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Ubicada a un breve trecho a pie del Jardín Inglés, Múnich RE tenía su sede en Königinstrasse, cerca del Club Automovilístico Alemán, en un edificio de cuatro plantas de color ocre relativamente antiguo que tenía el tamaño y la forma de una universidad pequeña, con una columnata jónica y abundantes trampantojos estucados. Las puertas de madera rústica y las altas rejas de hierro parecían el sueño de un agente de seguros con todos los riesgos cubiertos: ni siquiera un campamento entero de gitanos podría haber entrado allí. Una de las dos alas situadas a ambos lados de un patio enlosado estaba en proceso de renovación y varios jardineros retiraban la nieve de la entrada principal, probablemente para evitar que alguien resbalara, cayera y pusiera una demanda. La mayoría de los coches aparcados delante eran Mercedes-Benz o BMW nuevos sin un solo arañazo. Saltaba a la vista que había conductores muy cautelosos en esa parte de Múnich, a diferencia del resto de la ciudad, y todos asegurados. Si me hubieran dicho que el edificio era la jefatura de policía o el tribunal penal central o incluso el palacio arzobispal, lo habría creído. A juzgar por el aire tan lujoso del lugar, deduje que llevaban tiempo sin abonar ninguna póliza de seguro hasta que no hubiera quedado fuera de toda sospecha.

Me dirigí a la entrada lateral de Thiemstrasse. Encima de otra puerta de aspecto robusto había una cabeza de mujer de piedra gravemente desfigurada por la metralla, como otras muchas en Múnich. Del otro lado de la puerta había un área de recepción donde se daba la bienvenida a los proveedores, lo que casi era cierto: la ocupaban dos mujeres de rostro tan pétreo como la de fuera. Detrás de ellas había dos extintores, un cubo de arena, una manguera y una alarma contra incendios de tamaño considerable. El mero hecho de entrar en ese edificio me transmitió la sensación de que iba a vivir por lo menos un año más.

Herr Dietrich bajó y me mostró el camino a su despacho del segundo piso en persona, un detalle muy amable por su parte. Era alto y tenía un sobrepeso considerable y, como todos los demás allí presentes —yo incluido, gracias a Max Merten—, vestía un traje gris granito que, no tardé en averiguar, reflejaba su actitud ante quienes formulaban reclamaciones a la aseguradora. Tenía las orejas muy grandes y caminaba de un modo pulcro y afeminado, con las muñecas hacia el suelo como si estuviera en equilibrio sobre la cuerda floja o —lo que era más probable— como si le hubieran dicho que caminara y no corriera para que su corpulencia gris no provocase un accidente. En su moderno despacho con vistas a los amplios jardines de atrás, me invitó a sentarme y luego me ofreció su manera de ver el mundo al completo junto con una taza de buen café y un vaso de agua en una bandejita de acero.

—Los seguros giran en torno a las estadísticas —dijo—. Y en este departamento, esas estadísticas son, en la mayoría de los casos, poco más que datos relacionados con el crimen, debido a que un elevado número de clientes son maleantes. Aunque a Herr Alzheimer no le hace ninguna gracia que yo vaya diciéndolo por ahí. Herr Alzheimer es presidente de Múnich RE y diplomático, por no decir otra cosa. No es bueno para el negocio mencionar a todos los ladrones a los que aseguramos. Pero mi trabajo es llamar al pan, pan y al vino, vino incluso cuando la mayoría de la gente diría que son queso y agua. No parecen darse cuenta de que al presentar una reclamación falsa a la aseguradora cometen un grave delito. Pero es justo eso. Y ocurre a diario. Si le contara la mitad de las estrambóticas mentiras que algunos ciudadanos sumamente respetables esperan que nos creamos, diría que exagero.

—No, ni siquiera si lo creyera. El caso es que yo también soy un tanto cínico, Herr Dietrich.

—El cinismo es una escuela filosófica muy respetable. Para los antiguos griegos no tenía nada de vergonzoso decir que uno era cínico. En mi humilde opinión, no hay nada de malo en una buena dosis de cinismo, Herr Ganz, y no tardará en descubrir que Diógenes es el santo patrono del negocio de la investigación de demandas. Siempre y cuando mi departamento siga pensando así, esta empresa seguirá siendo rentable. Pero no crea que tenemos el corazón de piedra, por favor. No es así. Lo cierto es que estamos llevando a cabo un valioso servicio público. Así lo veo yo. Al no atender solicitudes fraudulentas, las primas de nuestros clientes honrados son más bajas. Pero ahora mismo ando escaso de hombres con buen olfato para la falsedad. Necesito un tasador de daños capaz de pensar del mismo modo que yo.

»Seguro que ya se habrá fijado en mis prominentes orejas, Herr Ganz —prosigió Dietrich—. Por estas oficinas se me apoda Dumbo. Ya sabe, como el elefantito de los dibujos animados de Walt Disney. La mayoría de la gente cree que mis orejas son graciosas. Y a mí no me parece mal porque, como en el caso del elefantito, estas orejotas me han valido mi fortuna. Son el motivo por el que dirijo este departamento. Desde luego no puedo volar, pero sí que cuento con los consejos del ratón Timothy, que susurra cosas que solo alcanzan a oír estas orejotas; ideas que van directas a mi subconsciente. El caso es que Timothy me dice cuándo cree que una solicitud en particular huele a chamusquina. El doctor Merten me ha asegurado que fue usted un excelente inspector. En lo que ahora es Berlín Oriental. Y que por ese motivo no puede presentar referencias por escrito.

—Pues sí, más o menos, Herr Dietrich.

—En tal caso es una suerte que el doctor Merten esté dispuesto a responder de usted en persona. En mi opinión, eso hace de usted un muy buen riesgo. Un riesgo pero que muy bueno.

—Agradezco la confianza que ha depositado en mí.

—¿Le gustaba trabajar de policía?

—Casi siempre.

—Hábleme de lo que no le gustaba.

—El horario. El sueldo.

—¿No era suficiente?

—Ni de lejos, para trabajar tantas horas. Pero ya sabía que sería así cuando empecé, de modo que estaba preparado para sobrellevarlo. La mayor parte del tiempo. Esperar que una mujer viviera con ello era harina de otro costal.

—¿Diría que es usted un hombre confiado, Herr Ganz?

—Bueno, lo que se debe tener en cuenta sobre la confianza es lo siguiente. No tiene mayor secreto. Confiar en la gente se reduce a hacer caso omiso de lo que te dice el instinto y toda la experiencia y dejar en suspenso la incredulidad. El caso es que la única manera de estar seguro de si puedes confiar en alguien o no es lanzarte y fiarte de ellos. Pero no siempre da muy buen resultado. La gente suele portarse como gente y dejarte en la estacada, y no hay más. Como es natural, si uno sabe que van a dejarlo en la estacada, entonces no se lleva decepciones.

Sonrió y profirió un ruido desde lo más profundo de su enorme barriga que supuse que era algo parecido a aprobación.

—Dígame, Herr Ganz, ¿está en buena forma?

—Claro —mentí—. Siempre que no me pida que baile alrededor de una farola con un paraguas.

—Son utensilios peligrosos —dijo—. En Alemania Occidental cada año resultan gravemente heridas más de cien personas como resultado de la imprudencia de alguien con un paraguas.

De pronto entreví el peligroso mundo en el que Dietrich vivía, en el que todo lo que hacía un ser humano conllevaba un riesgo inherente. Era como tener una conversación con un físico nuclear: nada era demasiado pequeño para considerarse insignificante.

—¿Es un hecho?

—No, es estadística —matizó—. Hay diferencia. A un hecho no siempre se le puede poner precio. Bueno. Tengo otra pregunta. ¿Hasta qué punto es usted cínico, Herr Ganz?

—Tengo veinticinco años de experiencia viviendo en un barril en las calles de Berlín. ¿A eso se refiere?

Sonrió.

—No exactamente. Lo que quiero es que me ponga un ejemplo de cómo piensa.

—¿Sobre qué, pongamos por caso?

—No sé. Dígame algo sobre política. La Alemania moderna. El gobierno. Cualquier cosa.

—El caso es que podría resultar que soy demasiado cínico para su gusto, Herr Dietrich. Con la boca que tengo, igual consigo quedarme sin trabajo.

—Puede hablar con toda libertad. Lo que me interesa es cómo piensa, no lo que piensa.

—De acuerdo. A ver qué le parece, señor. Vivimos en una era de amnesia internacional. ¿Quiénes éramos y qué hicimos? Nada de eso importa ahora que estamos en el bando de la verdad, la justicia y el estilo de vida americano. Lo único que importa en Alemania hoy en día es que los americanos disponen de un canario en la mina europea que les permitirá disponer de tiempo suficiente para escapar si los rusos deciden cruzar la frontera. Y ese canario somos nosotros. Pío, pío.

—¿No cree que los americanos vayan a defendernos?

—¿Después de lo que hicimos? ¿Lo haría usted?

Herr Dietrich rio entre dientes.

—Es usted el hombre que necesito, Herr Ganz. Me gusta cómo piensa. El escepticismo, sí. Esa es la esencia de la oficina de investigación de reclamaciones. No crea lo que le hayan dicho que crea. Hay que esperar lo inesperado. Ese es nuestro lema. Me enorgullezco de ser un excelente juez de la naturaleza humana. Y opino que es usted la clase de hombre que busco. ¿Cuándo puede empezar a trabajar?

—¿Tiene algo de malo el 1 de febrero?

—Muy bien. Así me gusta. Pero antes tengo que pedirle a Herr Alzheimer que apruebe su contratación. Es el presidente de la junta, pero se interesa especialmente por mi departamento, así que querrá conocerlo en persona. ¿Le parece bien, Herr Ganz? ¿Está preparado para someterse un momento al riguroso examen de Alois Alzheimer en su despacho?

Estaba decidido a comportarme lo mejor posible, de modo que dije que sería un honor y Dietrich debió de creerme porque levantó el auricular e hizo una llamada. Al cabo de unos minutos subíamos hacia una atmósfera más enrarecida. Desde luego, las moquetas grises eran más gruesas. Había también muchos paneles de madera en las paredes, lo que, si bien era bonito, me pareció que planteaba un posible riesgo de incendio. Habría señalado incluso que no había red de seguridad en el hueco de la escalera; alguien podría haber caído fácilmente por la barandilla del rellano del cuarto piso, sobre todo si algún otro le golpeaba primero, o lo encañonaba con un arma. Ya empezaba a calcular riesgos sin pensarlo.

Según Max Merten, Múnich RE había asegurado todos los campos de concentración nazis contra incendios, robos y demás riesgos. También había tenido tratos con las SS. Yo desde luego no iba a buscar ninguna actitud de superioridad moral en ese sentido. Además, de hecho, creía en lo que le había dicho a Dietrich sobre la amnesia internacional. A nadie iba a quitarle el sueño lo que hizo Alemania en la guerra. A nadie salvo a mí, quizá.

El despacho del presidente era una aguilera propia de un ave de rapiña gigantesca. El hombrecillo delgado que lo ocupaba tenía la mirada tan penetrante como un halcón o águila míticos. Alzheimer era un bávaro elegante de aspecto acomodado con traje gris hecho a medida, un leve bronceado, pelo oscuro, cejas más oscuras y semblante tan perspicaz como las estadísticas de esperanza de vida en un actuario de seguros. Si Josef Goebbels siguiera vivo, quizá hubiese tenido el aspecto de Alois Alzheimer. Mientras Dietrich pasaba por el trámite de recomendarme, el presidente me dirigió una mirada valorativa como calculando cuánto me quedaba de vida y cuál debería ser la prima de mi póliza. Pero hasta Pollyanna se habría dado cuenta de que yo suponía un riesgo excesivo. A pesar de todo, el presidente de Múnich RE aprobó mi nombramiento. Ahora era un tasador de daños con un sueldo de veinticinco marcos alemanes a la semana, más incentivos. No era una fortuna, pero superaba con creces lo que cobraba en el depósito de cadáveres. Como decía mi madre, está bien poder llegar a fin de mes, pero a veces se agradece tener suficiente para darse un capricho. Y se lo debía todo a Max Merten. Salí del edificio sintiéndome casi satisfecho conmigo mismo. El mundo de los seguros no parecía menos oscuro que lo que hacía en el hospital, y por lo tanto resultaba igual de atrayente. Más aún, quizá. Incluso la palabra «seguros» parecía conllevar un elemento deseable de protección. Costaba imaginar a un solicitante descontento apuntándome al oído con un arma mientras discutía los detalles más sutiles de la letra pequeña de su póliza. En eso me equivocaba.

Laberinto griego

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