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Cuando fui a trabajar la noche siguiente, la víctima de la bomba de Moosach seguía allí, tendida sobre el mármol como el festín que un buitre hubiera dejado a medio comer. Alguien le había anudado una etiqueta al dedo gordo del pie, cosa que, teniendo en cuenta que la pierna ya no seguía unida al cuerpo, parecía imprudente como mínimo. Se llamaba Johann Bernbach, y solo tenía veinticinco años. Ahora sabía un poco más sobre la bomba por lo que se decía en el Süddeutsche Zeitung. Un proyectil de doscientos cincuenta kilos había explotado en un solar al lado de una cervecería en Dachauerstrasse, a menos de cincuenta metros de la fábrica de gas municipal. El gasómetro contenía más de doscientos mil metros cúbicos de gas, por lo que el periódico transmitía la idea de que la ciudad había salido muy bien parada con solo dos muertos y seis heridos. Así se lo dije a Bernbach cuando lo vi.

—Espero que llevaras unas cuantas cervezas entre pecho y espalda cuando te tocó el turno, amigo mío. Las suficientes para no notar las aristas de la metralla. Mira, ahora no te importará mucho, pero tu muerte inesperada no se está tratando con todo el respeto que merece. Para decirlo sin ambages, Johann, parece que todo el mundo se alegra de que solo te chamuscaras tú. Había un gasómetro cerca de donde se produjo el pepinazo. Y además estaba lleno de gas. Habría bastado para que mi pequeño sector de hospital se pasara días colapsado. En cierto modo es apropiado que acabaras aquí, teniendo en cuenta que te mató una bomba de los Amis. Hasta el año pasado, este era un hospital americano. Sea como sea, he hecho todo lo posible por ti. Te he sacado la mayor parte del vidrio del cuerpo. Te he adecentado las piernas un poco. Ahora es cosa de los de la funeraria.

—¿Siempre habla así con sus clientes?

Me di la vuelta para ver a Herr Schumacher, uno de los gerentes del hospital, plantado en el umbral. Era austriaco, de Braunau am Inn, una pequeña población en la frontera con Alemania, y, aunque no era médico, llevaba bata blanca de todos modos, acaso para parecer más importante.

—¿Por qué no? Rara vez contestan. Además, tengo que hablar con alguien que no sea yo mismo. De lo contrario, me volvería loco.

—Dios mío. Virgen santa. No tenía ni idea de que se encontrara en un estado tan lamentable.

—No diga eso. Herirá sus sentimientos.

—Es que hay un hombre arriba, en el pabellón Diez, preparado para identificar oficialmente a este pobre desgraciado antes de que se lo lleven esta noche. Es otra de las personas que se vieron implicadas en la explosión de ayer. Ahora es paciente del hospital. Va en silla de ruedas, pero no le pasa nada en los ojos. Esperaba que lo bajara aquí y ayudara a ocuparse del asunto. Pero ahora que he visto el cadáver; bueno, no estoy seguro de que no vaya a desmayarse. Dios bendito, yo he estado a punto.

—Si va en silla de ruedas, quizá no importe mucho. Ya lo llevaría yo a alguna parte para que se recupere. Como a otro hospital, quizá. —Encendí un cigarrillo y expulsé el humo por mis agradecidas fosas nasales—. O, por lo menos, a algún sitio donde tengan ropa de cama limpia.

—Ya sabe que no debería fumar aquí.

—Lo sé. Y he recibido quejas. Pero el caso es que fumo por razones médicas de peso.

—Dígame una.

—El olor.

—Ah. Eso. Sí, no le falta razón. —Schumacher sacó uno del paquete que le pasé por debajo de la nariz y me dejó que le diera fuego—. ¿No los suelen tapar con algo? ¿Una sábana o así?

—No esperábamos visitas. Pero mientras los de la lavandería sigan en huelga, las sábanas limpias se reservan a los vivos. Eso me han dicho, por lo menos.

—De acuerdo. Pero ¿no puede hacer algo con la cara?

—¿Qué sugiere? ¿Una máscara de hierro? De todos modos, eso no ayudaría con el proceso de identificación. Dudo que ni la mismísima madre de este pobre Fritz lo reconociera. Desde luego, esperemos que no se vea en la tesitura de intentarlo. Pero teniendo en cuenta su más que evidente falta de similitud con nada que se pueda expresar con palabras que no tomen el nombre del Señor en vano, me parece que seguramente nos hallamos en el ámbito más hermético de otras marcas características, ¿no cree?

—¿Tiene alguna?

—Tiene una. Lleva un tatuaje en el antebrazo.

—Bueno, eso debería ser útil.

—Quizá. Quizá no. Es un número.

—¿Quién se tatúa un número?

—Tatuaban a los judíos, en los campos de concentración. Para identificarlos.

—¿Eso hacían?

—No, lo cierto es que lo hacíamos, nosotros los alemanes. Los compatriotas de Beethoven y Goethe. Era como un billete de lotería, pero no muy afortunado. Este tipo debió de estar en Auschwitz cuando era niño.

—¿Dónde queda eso?

Schumacher era de esos austriacos estúpidos que preferían creer que su país era la primera nación libre que había sido víctima de los nazis y por lo tanto no era responsable de lo que había ocurrido, pero resultaba difícil dar crédito a algo así en el caso de Braunau am Inn, famosa por ser la ciudad natal de Adolf Hitler, y el motivo más que probable de que Schumacher la hubiera abandonado ya para empezar. ¿Cómo reprochárselo? Pero tampoco estaba dispuesto a poner en tela de juicio ninguna de sus convicciones. Después de todo, era mi jefe.

—En Polonia, creo. Pero no importa. Ya no.

—Bueno, mire, a ver qué puede hacer con respecto a la cara, Herr Ganz. Y luego vaya a buscar al testigo, ¿de acuerdo?

Una vez se hubo ido Schumacher, rebusqué una toalla limpia y en un armario encontré una que debían de haberse dejado los Amis. Era una toalla del Club de Mickey Mouse, que no era lo que se dice ideal, pero presentaba mucho mejor aspecto que el hombre encima del mármol. Así pues, le cubrí con cuidado la cabeza y subí en busca del paciente.

Estaba vestido y esperándome. Aunque lo esperaba a él no esperaba encontrarme a los dos polis que lo acompañaban. Tendría que habérmelos esperado, pues él había accedido a identificar un cadáver, y a eso se dedican los polis cuando no están dirigiendo el tráfico o robando relojes. El más bajo de los agentes iba de uniforme, y el otro, vestido de civil; peor aún, reconocí vagamente al Fritz más grande con ropa de calle y, supongo, él me reconoció vagamente a mí, lo que fue una pena porque esperaba eludir a los polis de Múnich hasta que la barba me hubiera crecido un poco más, pero ya era muy tarde para eso. Así pues, gruñí el saludo genérico, que consistía en un par de consonantes rayanas en lo huraño, agarré la silla de ruedas y empujé al paciente hacia el ascensor con los dos polis siguiéndome los pasos. No me preocupaba que mis modales no les gustaran, porque a fin de cuentas no era más que un portero de noche, y no tenía por qué caerles bien: bastaba con que me siguieran hasta el depósito de cadáveres. No era una buena silla de ruedas porque escoraba claramente hacia la izquierda, pero no era de extrañar, teniendo en cuenta la corpulencia del herido. Lo más sorprendente era el mero hecho de que la silla se moviese. El paciente era un tipo más bien gordo y casi cuarentón, y la tripa cervecera le caía sobre el regazo como si contuviera todas sus posesiones terrenales. Sabía que era una tripa cervecera porque yo también pensaba trabajarme la mía, en cuanto me subieran el sueldo. Además, su ropa apestaba a cerveza, como si hubiera tenido una jarra de dos litros de Pschorr delante cuando estalló la bomba.

—¿Hasta qué punto conocía al fallecido, Herr Dorpmüller? —preguntó el inspector mientras nos seguía por el pasillo.

—Bastante bien —respondió el hombre de la silla de ruedas—. Durante los últimos tres años fue mi pianista en el Apollo. Es el cabaret que regento en el hotel Múnich, en la misma calle que la cervecería. Johann era capaz de interpretar cualquier cosa. Jazz o música clásica. En cierta medida, mi esposa y yo éramos la única familia que le quedaba, teniendo en cuenta lo que le había ocurrido. Es una pena que sea Johann quien haya muerto así, precisamente él, después de todo lo que sufrió en los campos de niño; de todas las cosas a las que sobrevivió.

—¿Recuerda algo, lo que sea?

—La verdad es que no. Sucedió cuando estábamos a punto de salir para abrir el cabaret esa noche. ¿Se sabe exactamente lo que pasó? Con la bomba, quiero decir.

—Al parecer, uno de los que trabajaban en el solar contiguo a la cervecería donde estaban bebiendo debió de golpear la bomba con un pico. Lo que pasa es que aún tenemos que encontrar sus restos para preguntárselo. Lo más probable es que no los hallemos nunca. Yo diría que los fumadores locales se pasarán los próximos días inhalando sus átomos. Es usted un hombre afortunado. Un metro más cerca de la puerta y sin duda habría muerto.

Mientras empujaba la silla de ruedas no pude por menos de coincidir con el inspector. Si bajaba la mirada veía dos orejas quemadas que parecían los pétalos de una flor de pascua, y una larga hilera de puntos de sutura en el cuello que me hizo pensar en el ferrocarril Transiberiano. Llevaba el brazo escayolado y tenía pequeños cortes por todas partes. A todas luces, Herr Dorpmüller había escapado por muy, pero que muy poco.

Bajamos en ascensor al sótano donde, delante de la puerta del depósito de cadáveres, encendí otro Eckstein y, al estilo de Orson Welles, pronuncié unas breves y sombrías palabras de advertencia antes de llevarlos adentro para ver la atracción principal. Si me importaban sus estómagos era porque a buen seguro me encargaría de limpiar su contenido del suelo.

—Bien, caballeros. Aquí estamos. Pero antes de entrar, debo advertirles de que el fallecido no ofrece el mejor aspecto posible. Por un lado, vamos escasos de ropa de cama limpia en el hospital, por lo que el cadáver no está cubierto. Por otro, las piernas ya no están unidas al cuerpo, que sufre graves quemaduras. He hecho todo lo posible por adecentarlo un poco, pero el caso es que no van a poder identificar a este hombre mediante el procedimiento habitual, es decir, por la cara. No tiene cara. Ya no. Al parecer, su rostro quedó hecho jirones a causa del vidrio que salió despedido, por lo que no guarda más relación con la foto de su pasaporte de la que guardaría un plato de col lombarda. Por eso le cubre la cabeza una toalla.

—Y me lo dice ahora —comentó el inspector.

Sonreí con paciencia.

—Hay otras maneras de identificar a un hombre, me parece a mí. Marcas distintivas. Viejas cicatrices. Incluso he oído hablar de una cosa que hay ahora llamada huellas dactilares.

—Johann tenía un tatuaje en el antebrazo —repuso el de la silla de ruedas—. Un número de identificación de seis dígitos del campo en el que estuvo. Birkenau, me parece. Solo me lo enseñó un par de veces, pero estoy más o menos seguro de que los primeros tres números eran uno, cuatro y cero. Acababa de comprarse un par de zapatos nuevos Salamander.

Mientras él inspeccionaba el tatuaje, busqué los zapatos y le dejé que les echara un vistazo. Mientras tanto, me quedé junto al poli de uniforme y asentí cuando preguntó si podía fumar.

—Es por el olor —confesó—. Formaldehído, ¿verdad?

Asentí de nuevo.

—Siempre me pone nervioso.

—Bueno, ¿es él? —preguntó el inspector.

—Eso parece —respondió Dorpmüller.

—¿Seguro?

—Bueno, supongo que tanto como puedo estarlo sin verle la cara.

El inspector miró la toalla de Mickey Mouse que le tapaba la cabeza al muerto y luego, con cara acusadora, me miró a mí.

—¿Tan mal la tiene? —preguntó—. La cara.

—Muy mal —dije—. Deja al Hombre Lobo a la altura de cualquier hijo de vecino.

—Seguro que exagera.

—No, ni por asomo. Pero desoiga mi consejo cuanto le venga en gana. Aquí abajo nadie me hace caso, o sea que ¿por qué iba a hacérmelo usted?

—Maldita sea —rezongó—, ¿cómo esperan que identifique con seguridad un cadáver que no tiene cara?

—Es un problema, desde luego —repuse—. No hay nada como un depósito de cadáveres para recordarle a uno la fragilidad de la carne humana.

Por algún motivo dio la impresión de que el inspector me reprochaba el inconveniente, como si yo intentara malograr su investigación.

—Pero ¿qué demonios les pasa aquí? ¿Es que no podían haber buscado alguna otra cosa para taparle la cara? ¿Por no hablar del resto del cuerpo? He oído hablar de la cultura nudista en este país, pero esto es ridículo.

Me encogí de hombros a modo de respuesta, cosa que no pareció satisfacerle, pero eso no era problema mío. Nunca me había importado mucho decepcionar a los polis. Ni siquiera cuando lo era.

—Esa estúpida toalla es una falta de respeto —insistió el inspector—. Y lo que es peor, usted lo sabe.

—Este era el hospital americano —repliqué a modo de explicación—. Y la toalla era lo único que tenía a mano.

—Mickey Mouse. Debería informar acerca de usted, amigo.

—Tiene razón —reconocí—. Es una falta de respeto. Lo siento.

Le quité la toalla de la cabeza al muerto de un zarpazo y la tiré al cubo de la ropa sucia, con la esperanza de hacer callar al inspector. Y casi funcionó, solo que los tres gruñeron o silbaron al unísono y de pronto aquello sonó como el Polo Sur. El poli de uniforme giró sobre los talones para ponerse de cara a la pared y su colega vestido de calle se llevó una manaza a la boca más grande aún. Solo el Fritz herido en la silla de ruedas se quedó mirando, con una fascinación nacida del horror, como el conejo que mira de hito en hito la serpiente que está a punto de matarlo, reconociendo quizá por primera vez la microscópica posibilidad de emprender la huida.

—Esto es lo que hace una bomba —dije—. Ya pueden levantar todos los monumentos y estatuas que quieran. Pero son estampas como la de este pobre hombre las que mejor conmemoran la futilidad y el desperdicio de la guerra.

—Llamaré a la funeraria —susurró el de la silla de ruedas, casi como si, hasta ese preciso instante, no se hubiera creído del todo que Johann Bernbach estaba muerto de veras—. En cuanto vuelva a casa. —Y luego añadió—: ¿Conoce alguna funeraria?

—Esperaba que me lo preguntara. —Le di una tarjeta de visita—. Si le dice a Herr Urban que va de parte de Christof Ganz, le hará un descuento especial.

El descuento no era gran cosa, pero sí lo suficiente para cubrir la propinilla que me daría Herr Urban si el cliente acudía a él. Suponía que la única manera que tenía de salir de ese depósito de cadáveres era buscándome yo el porvenir.

Laberinto griego

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