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Eran las diez en punto de la noche cuando Adolf Urban, el director de la funeraria local, apareció para llevarse a Johann Bernbach a su nuevo domicilio, más permanente. Urban rara vez decía gran cosa, pero en esta ocasión —conmovido por el aspecto de la cara del muerto, la perspectiva del nuevo negocio y quizá unos tragos que había disfrutado antes de venir al hospital de Schwabing— estaba locuaz, al menos para un enterrador.

—Gracias por mandármelo —dijo, y me dio un par de marcos.

—No sé si ha sido muy buen encargo. Este va a dar trabajo más que de sobra.

—No. Yo creo que el funeral será con el ataúd cerrado. Sería una pérdida de tiempo intentar dejar a este tipo como Cary Grant. Pero es su cara la que me interesa más, Herr Ganz.

Casi me estremecí, y deseé con todas mis fuerzas que no me hubieran reconocido. Sabía por conversaciones anteriores que Urban había incinerado a algunos de los nazis menos importantes que ahorcaron los Amis en Landsberg en 1949. Ninguno de ellos parecía dispuesto a irse de la lengua, pero según mi experiencia nunca se es demasiado precavido cuando se trata de un pasado que intentas quitarte de encima como un fuerte resfriado.

—El caso es que me falta un portador de féretro. Estaba pensando que, ya que está aquí por las noches y tal, podría venir y sacarse un dinerillo extra trabajando para mí de día. Venga. ¿Qué más va a hacer durante el día? ¿Dormir? Eso no da dinero. Además, me parece que tiene el rostro adecuado, Herr Ganz. El mío es un negocio que requiere cara de póker, y la suya parece salida de bajo el tapete de una mesa de cartas. No deja entrever nada. Igual que su boca. Un hombre que se dedica a mi oficio tiene que saber cuándo morderse la lengua. Que casi siempre es... siempre.

Él tenía el rostro torcido, casi obsceno, como un pedazo de plástico fundido, con una nariz permanentemente enrojecida que parecía una pequeña polla muy roja con los cojones debajo, y los ojos casi tan inertes como los de sus clientes.

—Me lo voy a tomar como un cumplido.

—Lo es en Alemania.

—Pero, aunque quizá mi cara cumpla sus requisitos, no tengo la ropa adecuada. No, ni siquiera una corbata.

—Eso no es problema. Puedo equiparlo: traje, abrigo y corbata, siempre y cuando le guste el negro. Igual le convendría deshacerse de esa barbita rala. Le da un aspecto como de Durero. Aunque, ahora que lo pienso, mejor no se la afeite. Sin ella estaría demasiado pálido. Eso no es bueno cuando se trabaja en una funeraria. No conviene tener aspecto de que podría volver después de que anochezca y darse un atracón con uno de los cadáveres. Sobra gente así en Alemania. Bueno. ¿Qué me dice?

Dije que sí. Tenía razón, claro; aparte de haberme convertido en un ser casi nocturno, me hacía falta el dinero y no iba a ganarlo estando en la cama todo el día. No con una figura como la mía. Así pues, cosa de una semana después me encontraba ataviado con frac y corbata negros, un sombrero de copa en la cabeza y una expresión en el rostro levemente arreglado que en teoría debía transmitir sobriedad y seriedad. La sobriedad era discutible: el schnapps de primera hora de la mañana era una costumbre que me resultaba difícil de controlar. Por suerte para mí era la misma expresión que adoptaba para mostrar insolencia muda y escepticismo y todas las demás cualidades tan irresistibles que poseo, por lo que no me hacía falta ser Lionel Barrymore para clavarla. Tampoco es que atribuya mucha importancia a mis cualidades: todo hombre se conduce de acuerdo con ese comportamiento que ha recibido la aprobación silenciosa de un número muy reducido de mujeres.

Nevaba con fuerza cuando me monté en un coche en el cementerio de Ostfriedhof como uno de los cuatro hombres encargados de llevar el ataúd de Bernbach al crematorio donde, según Urban, los Amis habían incinerado en secreto a los doce nazis de alto rango a quienes ahorcaron en Núremberg en 1946. No era tan conocido el hecho de que las cenizas de mi segunda esposa, Kirsten, también se encontraban en Ostfriedhof. Cuando todo hubo terminado y Urban acudió a darme el pago y la propina, no dije nada al respecto, sobre todo porque me daba vergüenza no haber visitado el lugar del cementerio donde estaba la urna con sus restos; ni una sola vez desde su muerte. Pero ahora que estaba allí tenía intención de ponerle remedio. De pronto me sentía perdidamente enamorado del recuerdo de mi mujer.

—Pensaba que el fallecido era judío —le comenté a Urban mientras veíamos a los deudos salir en fila de la iglesia neogótica de la Santa Cruz donde acabábamos de arrojar su cadáver a las llamas. Entre ellos estaban la mayoría de los empleados del cabaret Apollo, así como el inspector grande e irritable al que había reconocido en el depósito de cadáveres del hospital.

—No practicante.

—¿Acaso hay alguna diferencia si eres judío?

—Qué sé yo. Pero hoy en día no es tan fácil encontrar a alguien que oficie un puñetero funeral judío en esta ciudad. La última vez que me encargué de uno la familia tuvo que ir a Augsburgo a buscar un rabino. Cabe añadir que los judíos prefieren que los entierren, no que los incineren. Y con lo dura que está la tierra, esa tarea es doblemente difícil. Por no hablar de que sigue habiendo muchos explosivos sin detonar en el antiguo cementerio judío de Pfersee. Es imposible saber qué hay enterrado allí, sobre todo con tanta nieve. Así que convencí a sus amigos, que lo han pagado todo con suma generosidad, que a todos los efectos de este funeral, el fallecido debía ser enterrado como cristiano. Después de todo, sería una pena que una vieja bomba americana hiciera saltar a alguien más por los aires, ¿no cree? —Se encogió de hombros—. Además, ¿qué importa lo que le ocurra a uno después de muerto?

—Vaya enterrador está hecho.

—Esto es un negocio, no una vocación.

—A mí desde luego me trae sin cuidado lo que me ocurra.

Urban miró alrededor.

—Además, bastantes judíos hay ya en Ostfriedhof. A muchos prisioneros de Dachau los incineraron y sus cenizas se esparcieron aquí.

—¿Junto con esos nazis de alto rango que mencionaba?

—Junto con esos nazis de alto rango. —Volvió a encogerse de hombros—. Seguro que podemos confiar en que el Señor distinga a unos de otros. —Me entregó un sobre—. ¿Puedo contar mañana con usted? A la misma hora. En el mismo sitio.

—Si sigo vivo, no me lo perdería por nada del mundo.

—Lo estará. Seguro. Cuando uno lleva en este oficio tanto tiempo como yo, desarrolla un sentido para esa clase de cosas. Es posible que no lo crea, pero aún le quedan unos cuantos años por delante, amigo mío.

—Debería regentar una clínica en Suiza. Hay quien pagaría espléndidamente por un diagnóstico tan positivo. —Encendí un pitillo y levanté la vista hacia el cielo—. La verdad es que me gusta este sitio. Puede que algún día me mude aquí para siempre.

—Seguro que sí.

—¿Me necesita para algo?

—No. Ha terminado por hoy. Vaya a casa, métase en su ataúd y duerma un poco.

—Eso haré. Pero antes tengo que ir a ver a alguien. Ya sabe que antaño Drácula tenía una novia.

Me marché con el sobre en el bolsillo y, al cabo de un buen rato de búsqueda —parte de ella en el interior de mi alma—, encontré los estoicos restos de Kirsten. Estuve allí un rato, deshaciéndome en disculpas por no haber ido antes —así como por muchas otras cosas— y di un paseo sin rumbo por el muelle desvencijado y probablemente inestable del recuerdo. Me habría quedado más tiempo, pero en la lápida delante de la urna estaba cincelada la frase QUERIDA ESPOSA DE BERNHARD GUNTHER, y por el rabillo del ojo vi que el corpulento inspector del hospital acudía a mi encuentro. A esas alturas ya había recordado su nombre, pero mantenía la esperanza de evitar que él descubriera el mío. Así pues, me alejé en diagonal, me demoré delante de otra lápida conmemorativa en un patético intento de despistarlo, y luego me dirigí hacia la verja de salida, solo que él se había escondido detrás de la tumba del gran duque Luis Guillermo de Baviera para tenderme una emboscada. Era apenas lo bastante voluminosa para ello. El poli grandullón era más corpulento incluso de lo que recordaba.

—Eh, usted. Quiero hablar con usted.

—Bueno, como puede ver, estoy de luto.

—Bobadas. Era uno de los portadores del féretro, nada más. Pregunté por usted. En el hospital.

—Qué amable. Pero ya me encuentro mucho mejor, gracias.

—Me dijeron que se llama Ganz.

—Así es.

—Solo que no se llama así. El apellido de soltera de mi esposa era Ganz. Y lo habría recordado la primera vez que coincidimos. Hace mucho tiempo. Antes de que Hitler llegara al poder. Antes de que se dejara esa barba.

Me vi tentado de hacer algún comentario sobre su esposa cuando era soltera, pero me lo pensé mejor; no es solo la conciencia lo que nos acobarda a todos, sino también los nombres falsos, así como las historias secretas.

—Igual tiene usted mejor memoria que yo, Herr...

—Pues no. Por lo menos, no todavía. Porque aún no he recordado su auténtico nombre. Pero estoy casi seguro de que era poli.

—¿Yo, poli? Qué ridiculez.

—Sí. Recuerdo que pensé eso mismo, porque era usted un poli de Berlín amigo de los judíos que buscaba a un inspector a quien yo conocía en la jefatura de policía local. Mi antiguo jefe.

—¿Cómo se llamaba? ¿Charlie Chan?

—No. Paul Herzefelde. Lo asesinaron. Pero según recuerdo, tuvimos que encerrarlo a usted toda la noche porque tenía el noble convencimiento de que no estábamos haciendo todo lo posible por averiguar quién lo había asesinado.

Era cierto, claro. Hasta la última palabra. Nunca olvido una cara, sobre todo una cara como la suya, hecha para denunciar a herejes y quemar libros, y con toda probabilidad ambas cosas a la vez, una encima de la otra. Tenía unas marcadas líneas de expresión tan duras e inexpresivas como una percha de alambre a los lados de una nariz que parecía el peto de una alabarda. Encima de la nariz ganchuda estaban los ojillos hieráticos y azules de una anguila morena gigante. Tenía la mandíbula de una anchura inverosímil y la tez vagamente purpúrea, quizá debido al frío. La altura y la constitución del hombre, así como sus canas, eran las de un boxeador de los pesos pesados retirado. Me dio la sensación de que en cualquier momento me iba a lanzar un golpe rápido o a encajar aquel puño derecho tan grande en lo que me quedaba de plexo solar. Recordé que se llamaba Schramma y había sido secretario de la Sección Criminal en el Praesidium de Múnich, y aunque no recordaba mucho más sobre él, sí que me acordaba de la noche que pasé en los calabozos.

—Eso es lo gracioso, ¿sabe? Paul Herzefelde no le caía bien a nadie. Y no solo porque era judío tal como usted pensaba. Además, la gente lo consideraba un corrupto. Aceptaba sobornos. Se veía con solo fijarse en su ropa. Había fundadas sospechas de que uno de los defraudadores más importantes de Múnich, un tipo llamado Kohl, lo había sobornado para que hiciera la vista gorda. La gente pensó que a Herzefelde lo mataron los nazis, pero lo más probable es que no fuera así. Yo diría que, no satisfecho con el soborno, Herzefelde intentó sacarle más pasta a Kohl y a este no le hizo gracia.

—Creo que me confunde con otro. Nunca he conocido a nadie con ese nombre. Y nunca fui policía en Berlín. Detesto a los polis. —Pensé en el currículum que me había pergeñado y me maldije por haber descuidado los años de la República de Weimar—. Sí que trabajé en Berlín una temporada. Pero era portero del hotel Adlon. Así que quizá es allí donde me vio. ¿Herr...?

—Schramma, secretario de la Sección Criminal Schramma. Mire, amigo, a mí me trae sin cuidado si se ha buscado una nueva identidad como Fritz Schmidt. Mucha gente lo ha hecho en los últimos tiempos, y por toda suerte de motivos inteligentes. Créame, un poli que vive en esta ciudad necesita dos guías telefónicas simultáneas para saber con quién demonios está hablando. Pero en el caso de que estuviera buscando trabajo, quizá podría ayudarlo. Por los viejos tiempos.

—No creo que de verdad quiera ayudarme, ¿sabe? Tengo la impresión de que intenta zarandearme con la esperanza de que caiga algo de mis bolsillos. Pero soy un hombre con dos empleos, lo que significa que estoy sin blanca, ¿lo ve? Debería ser evidente. Y si de mis ramas cuelga alguna manzana, lo más probable es que a estas alturas esté medio comida o podrida.

Schramma esbozó una sonrisa avergonzada.

—El conocimiento es poder, ¿verdad? No sé quién lo dijo, pero apuesto a que era alemán.

No lo contradije. Tampoco se percató de la ironía que entrañaba su propio comentario.

—Bueno, ¿qué demonios le importa quién sea? Voy tan de capa caída que hay casinos que me quieren contratar gafando a sus jugadores más afortunados. Se lo voy a repetir, soy un don nadie, pedazo de gorila. Está perdiendo el tiempo. Hay encargados de borrar la pizarra en las aulas de los colegios que son más importantes que yo.

—Quizá. O quizá no. Pero le prometo una cosa. En cuanto descubra quién es en realidad, Ganz, lo tendré en mis manos. Al igual que usted, he hecho un par de trabajillos para llegar a fin de mes. Tareas de seguridad. Investigaciones privadas. La mayor parte resultan tediosos y requieren mucho tiempo, pero a veces también conllevan peligro. Lo que significa que me vendría bien un expoli como usted en toda suerte de situaciones que no le costará ningún esfuerzo imaginar.

Me di cuenta de que era verdad. No estaba seguro de lo que pasaba por su cabeza, pero yo había intimidado a suficientes canallas cuando era policía en Berlín como para saber que lo más probable era que nada de aquello fuera a redundar en mi propio beneficio.

—Y no se le ocurra desaparecer. Si lo hace, tendré que sacar a relucir el nombre de Christof Ganz como sospechoso en algún viejo caso que no le importe a nadie. Ya sabe que puedo hacerlo encajar en cualquier clase de descripción. Seguramente usted haya hecho algún chanchullo parecido.

Lancé la colilla de un capirotazo contra el terso culo verde del ángel que velaba por el alma del gran duque y proferí un suspiro exasperado que sonó mucho menos exasperado de lo que en realidad me sentía.

—Adelante, haga lo peor que se le ocurra, poli, pero yo me voy ahora mismo. Llego tarde a una cita con mi barman preferido.

Era un farol, claro. Quizá tuviera cara de póker, pero no llevaba ninguna jugada en la mano.

Laberinto griego

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