahora bien, no les habría resultado nada fácil trasladar algo del tamaño de nuestro preciado Fauno. Pesa cientos de kilos.

—¿Resultó dañado algo? —preguntó el inspector.

—Solo la mesa de mi despacho. Alguien la forzó y hurgó a fondo en los cajones.

—Chavales, lo más probable —comentó el inspector—, en busca de pasta fácil.

Fue más o menos entonces cuando repararon en que yo estaba allí, de modo que me adelanté con la tarjeta de visita y me presenté. El agente de policía era un inspector llamado Seehofer y el Fritz del museo era el doctor Schmidt, subdirector adjunto.

—Me da la impresión de que ha hecho el viaje en balde, Herr Ganz —observó Seehofer—. Parece que no se ha dañado ni ha desaparecido nada recientemente.

Yo no estaba tan convencido.

—¿Entraron por ahí? Los chavales, digo.

—Sí, parece ser que treparon por el andamio.

Me acerqué a la ventana.

—¿Le importa si echo un vistazo? —le pregunté al inspector.

—Como en su casa.

Asomé la cabeza por la ventana. Había huellas de aspecto reciente en unos tablones amontonados allí cerca. Quizá fueran las pisadas de un obrero, pero ya había visto otra parecida en una alfombra junto a la puerta del despacho. No parecía de ningún chaval, pensé, sino más bien de un tipo grandullón. Pero no contradije al inspector de la policía. Decidí que era mejor congraciarme con él por el momento.

—¿Vienen muchos visitantes al museo? —le pregunté al doctor Schmidt.

—Es febrero —señaló—. La cosa siempre va un poco lenta en febrero.

—¿Y la alarma? —indagué—. ¿Cómo es que no sonó?

—¿Qué alarma? —se interesó Seehofer—. ¿Hay una alarma?

—No lo sé —repuso el doctor Schmidt, como si se le acabara de ocurrir en ese momento, y saltó a la vista que no se lo había mencionado al inspector, a quien pareció irritarle levemente descubrir un hecho semejante a esas alturas.

—¿Le importa mostrarme dónde está la alarma, señor? —le rogó Seehofer, un poco tarde ya para colmar de confianza el corazón de un investigador de reclamaciones.

Volvimos abajo, cruzamos el pasillo y levantamos la vista hacia el timbre colocado en la pared un metro o así por encima de nuestras cabezas. Desde donde estábamos no iba a revelarnos mucho, y poco después me sentí obligado a acelerar las cosas y cogí la escalera de mano que había bajo los peldaños.

—Eso debería hacerlo yo, oiga —dijo Seehofer cuando me subía a la escalera, que, ahora que trabajaba para una compañía de seguros, me pareció un poco menos firme sobre el suelo de mármol pulido.

Asentí y volví a bajar sin pronunciar palabra, contento de no tener que correr el riesgo. No iba a cobrar mis veinticinco marcos a la semana si me caía de una escalera.

Seehofer subió la escalera, miró hacia abajo con aire de precariedad varias veces y al final se las arregló para llegar a la altura de la alarma, donde empezó a emplear de veras sus aptitudes detectivescas.

—Esto lo explica —dijo—. Hay un trozo de cartón doblado entre la campanilla y el badajo.

—Pues no lo saque, por el amor de Dios —advertí.

—¿Cómo dice? —preguntó, y lo sacó. El timbre empezó a sonar, con un estruendo, lo que casi hizo que Seehofer se cayese de la escalera. Perdido el valor para permanecer en las alturas, se apresuró a bajar enseguida.

—¿Puede desconectarla? —le grité al doctor Schmidt.

—No estoy seguro de saber cómo —reconoció.

—¿Quién lo sabe?

—El vigilante de seguridad.

—¿Dónde está?

—Esto... Lo despedí cuando descubrí que habían entrado. Supongo que se ha ido a casa.

Dado que no podíamos oírnos pensar, y mucho menos hablar, me sentí obligado a coger el trozo de cartón de los dedos nerviosos de Seehofer, subir la escalera y meterlo de nuevo entre la campanilla y el badajo, pero no sin antes desplegarlo para comprobar que en realidad era un paquete vacío de tabaco Lucky Strike.

Una vez abajo, pregunté:

—¿Para qué está aquí esta escalera de mano?

—Ayer estuvo puesta todo el día —respondió Schmidt—. Uno de los obreros la usó para cambiar bombillas en los apliques del techo.

—Así pues, debió de estar largos ratos desatendida.

—Sí.

—Entonces, yo diría que quien irrumpió aquí anoche vino al museo como visitante ayer y, al ver la oportunidad, se subió a la escalera e inutilizó la alarma con un paquete de tabaco vacío.

—Lucky Strike... Un golpe de suerte, aunque no para algunos —murmuró Seehofer, lo que no le ganó la simpatía del doctor Schmidt, cuyo sentido del humor, como era comprensible, brillaba por su ausencia esa mañana.

—Parece muy oportunista —observé—. Como que nuestro sospechoso vio la ocasión de inutilizar la alarma en un momento dado y usó el primer objeto que tenía a mano.

—Lo que hace más sorprendente si cabe el hecho de que no robaran nada —dijo Schmidt—. Bueno, esto fue planeado. No creo que unos chicos se tomaran tantas molestias. Ni que actuaran con semejante previsión. ¿No les parece?

—¿Puedo echar un vistazo dentro de los cajones de la mesa? —le pregunté—. Si no le importa.

—Desde luego, pero no hay nada que ver. Solo artículos de escritorio del museo y unas guías. Quizá se guardaban algunas piezas muy pequeñas en uno de los cajones. No sabría decirlo a ciencia cierta. No es mi mesa, sino la del subdirector.

—Tal vez podamos preguntarle a él qué falta, si es que falta algo.

—Me temo que no. Lleva enfermo una temporada. De hecho, dudo que vaya a volver.

—Entiendo.

Volvimos por el pasillo, y fue entonces cuando vimos una sola gran estatua de mármol en una sala como un panteón, y si nos llamó la atención no fue porque hubiera resultado dañada sino por lo que era: la estatua a tamaño real de un fauno romano o sátiro griego, con las piernas cruzadas —una en ángulo recto con la piedra sobre la que estaba sentado— que parecía sufrir una resaca después de haber estado hasta las tantas en la Hofbräuhaus. La indecorosa estatua era sumamente fiel a la realidad y no dejaba nada a la imaginación.

—Dios —exclamó Seehofer—. Por un momento me ha parecido que era de verdad. Es muy..., muy realista, ¿no creen?

—Es el Fauno de Barberini del que les hablaba —dijo Schmidt—. Griego. Posiblemente restaurado por Bernini después de sufrir graves desperfectos durante un ataque de los godos casi un millar de años antes.

—Parece que la historia se repite una y otra vez —comenté, y me imaginé fugazmente a aquellos antiguos germanos en una desesperada lucha a muerte.

De nuevo en el despacho, eché un vistazo al interior de la mesa.

—¿Robaron algo de aquí? —pregunté—. ¿Alguna caja con dinero, quizá?

—No, ni siquiera un rollo de entradas.

—Entonces, ¿por qué lo tiene cerrado?

—La costumbre. A veces dejo aquí mis objetos de valor. Una pluma de oro. Un buen mechero. El billetero. Pero esta vez no. No cuando me voy a casa. En realidad. Es increíble. Todo parece en su lugar.

Quizá hubiera coincidido con él de no ser por algo que había visto en la mesa y que a juzgar por su aspecto habría sido más lógico que estuviera en un cenicero. Era un puro medio mascado que formaba un ángulo recto con el borde de la mesa, igual que la pierna del Fauno de Barberini.

Laberinto griego

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