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En el interior de la habitación todo marchaba según lo previsto: el general, un hombre bajo con bigote encerado al estilo del káiser Guillermo y un chaleco de cuero verde, estaba de pie en el comedor, frente a un individuo con un abrigo Gannex que era más joven de lo que había supuesto y lucía una de esas barbitas rubias que tanto les gustaban a los aspirantes a leninistas. El dinero, diez mil marcos contantes y sonantes, estaba encima del mantel a cuadros rojos bajo la mirada de un retrato del Renacimiento nórdico de una joven con una carta de papel vitela doblada en la mano. Era una buena noticia que su expresión no revelase nada. Aunque también es verdad que estaba perdiendo pelo en la coronilla, por lo que no tenía mucho de lo que alegrarse.

—¿Quién demonios son ustedes? —espetó el general—. ¿Qué es esto?

—El arma y el pañuelo deberían darle alguna pista, general —contestó Schramma—. Vengo con la intención de robar ese dinero. Pero si hace exactamente lo que le diga, no sufrirá ningún daño. —Se hizo a un lado y señaló la puerta con un golpe de pistola—. Abajo. Ahora mismo.

El general se encaminó hacia la puerta, pero el otro hombre se quedó plantado como si Schramma no se hubiera dirigido a él.

—Usted también —añadió Schramma.

El hombre del abrigo Gannex frunció el ceño como si le cogiera por sorpresa.

—¿Yo?

Schramma apoyó la pistola en la cabeza del individuo y le levantó el Karakul, que le quedó sobre la coronilla rubia como el solideo de un eclesiástico. Lo cacheó rápidamente en busca de un arma. Al no encontrarla, dijo:

—¿Qué quiere, una orden por escrito? Sí, usted también.

El del sombrero lanzó a Schramma una mirada entre furiosa y amarga, casi como si se conocieran, y quizá habría dicho algo más de no ser por el arma que empuñaba el policía. Nunca es buena idea hacerse el valiente cuando te apuntan con un calibre 38. Hay quien ha recibido un tiro por menos. Supongo que el general lo sabía. Y quizá se había fijado, como yo, en que la empuñadura estaba recubierta de cinta adhesiva, y lo más probable era que también el gatillo. Así pues, se mordió el labio, con buen juicio a mi modo de ver, y echó a andar delante de nosotros. Yo cerraba la comitiva como un estúpido postillón que parecía estar de más.

Seguí a los tres hombres escaleras abajo entre crujidos de peldaños. Al final de un largo pasillo embaldosado había una puerta metálica grande y gris con dos cerraduras. Debajo de una mirilla se leía la palabra PANZERLIT. Era un refugio antiaéreo.

—Ábrala —le dijo Schramma al general.

—¿Qué van a hacer? —preguntó este, al tiempo que movía la manilla. Abrió la puerta y encendió la luz para revelar una bodega bastante amplia. Un intenso aroma a botellas cubiertas de moho y humedad saturó el aire. No sabía gran cosa de vino, pero calculé que allí debía de haber por lo menos un millar de botellas. Era el refugio antiaéreo mejor equipado que había visto.

—Voy a encerrarlos aquí para que no puedan llamar a la policía —expuso Schramma, quien volvió a señalar con un golpe de pistola—. Adentro. Los dos.

—No se saldrá con la suya —replicó el hombre del sombrero, que se lo arrancó de la cabeza y lo sostuvo entre las manos como si se fuera a poner a rezar.

—¿No?

—No. Cometen ustedes un grave error. ¿Saben de quién es este dinero? De la división de inteligencia exterior del Ministerio para la Seguridad del Estado de Alemania Oriental. De ellos es.

—Calle y entre en el sótano —insistió Schramma.

—Los del MSE irán a por ustedes. Lo saben, ¿verdad? Este dinero solo le granjeará un montón de noches en blanco.

—No pasa nada. De todos modos, no duermo mucho.

Los dos hombres entraron en la bodega y se volvieron para encararse con Schramma, quien los había seguido unos pasos hacia el interior. Entonces se metió el índice en un oído, y eso, sumado a la cinta adhesiva que recubría la empuñadura del arma, me llevó al convencimiento de que iba a matarlos a los dos. Retrocedí un paso por instinto al tiempo que él daba uno hacia delante —para no errar el tiro, supongo— y, al cabo de un momento, le disparó al general y luego le disparó también al del sombrero. En el atronador instante que separó un tiro del siguiente, decidí que yo bien podía ser su tercera víctima y, reculando velozmente, cerré la puerta de acero a mi espalda y la atranqué con un mango de hacha de buen tamaño que alguien había dejado tirado en el suelo.

Me arranqué el pañuelo de la cara y me llené los pulmones de aire que olía a quemado. Los oídos me pitaban por efecto de los disparos y transcurrieron unos segundos antes de que oyera a Schramma golpeando la puerta y gritando. A través de la mirilla vi uno de sus brillantes ojos fijo en mí como un trozo de topacio azul. Entretanto, me las había arreglado para obstruir la manilla de la otra cerradura con medio ladrillo. El aroma a strudel de la casa había desaparecido; ahora solo alcanzaba a oler a pólvora y muerte.

—¿Qué demonios cree que está haciendo, Gunther? —gritó sin alzar demasiado la voz—. Déjeme salir de aquí.

—Me parece que no —repuse.

—No sea idiota. No hay tiempo para esto. Tenemos que salir de aquí por si alguien ha informado de los disparos.

—Me alegra que lo mencione. —Le quité el cargador a la Walther e inspeccioné rápidamente la munición. Balas de fogueo. Lo que había pensado—. ¿Por qué los ha matado? No tenía por qué hacerlo.

—¿Para qué correr el riesgo de que nos identificaran? Así lo veo yo.

—Ah, ya lo entiendo. Solo que me da la impresión de que también iba a matarme a mí. ¿Por qué no? Ahora mismo soy más prescindible que un tallo de apio.

—¿Por qué lo dice?

—Bueno, por un lado, es un poli corrupto que sabe cómo manipular un escenario del crimen. Y por otro, esta pistola que me ha dado lleva munición de fogueo.

—Claro. Quería ver si podía confiar en usted. Oiga, escúcheme. Déjeme que le hable de estos dos Fritzes a quienes acabo de matar. El del sombrero era de la Stasi. El otro era un criminal de guerra nazi. Permaneció impune durante años. Nadie va a llorar por estos dos. Se lo tenían merecido.

—Yo también he apretado el gatillo un par de veces contra gente que se lo merecía. Por lo menos, eso me dije en su momento. Ahora me doy cuenta de que todos nos lo tenemos merecido. Yo, probablemente. Usted, en especial.

—Olvídelo. Ya están muertos. Mire, igual el diez por ciento del botín no era justo por mi parte. Lo entiendo. ¿Qué le parece la mitad? Le daré la mitad del dinero. Pero no me deje aquí. ¿Qué dice, Gunther?

—Digo que no hay trato.

—Hasta le daré un empleo en mi nueva fábrica de cubertería.

—No tiene nada que me interese, Schramma.

El ojo azul detrás de la mirilla se amusgó y luego desapareció.

—Si mira por la mirilla me verá descargar el revólver antes de abrir la puerta. ¿Qué le parece?

—Dudo que vaya a dar resultado. Seguro que lleva una tercera arma en el bolsillo del abrigo. La que iba a usar contra mí y luego a dejar en la mano del tipo muerto de la Stasi.

El ojo volvió a la mirilla.

—Piénselo, Gunther. No se lo puede contar a la policía, porque ¿a quién le parece que creerían? ¿A mí, un poli local con treinta años de servicio? ¿O a usted, un hombre que vive bajo un nombre falso? Ahora mismo, los dos podemos largarnos de aquí como si nunca hubiéramos estado.

—No le falta razón. Y como es natural no voy a llamar a la policía. ¿Quién ha dicho que fuera a llamar a la policía?

—Entonces, ¿qué va a hacer? No puede dejarme aquí sin más.

—Claro que puedo. Ya aparecerá alguien. Quizá.

—El general vive solo.

—Entonces, más le vale que haya un sacacorchos por ahí en alguna parte. Con tanto vino... Sería una pena desperdiciarlo. Puede pasar una buena temporada antes de que aparezca alguien y le abra la puerta.

—Y a usted. —El único ojo azul se entornó de nuevo—. ¡A usted más le vale que no salga nunca de aquí! —gritó—. Porque si salgo, lo mato, Gunther.

Los oídos me pitaban todavía como un timbre de alarma; un timbre de alarma que me alertaba de que cuanto más me quedara allí más posibilidades tenía de meterme en un serio aprieto; aunque largarme de allí tampoco es que fuera a solucionarlo por completo. Tenía los rudimentos de un plan a medio formar en la cabeza, pero iba en contra de todo lo que me dictaba el instinto.

—Esto es una mala idea, lo sé. Pero ha sido usted quien me ha acorralado en este rincón. Además, los dos sabemos que iba a matarme de todos modos. Para eso ha recubierto la empuñadura de la pistola con cinta adhesiva. Para dejarla aquí y crear la impresión de que me pegaron un tiro mientras intentaba robar a estos dos. Creo que he ganado un poco de libertad de movimiento por ahora. Con diez mil marcos puedo irme muy lejos de Múnich. Para cuando alguien lo encuentre aquí estaré muy lejos de esta ciudad. Quizá fuera del país. Usted preocúpese por lo que ocurra si se presenta aquí la poli y lo encuentra con un arma homicida y dos cadáveres. Ni siquiera los polis de Múnich son tan idiotas como para no resolver este caso. Lo que tenemos aquí es un misterio a puerta cerrada en el que la única incógnita es cómo ha sido tan estúpido como para dejarse atrapar a las primeras de cambio.

—No esté tan seguro, Gunther. A pesar de las pruebas en sentido contrario, se me da bien mi trabajo. Me prestarán oídos.

—Es usted bueno, caballero. Muy convincente. Apuesto a que sería capaz de venderle un filete a un carnicero. Pero correré el riesgo. Que da la casualidad de que es lo que se me da bien a mí.

Laberinto griego

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