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¿Qué debería haber hecho? ¿Decirle al inspector Seehofer que un poli a quien yo conocía había asesinado a dos personas, había entrado por la fuerza en el museo más antiguo de Múnich y no había robado nada? ¿Un poli a quien lo más seguro sería que él también lo conociese? Así pues, no dije nada. La mayoría de las veces, lo mejor que se puede decir es nada. Sobre todo, en un trabajo nuevo cuando todavía tratas de causar buena impresión. Tener relación con asesinos y policías corruptos no inspira la confianza de ninguna aseguradora. Aun así, me pregunté qué habría estado haciendo el inspector Schramma. Por supuesto, cabía la posibilidad de que el auténtico culpable fuera otro. Pero en lo más profundo de mi ser sabía que era él quien había irrumpido en la Gliptoteca, como había sabido sin el menor asomo de dudas que el Fauno de Barberini era hombre. Si yo hubiera sido inspector de policía y no tasador de daños, quizá hubiera cogido la colilla de puro para analizarla y comprobar si coincidía con la hallada en casa del general muerto en Bogenhausen: los polis habían encontrado ya aquellos cadáveres y, según la prensa, no decían gran cosa, lo que equivalía a decir que no tenían la menor idea de quién era el responsable. Lo que ya me iba bien. Lo último que quería era ver otra vez a Schramma. Lo que se trajera ahora entre manos, fuera lo que fuese, no era asunto de mi incumbencia. Y ayudar a la policía no formaba parte de mis nuevas funciones.

Sin embargo, a decir verdad, el trabajo era muy aburrido y conllevaba pasar muchos ratos mirando por la ventana. La mayor parte de los días me dedicaba a eso. Sinceramente, no me habría aburrido más en Múnich RE aunque hubiera dedicado un par de horas a calcular la velocidad de crecimiento de la hierba en el jardín trasero de las oficinas.

Transcurrieron así una o dos semanas. Empezó a acumularse en mi mesa un montón de reclamaciones. En teoría debía leerlas, rastreando cualquier indicio de sospecha, antes de pasárselas a Dietrich con mis recomendaciones. Vehículos quemados que pudieran ser incendios premeditados, tuberías reventadas que habrían sido sabotajes deliberados —hay mucho de eso a principios de primavera—, reliquias de familia extraviadas o dañadas a propósito, lesiones personales fingidas, reclamaciones fraudulentas de pérdida de ingresos. Pero, en realidad, no había nada que me hiciese arquear la ceja siquiera. Después de la exposición de Dietrich sobre lo que pensaba de algunos clientes nuestros, me sentí defraudado como mínimo. Recé para ver si lograba dar con algo sospechoso que aliviara un poco el aburrimiento. Y entonces Ares, el dios griego de la guerra, la violencia, el derramamiento de sangre y la industria de los seguros, respondió a mis plegarias con una jugosa reclamación de indemnización por fallecimiento.

Ahora bien, los seguros de vida funcionaban del siguiente modo: la compañía de seguros y el asegurado establecían un sencillo contrato por el que, a cambio de una prima anual, la aseguradora se comprometía a abonarle a un beneficiario designado cierta suma de dinero por la muerte y las lesiones graves de la persona asegurada. Pero después de tantos años con la Kripo en Berlín, la idea de que una persona sacara provecho de la muerte de otra simplemente me parecía sospechosa. En realidad, era ignorancia por mi parte —los seguros de vida eran una de las divisiones más rentables del negocio de Múnich RE—, pero no es fácil renunciar a las viejas costumbres. Supongo que es verdad eso que se dice: los investigadores no son más que gente normal que insiste en plantear preguntas evidentes o incluso estúpidas, pero supuse que para eso me pagaban y, como decía, estaba muy aburrido. Además, había en juego una suma considerable de dinero.

Los hechos eran que un hombre de treinta y nueve años había fallecido arrollado por el tren a Rosenheim en la estación de Holzkirchen. Tenía una póliza de tres estrellas con MRE desde el mes de julio del año anterior por la que pagaba cuatro marcos al mes: deceso, daños personales y lucro cesante. La viuda se llamaba Ursula Dorpmüller, de treinta y un años, y era quien presentaba la reclamación; vivía en Nymphenburg, en el número 11 de Loristrasse, en el último piso. El marido era Theo Dorpmüller, propietario de un cabaret en Dachauerstrasse, y la policía aseguraba que se había caído del andén de la estación porque iba borracho. En otras palabras, no les cabía la menor duda de que su muerte había sido accidental. También es verdad que no se enfrentaban a una cuantiosa demanda de seguro. El fallecido llevaba en el bolsillo del abrigo la cuenta de cinco marcos de una cena para dos en el Walterspiel, lo que a mi modo de ver descartaba el suicidio. Por lo general, uno no come y bebe tan bien cuando planea quitarse la vida. A decir verdad, las únicas razones por las que la policía pensaba que estaba borracho eran las tres botellas, dos de champán y una del mejor borgoña, que figuraban en la cuenta. Quizá estaba borracho, no lo sé, pero si se abonaba la póliza, Ursula Dorpmüller iba a cobrar veinte mil marcos alemanes, lo que la convertiría en la viuda alegre por antonomasia. Con veinte mil marcos se pueden comprar un montón de pañuelos y todo un océano de la más honda compasión. Ursula era azafata de la TWA en Briennerstrasse y cobraba un sueldo excelente. Antes había sido enfermera. Estaba en América, visitando a su madre enferma, cuando su marido, Theo, falleció. Tocaba el órgano todos los domingos en la iglesia de St. Benno, en la misma calle donde estaba su apartamento, y formaba parte del comité del Baile de la Magnolia, un acto benéfico organizado por el Club de Mujeres Germanoamericanas. También colaboraba mucho con otra entidad benéfica que ayudaba a los refugiados de Alemania del Este y Hungría, y parecía muy buena persona. Tal vez nunca habría llamado la atención de Dietrich sobre su caso de no haberme acordado de que ya había oído el apellido Dorpmüller, y además hacía poco. Le di vueltas durante varios días antes de recordar dónde. Al final me vino a la memoria. Y cuando ocurrió, fui directo a ver a Dietrich.

—El ratón Timothy y yo tenemos que decirle unas palabras al oído a Dumbo —anuncié.

—¿Sobre qué?

—La reclamación de Dorpmüller —dije—. No me da buena espina.

—Parece bastante buena mujer.

—Sí, lo parece, ¿verdad? Y eso es precisamente lo que no me gusta de ella. Es una santa. Es nada menos que Hildegarda de Bingen, y déjeme que le diga que los santos no acostumbran a cobrar veinte mil marcos libres de impuestos.

—Imagino que cuenta con algo más sólido que una corazonada para decirlo.

—Como bien sabe, antes de entrar a trabajar aquí lo hice en el hospital de Schwabing.

—Ya suponía que fue allí donde desarrolló semejante preocupación por sus congéneres.

—Un día nos llevaron a unos que habían resultado heridos de gravedad tras la explosión de una bomba que no había detonado en su momento.

—Leí algo al respecto. Por suerte, no era de las nuestras. La póliza, quiero decir. No la bomba.

—De hecho, se equivoca. Uno de los heridos era el Fritz que acabó debajo del tren. Theo Dorpmüller.

—Ah, ¿sí? ¿Herido de gravedad?

Recordé al hombre a quien había llevado en la silla de ruedas al depósito de cadáveres con Schramma para que identificase a Johann Bernbach.

—No fueron heridas muy graves. Tan solo algunas quemaduras. Pero sin duda lo suficiente para estar una semana de baja.

—Empiezan a aletearme las orejas. Y Timothy le envía saludos.

—A lo que quiero ir a parar es a que no presentó una reclamación por lucro cesante. Ese hombre tiene una póliza de tres estrellas por fallecimiento y lesiones personales y no reclamó ni cinco. ¿Por qué?

—Timothy le vuelve a saludar y pregunta: «¿Está seguro de que era el mismo Fritz?».

—Seguro. También estoy seguro de que eso solo puede significar una cosa.

—Que no sabía que tenía una póliza de tres estrellas con Múnich RE. No había manera de que lo supiera. Porque de haberlo sabido, sin duda habría presentado una reclamación por lucro cesante.

—Exacto.

—Buen trabajo, Christof.

—Creo que usted y Timothy tienen que investigar a Ursula Dorpmüller.

—No caerá esa breva. Mire cómo tengo la mesa. Es el problema de este negocio: el exceso de papeleo. Estoy encadenado a este despacho como el tipo ese del hígado y el águila. Sencillamente no dispongo de tiempo para investigarla. En cambio, usted, Diógenes, podría ocuparse del asunto. Acaba de exponerme el caso y ahora tiene que encargarse de investigarlo.

—De acuerdo. Pero ¿cómo debo abordarlo?

—Del siguiente modo. Haga creer a esa mujer que vamos a abonarle la póliza sin ningún problema. Que ha quedado satisfecho con su reclamación, pero quiere comprobar unos detalles irrelevantes. Hágale firmar algún que otro documento que no sirva para nada. Necesita una copia de su pasaporte. Su carné de conducir, si lo tiene. La partida de nacimiento. El certificado de matrimonio. Y dele largas. Nuestro departamento de contabilidad extenderá el cheque en cualquier momento y, en cuanto lo hagan, asegúrele que se lo entregará usted en persona. No es más que una formalidad, de veras. Es como si ya tuviera los veinte mil en el banco. Si está llevando tanto tiempo es porque se trata de una cifra muy elevada. Sea tan amable con ella como si fuese su propia madre, si es que la tiene. Dele jabón a base de bien. Cortéjela si es necesario. Pero en privado, quiero que la trate como si fuera Irma Grese. Y vea qué lleva Irma en el bolso.

Irma Grese había sido una supervisora de prisioneros de las SS a la que los británicos ahorcaron por crímenes de guerra en 1945; a decir de todos se la había conocido como la Bella Bestia, y también como la Perra de Belsen.

—Ya me hago una idea. Es una idea desagradable, pero veo exactamente cómo llevarla a la práctica. Poli bueno, poli malo. Jekyll y Hyde.

—Quizá. Pero al ratón Timothy le gusta más el Fritz ese de Shakespeare. El que toma a Otelo por idiota.

—Yago.

—Sí, ese. A su lado, pero no de su parte. Gánese su confianza y aguarde el momento de ponerle la zancadilla.

—De acuerdo. —Fruncí el ceño—. Si es lo que quiere. Usted manda.

—¿Qué le pasa? No parece muy convencido de mi estrategia.

—No, no es eso. Solo estaba pensando.

—¿En qué?

—Para empezar, estamos hablando de asesinato con premeditación. Y de una conspiración. Alguien tuvo que empujar a Dorpmüller del andén de la estación. Yo diría que la persona con quien cenó. Un amigo. Un buen amigo, a juzgar por lo que costó la cena.

—Según el informe policial, fue a las tantas de la noche, en la oscuridad, y Dorpmüller era la única persona que había en el andén.

—Así pues, hay alguien que ya está convencido de que salió impune.

—¿La viuda?

—La viuda tiene una coartada inmejorable. Estaba en América cuando murió su esposo.

—Sí, es verdad. Lo que significa que debía de tener un cómplice. Otro conspirador.

—Exacto.

—Salta a la vista que le ronda mucho más por esa cabeza suya tan retorcida, Christof.

—Mire, Herr Dietrich, no llevo ni cinco minutos en Múnich RE, por lo que no quiero pisarle los callos a nadie.

—No se preocupe, lo más probable es que los tenga asegurados.

—No contra algo así. Nadie está asegurado contra la posibilidad de que se escape algún comentario peligroso de la boca de otra persona.

—Suéltelo, sea lo que sea. Lo lleva bastante bien hasta el momento.

—De acuerdo. ¿Hasta qué punto conoce al agente que le vendió la póliza de seguros a Dorpmüller?

Dietrich abrió el expediente y consultó los nombres del certificado de seguro.

—Friedrich Jauch —dijo—. Lo conozco desde que entró a trabajar hace unos dos años. Un tipo listo. Atractivo, también. Era subastador en Karl & Faber antes de ingresar en MRE. De hecho, solicitó el puesto que ocupa usted.

—¿De tasador de daños?

—Eso es. Solo que es demasiado listo como para que el departamento de ventas lo deje escapar. Les hace ganar mucho dinero. Así que los de arriba me obligaron a rechazar su solicitud.

—¿Cuándo fue eso?

—Hará un par de meses.

—Entonces, mucho después de que le vendiera la póliza a Dorpmüller, ¿no?

—Sí, supongo.

—Qué interesante.

—¿Cree que puede estar implicado?

—Si Dorpmüller no estaba al tanto de que tenía esa póliza, ¿quién cree que firmó los formularios? Eso me gustaría saber a mí. Yo diría que fue Frau Dorpmüller. Quizá en connivencia con Friedrich Jauch.

—Y tal vez algo más que eso.

—Podría ser. Podría ser que alguien empujara a Dorpmüller del andén de la estación. Podría ser que ese alguien fuera Friedrich Jauch. Podría ser que por eso solicitara un puesto en reclamaciones. Solo para echar por tierra una posible investigación de este departamento. Piense en ello un momento. Sería una buena intriga, investigar la reclamación de una póliza que vendió él mismo.

—Qué imaginación tan retorcida tiene, ¿eh? Ahora que lo pienso, me sorprendió un poco que solicitara el puesto. No solo MRE gana dinero gracias a las buenas aptitudes como vendedor de Friedrich Jauch, sino que él también lo gana. Con las comisiones que obtiene, pasar a ser tasador de daños le habría supuesto un recorte de sueldo considerable.

—¿No se lo preguntó?

—Sí. Adujo que se estaba cansando de estrechar manos y sonreír todo el día. Que pensaba que un puesto en reclamaciones le iría mejor.

—¿Cómo se lo tomó cuando rechazó usted su solicitud?

—Bien. Le mejoraron el contrato como agente de seguros. Le dieron un coche de empresa y le subieron un punto el porcentaje de comisión. Difícilmente podía despreciar algo así.

—No sin llamar la atención.

—Claro que hay otra posibilidad. Podría ser que Dorpmüller no tuviera ocasión de reclamar una indemnización por el tiempo que estuvo de baja. Que estuviera demasiado ocupado como para hacerlo.

—Dudo que usted lo crea así. Y el ratón Timothy, tampoco.

—Pero quiero creerlo —aseguró Dietrich—. Hay una sutil diferencia. Friedrich Jauch es casi amigo mío.

—Mire, tampoco es que la prima de Dorpmüller hubiera subido en el caso de que hubiese pedido una indemnización. También estaba cubierto en ese sentido.

—¿También ha reparado en eso? Aprende rápido, Christof.

—He aprendido a no hacer afirmaciones así sin tener indicios. Y los indicios están por escrito en ese expediente que tiene en la mano. Lo he leído de cabo a rabo. Y aún tengo la sensación de que me voy con algo chungo pegado a la suela del zapato.

—Entonces, ¿qué sugiere?

—Es la viuda quien esperará que la traten como Irma Grese. Al fin y al cabo, es ella quien está a la espera de que le caiga una pasta gansa. No Friedrich Jauch. Así pues, ¿por qué no lo sigue a él un par de días? A ver qué averigua. Si están juntos en esto, seguro que de momento procurará pasar inadvertido. Si tienen dos dedos de frente, habrán acordado no ponerse en contacto hasta que el cheque se haya hecho efectivo. Así que quien tiene que confiar es él. Sobre todo, después de que ella haya recibido el dinero. Lo que significa que igual podemos sacarlo de su madriguera igual que a un conejo. —Mientras hablaba con Dietrich ya tenía la sensación de estar afilando mis embotados conocimientos forenses igual que el filo de una navaja contra un asentador de cuero—. Sí. Eso podría funcionar. Me gustaría que se plantee lo siguiente.

—Soy todo oídos.

—Quiero que hable con el departamento de contabilidad y les haga extender un cheque certificado por veinte mil marcos, a favor de Ursula Dorpmüller.

—¿Después de todo lo que ha dicho? Me decepciona usted.

—Pero lo que debe hacer es indicarles que pongan en el cheque fecha de hace una semana. Y que le faciliten una copia fotostática.

—¿Qué planea?

—Poner a prueba la antiquísima teoría de que cree el ladrón que todos son de su condición, y el asesino también.

Laberinto griego

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