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Todo discurrió según lo planeado, o casi. Incluso con cuatro botellas de Spätburgunder del bueno entre pecho y espalda, Schramma se las ingenió para sacar un arma del bolsillo e intentar dispararme —era la que había tenido previsto usar contra mí desde el primer momento, después de que en teoría yo hubiera abatido a los otros dos con el calibre 38— y me vi obligado a dejarlo inconsciente por completo de un gancho rápido a la cara. Después de haberlo fotografiado con los muertos, los arrastramos arriba y lo sacamos al jardín, donde lo cargamos en la carretilla y lo llevamos de regreso a su coche. Estaba oscuro y caía una fuerte nevada, pero no nos vio nadie. En Bogenhausen seguramente lo habríamos podido sacar de la casa en mitad de un día de verano y nadie se habría percatado.

Con Merten siguiéndome, conduje el BMW a través del puente hasta el Jardín Inglés y lo abandoné allí con Schramma en un lugar tranquilo cerca del monóptero, que es una especie de templo griego en la cima de una colina dedicado a Apolo, uno de los dioses que gozan de mayor popularidad en Múnich. Después de todo es el dios de la profecía, y a los bávaros eso les gusta. Desde luego, Hitler así lo creía.

—¿Y si se muere congelado? —dijo Merten.

—Mire que lo dudo.

—No me gustaría cargar con ninguna muerte sobre mi conciencia.

—No se preocupe por eso. Estará bien. Cuando era un poli que hacía la ronda en Berlín me topé con muchos borrachos que habían sobrevivido a noches más frías que la que pasará Schramma en ese BMW. Además, esto ha sido idea mía, no suya. Así pues, aunque muriera, usted no tendría nada que reprocharse. Yo puedo vivir con ello después de lo que él tenía pensado hacer conmigo.

—Necesito un trago.

—Yo también.

—Mejor en algún sitio alegre. Tengo a esos dos muertos grabados en las retinas. Venga. Invito yo.

Merten condujo en dirección sur hasta la Hofbräuhaus de Platzl, una cervecería de tres plantas que se remonta al siglo XVI en cuya planta de arriba Hitler pronunció en cierta ocasión un importante discurso, solo que nadie menciona eso ahora. Hoy en día la gente agradece más una pequeña banda de viento. Ocupamos una mesa apartada que hacía esquina con un alféizar de ventana de la anchura de la tapa de un ataúd y pedimos cervezas tan altas como paragüeros. Intenté llevar la cuenta de los cigarrillos que fumaba el abogado, no por insulsa curiosidad sino llevado por el deseo de sentirme mejor con respecto a mi propia adicción. Sentado junto a Merten me sentía mejor de lo que me había sentido en mucho tiempo. Hasta me las apañé para convencerme de que me encontraba en un estado óptimo de salud. El tipo echaba más humo que el valle del Ruhr. Durante un rato nos limitamos a beber y fumar y no hablamos en absoluto, pero poco a poco la música y la cerveza nos dieron alcance y al final dijo:

—Hablando como berlinés, Múnich deja mucho que desear en ciertos aspectos, pero desde luego que la cerveza no es uno de ellos. No hay cerveza como esta en ningún lugar del mundo. Ni siquiera en Asgard. En un momento u otro habré probado todas y cada una de las cervezas de esta zona. No es una gran afición, lo sé, pero desde luego es mejor que coleccionar sellos. También deja mejor sabor.

—¿Alguna vez echa de menos Berlín, Bernie?

—Claro. Pero ahora mismo Berlín anda como Amelia Earhart, ¿no? Perdido en una isla desierta en mitad de un inmenso mar rojo y hostil. Así que no tiene sentido desear encontrarse allí.

—Sí, pero Múnich tiene algo que no es tan bueno como Berlín. Solo que no sé lo que es.

—Si Berlín es Amelia Earhart, entonces Múnich es Charles Lindbergh: rico, reservado, vano y con una historia más que cuestionable.

Merten sonrió hacia el interior de una cerveza del color de una buena noche ya disfrutada y a punto de desaparecer sumidero abajo.

—Estoy en deuda con usted —aseguró.

—Ya me lo dijo. Y no hace falta que lo repita. Basta con que siga invitándome a cervezas.

—No, en serio, me gustaría ayudarlo, Bernie. Por los viejos tiempos. Dijo que es celador en el depósito de cadáveres del hospital de Schwabing, ¿no?

—Ah, ¿sí?

—Un hombre con sus aptitudes está desaprovechado en un lugar así.

—¿A qué aptitudes se refiere, Max? ¿Manipular un escenario del crimen? ¿Dejar a un hombre sin sentido? ¿Apañármelas para que no me peguen un tiro?

—Ser poli, claro, cosa que hizo durante un montón de años.

—Por eso ahora disfruto de una pensión tan generosa de la policía.

—Casualmente estoy al tanto de que hay un puesto vacante aquí en Múnich. Se le daría muy bien.

—Tengo un empleo que se me da muy bien. Cuidar de los muertos. De momento, no he tenido quejas. Ellos no me molestan y yo no los molesto a ellos.

—Me refiero a un empleo como es debido. Un empleo con perspectivas.

—De repente, todo el mundo me ofrece trabajo. Oiga, Max, los polis no somos buena gente. Dedicamos nuestras mejores cualidades al trabajo, y a la vida solo le tocan las sobras. No me tome nunca por un tipo decente. Nadie más lo hace.

—A ver, haga el favor de escucharme, ¿quiere?

—De acuerdo. Lo escucho.

—Un trabajo respetable.

—Ah. Entonces quedo descartado. Hace muchos años que no soy respetable. Lo más probable es que no vuelva a serlo nunca.

—Le hablo de un trabajo en seguros.

—Seguros. Eso es cuando la gente apoquina dinero a cambio de tranquilidad. No me importaría gozar de un poco de tranquilidad. Solo que dudo de que pueda permitirme la prima.

—Múnich RE es la empresa más importante de Alemania. Un amigo mío, Philipp Dietrich, es director del departamento de tasación de daños. Resulta que está buscando un nuevo investigador de demandas por daños y perjuicios. Un tasador de pérdidas. Y me da la impresión de que a usted se le daría de maravilla.

—Es cierto que de riesgos sé mucho, los he corrido toda mi vida, pero no tengo ni idea de seguros, aparte de que no tengo ninguno.

—«Investigador de demandas» no es más que una manera educada de describir a uno que cobra por averiguar si alguien miente. Corríjame si me equivoco, pero ¿no es eso lo que hacía en la Alex? Se dedicaba a buscar la verdad, ¿no? Además, se le daba estupendamente, si mal no recuerdo.

—Es mejor dejar de lado esos recuerdos, si no le importa. Eran los de un hombre que se llamaba de otra manera.

—Lo que se decía en la Alex era que durante un tiempo fue usted el mejor inspector de la Comisión de Homicidios. Todo un experto.

—Sin duda vi muchos asesinatos. Pero hágame caso: si busca la verdad, no le pregunte a un experto en nada. Lo que obtendrá es una opinión, que es algo muy distinto. Además, los polis y los inspectores no son expertos, Max, son apostadores. Se manejan con probabilidades, igual que ese tipo francés, Pascal. Lo más probable es que este sea inocente y lo más probable es que ese sea culpable, y luego lo dejamos en manos de los abogados. Los únicos que siempre aseguran decir la verdad son los sacerdotes y los testigos en los juicios, lo que permite hacerse una idea bastante aproximada del valor que tiene la verdad.

—Trabajar para MRE tiene más futuro que trabajar en un depósito de cadáveres, diría yo.

—No estaría tan seguro, Max. Todos acabaremos allí tarde o temprano.

—Hablo en serio. Mire, deme unos días para que le hable de usted a Dietrich. Y déjeme agenciarle un traje nuevo. Sí, ¿por qué no? Para una entrevista. Es lo menos que puedo hacer después de todo lo que ha hecho por mí. Dígame que se lo planteará. Y deme una respuesta por la mañana. Pero no lo deje correr más tiempo. Como se suele decir, la mañana amanece con oro en la boca.

—De acuerdo, de acuerdo. Siempre y cuando deje de mostrarse tan rematadamente agradecido. Es posible que la bondad parezca la cadena dorada que mantiene unida la sociedad, pero a mí me destroza. No la soporto. Ya no. Cuando la gente es cruel o indiferente, sé a qué atenerme. Eso nunca defrauda. Pero, por el amor de Dios, no sea amable conmigo. No sin un paracaídas.

Laberinto griego

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