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Seguramente fue un alemán quien inventó la noción de archiduque. Quiero decir, un duque alemán insatisfecho con su condición de duque normal y corriente. Supuse que algo parecido debía de ocurrir con los que trabajaban en el mundo de los seguros en Alemania. El cargo que ocupaba Friedrich Jauch era el de «director ejecutivo de ventas a cargo del desarrollo de nuevos negocios». Como para estar a la altura de un título tan largo, era muy alto, erguido y esbelto; con el traje gris pálido y la corbata verde claro casi parecía un álamo. Debía de rondar los treinta y cinco años, aunque el pelo rubio peinado con estilo juvenil y la voz aguda con que ceceaba lo hacían parecer más joven aún. Lo bastante joven y estúpido como para considerar el asesinato una solución fácil a un problema común: el dinero y la carencia de este. Nos habíamos visto ya en un par de ocasiones, pero lo dispuse todo para que pareciese un encuentro casual, en la amplia escalera de mármol que bajaba hasta el espléndido vestíbulo principal de MRE, solo un par de días después de poner a Dietrich al tanto de mis sospechas sobre él. Salía camino de algún lugar, con un loden de color verde cazador y un sombrero adornado de algo que parecía medio tejón encima de la coronilla.

—Buenas tardes, ¿qué tal está? —saludé en tono animado.

—Bien, muchas gracias. ¿Cómo se está adaptando a MRE? ¿Qué tal Dumbo?

—¿Siempre anda tan enfurruñado?

—Siempre.

—Yo diría que, a su modo de ver, él es lo único que se interpone entre esta compañía y la ruina financiera. Por cierto, igual le interesa saber que hemos abonado la indemnización por fallecimiento de Dorpmüller.

—Ah, ¿sí? Bueno. Bien. Al menos, creo que está bien. Era mucho dinero, por lo que recuerdo.

—En efecto. Lo es. Investigué todos los detalles, pero no encontramos nada sospechoso. Para gran irritación de Dietrich. Como seguramente imagina. Detesta abonar una indemnización tan cuantiosa. Sea como sea, yo mismo entregué el cheque. De hecho, tengo una copia en este mismo expediente. Tal vez quiera verla. Si hubiera sido pagadero a mi nombre, lo más probable es que la enmarcase.

Abrí el expediente que llevaba bajo el brazo y le enseñé la copia de un cheque por veinte mil marcos alemanes a favor de Ursula Dorpmüller, con la esperanza de que se fijase en la fecha.

—Hay que ver —comenté—. Veinte mil marcos. Qué no haría yo con semejante suma.

—Es mucho dinero, eso seguro.

—No quería llevarlo a correos sin más, teniendo en cuenta la cifra. Así que se lo entregué a la viuda en persona. Se lo llevé a su apartamento de Nymphenburg, hace unos días. Todavía estoy orientándome un poco por aquí y sigo sin saber exactamente cómo funciona la burocracia de los seguros. En cualquier caso, me pareció que querría saberlo. —Cerré el expediente y le ofrecí mi sonrisa más afable, como si fuese uno de mis mejores amigos en MRE.

—Claro, claro. Muchas gracias. Me alegra que lo haya hecho.

—Es una mujer muy atractiva, ya sabe. Frau Dorpmüller, quiero decir.

—Sí, supongo.

—Desde luego, a mí me lo pareció. A veces me pregunto si las mujeres atractivas saben el efecto que causan en los hombres. Por lo general, procuro no pensar en ellas en absoluto. Por mi bien y por el suyo. Las mujeres cercanas a mí no han corrido muy buena suerte, de un modo u otro. Dejar a la hembra de la especie en paz se ha convertido, en mi caso, en una especie de acto de valor.

—Ah, ¿sí? Me sorprende. Igual es usted más peligroso de lo que parece.

—Eso espero.

Tenía una sonrisa tan tenue como su piel apergaminada. Los álamos son típicos de climas fríos y su madera resulta muy difícil de quemar, pero mientras charlaba, el pálido cuello de Friedrich Jauch empezó a tornarse de un rojo intenso, como si su cuerpo entero entrara en ignición muy poco a poco. A todas luces nuestra conversación tenía el efecto que yo deseaba. Acababa de despejarse cualquier posible duda sobre su culpabilidad. En mis tiempos como poli en Berlín había interrogado a algunos grandes maestros del embuste, y Friedrich Jauch no era uno de ellos. Su culpa y su codicia de una parte del acuerdo lo volvían más transparente a mis ojos que alguno de esos peces sin sangre de las profundidades abisales. El caso era que yo acababa de volver de entregarle el cheque manipulado a Ursula Dorpmüller en su apartamento de Nymphenburg, pero quería que Jauch sospechara que ella lo había traicionado y se había echado atrás con respecto a cualquier posible trato previo que hubieran hecho. Aun en el caso de que hubiesen acordado no verse durante un tiempo, lo más probable es que, después de nuestra conversación, él insistiera en quedar con Frau Dorpmüller: tenía que hacerlo, y sin duda daría por sentado que ella mentía cuando le dijera que acababa de recibir el cheque. En cuanto esa semilla de duda arraigara en su mente, yo apostaba a que su conspiración empezaría a desmadejarse como la lana de un jersey barato.

—Bueno, gracias por ponerme al tanto, Christof. Se lo agradezco. Pero no puedo quedarme aquí de cháchara. Más vale que me vaya. Tengo clientes que ver, y seguros que vender.

—Me alegra hablar con usted —dije, y continué escaleras arriba hacia donde había dejado el abrigo encima de un sillón tallado a mano. Lo cogí, bajé de nuevo al vestíbulo, lo vi doblar a la derecha al salir por la columnata hacia Königinstrasse, y luego lo seguí.

Llevaba una temporada sin seguir a ningún sospechoso, y me hacía ilusión revivir la experiencia. A decir verdad, la persecución me hacía sentir joven de nuevo, como si fuera un inspector de menor rango en la Alex cuando los comisarios nos adiestraban cual sabuesos. Fue la mejor preparación del mundo, por cierto. Una vez seguí a un hombre durante tres días sin que se diera cuenta, y ni siquiera llevaba una letra M pintada con tiza en la espalda del abrigo. Lo ideal habría sido tener un compañero que siguiera a Jauch, pero lo más probable es que las dudas y las sospechas sobre su cómplice lo tuvieran demasiado preocupado como para fijarse en que lo seguían. Además, yo había hecho aquello miles de veces, mientras que tal vez fuera la primera vez que lo seguía un inspector curtido. De confirmarse mis sospechas, seguramente también sería la última vez que lo siguieran.

Fui tras sus pasos hasta la esquina de Galeriestrasse, donde entró en una cabina telefónica e hizo una llamada. Unos minutos después salió, cruzó hacia Ludwigstrasse y cogió un taxi de la parada. Primera regla si crees que te están siguiendo: no cojas nunca un taxi de la parada a menos que sea el único libre. Allí había tres, lo que significa que me fue fácil montarme en otro y seguirlo allí adonde iba. Unos minutos después, en la zona sur del centro de Múnich, su taxi se detuvo y él se apeó en Sendlinger Tor Platz. Pero yo seguí en mi taxi un momento y lo observé. La zona, que se extendía desde Marienplatz hasta más allá de Rindermarkt, había quedado destruida casi por completo durante la guerra y la estaban reconstruyendo con arreglo a líneas nuevas y uniformemente modernas. Las recientes demoliciones habían dejado al descubierto la Löwenturm, una de las torres de la antigua muralla de la ciudad, y despejadas las vistas a través de varios solares vacíos. Era pan comido no perderle el rastro a Jauch. Con el sombrero que llevaba, no podría habérmelo puesto más fácil. Era un Gamsbart, un sombrero tirolés con un penacho que en teoría tenía que imprimir carácter a quien lo lucía. Para el caso, como si hubiera llevado una bandera nazi. Unos momentos después, se escabulló hacia el interior de un cine y lo seguí.

En la ventanilla le sonreí a la taquillera con cara de tucán que había tras el cristal y dije:

—El tipo que ha entrado con ese sombrero estúpido, el Gamsbart. ¿Dónde se ha sentado? No quiero ponerme justo detrás de él.

—En el patio de butacas.

Volví a sonreír.

—Deme una entrada para el anfiteatro, ¿quiere? Por si no se quita el sombrero.

—La película está a punto de empezar —me apremió, a la vez que me daba la entrada antes de volver a ocuparse de sus uñas y su ejemplar de la Film Revue.

Entré y busqué mi asiento antes de que se apagaran las luces, justo a tiempo de localizar a Friedrich Jauch, solo en mitad del patio de butacas, podría decirse que justo debajo de la primera fila del anfiteatro donde me había puesto yo, no lo bastante cerca como para oír nada de lo que pudiera decir, pero sí para fijarme en si alguien se sentaba cerca de él. Dejó el sombrero en el asiento de al lado, con sumo cuidado, como una mascota querida. Me incliné hacia delante y, con la barbilla apoyada en el antepecho de terciopelo rojo, vi que podía columpiar la mirada entre la pantalla —la película era Cruce de destinos— y Friedrich Jauch sin mover siquiera la cabeza. El cine estaba más o menos vacío; una película sobre el imperio británico no era un tema especialmente popular en Alemania. Encendí un cigarrillo y me dispuse a esperar la otra función que había venido a ver.

Siempre me había gustado ir al cine, incluso cuando el doctor Goebbels quería erigirse en Louis B. Mayer. Formar parte del público de una sala de cine tenía un atractivo infernal para mí. Estaban la oscuridad y el humo, claro; estaba la arquitectura grandiosa, el telón dorado, el mármol barato y el terciopelo rojo; y estaba el drama que acontecía en la gran pantalla, algo así como ver a los dioses esforzarse y fastidiarla a base de bien. Era como si la vida real hubiera quedado suspendida o acotada de repente en una antecámara del purgatorio. Estaba todo eso y el hecho de que yo siempre había querido morir en un cine, por la sencilla razón de que una película me daría algo mejor en lo que pensar que el asunto en sí de exhalar el último suspiro. Ava Gardner mirándome con esos ojos suyos de color esmeralda, por no hablar del espectáculo de su abundante busto en una camisa del ejército británico un poquitín demasiado ajustada, no tenía ni punto de comparación con los murmullos de algún cura severo.

Solo entonces caí en la cuenta de que a quien me recordaba Ursula Dorpmüller era a Ava. Al conocerla en el apartamento de Nymphenburg no me había costado nada imaginar al pobre Friedrich Jauch prestándose a los planes de la seductora sirena. Lo raro era que se hubiese casado con un pobre desgraciado como Theo Dorpmüller. Igual lo había hecho porque es más fácil recibir una generosa suma en concepto de seguro de vida cuando aún no has cumplido los cuarenta años. Sentí pena por él. Incluso sentí pena por Friedrich Jauch. Esperaba que hubiese disfrutado del cuerpo de Ursula, porque iba a ir a parar a un sitio donde seguramente no se permitían visitas conyugales. Quizá en Alemania Occidental no hubiera pena de muerte como en Francia y el Reino Unido, pero sabía por experiencia que la prisión de Landsberg no era una ciudad de vacaciones.

Un rato después despegué mis ojos golosos del pecho de Ava y me fijé en que la butaca justo detrás de Jauch estaba ocupada por una figura con abrigo de piel y un pañuelo lila en la cabeza. Los dos amantes fingían no hablar, pero entonces Jauch se dio la vuelta y le cogió la mano, que a mi modo de ver apretó la suya con fuerza. Esos dos no habrían parecido más culpables ni aunque hubiesen sido Ava Gardner y Frank Sinatra. Ahora lo único que tenía que hacer era ir a una cabina y llamar a Dumbo Dietrich.

Abandoné la sala por la salida de incendios y bajé corriendo hacia el exterior. Si los polis se daban prisa, podrían atraparlos a los dos, uno después del otro, cuando salieran del cine como dos extraños en la noche. Era verdad que la mayor parte de las pruebas que pesaban contra ellos eran circunstanciales, pero un inspector experimentado no tendría problemas para hacer que se derrumbaran en el interrogatorio. La única incógnita era cuál de los dos se vendría abajo primero. Yo tenía mi propia teoría al respecto. Jauch había cometido el asesinato, por lo que era quien más tenía que perder. Así pues, ella lo delataría. No podría evitarlo. Lisa y llanamente, es lo que hacen las mujeres.

En el lado oeste de Sendlinger Tor Platz, delante de los jardines de Nussbaum, estaba Matthäuskirche, una anodina iglesia protestante construida en 1953 con un alto campanario de ladrillo rojo que parecía un lugar adecuado para entrenar a bomberos o, lo más probable, matarlos. Si había estado mirando, Dios debió de pensar que los arquitectos alemanes habían perdido la razón por completo. Cerca había una hilera de cabinas telefónicas con más carácter que la iglesia. Entré en una de ellas para llamar a Dumbo. Un par de refugiados de la Alemania del Este pedían limosna delante de la iglesia y les lancé un par de monedas cuando salía de la cabina. No fue ver refugiados lo que me molestó. Nada de eso. Lo que me afectó fue que ellos me mirasen a mí. Un alemán mirando a otro como queriendo decir: «¿Por qué yo y no tú?». Lo peor era que muchos de los más jóvenes aún se las apañaban para tener el aspecto rubio y de ojos azules de la raza superior.

Me apresuré para regresar al cine, donde compré otra entrada, esta vez para el patio de butacas. Dejé escapar un suspiro de alivio. Los amantes estaban ahora sentados uno junto al otro donde los había dejado, ajenos por completo al desastre que estaba a punto de poner su mundo patas arriba.

Ava posó en mí sus ojazos verdes y meneó la cabeza como para decir: «¿Cómo puedes haberlos traicionado, maldito cabrón? No podían hacer otra cosa. Ese seguro de vida era el único dinero que tenían para que su amor saliera adelante», o alguna chorrada por el estilo. Pero también es verdad que Ava era una mujer de armas tomar. Saltaba a la vista. Seguro que por eso la adoraba. Y más nos valía a los dos que yo me hubiera prometido dejar a Ava en paz.

Laberinto griego

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