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Bramaba un viento feroz por las calles de Múnich cuando fui a trabajar esa noche. Era uno de esos vientos bávaros fríos y secos que soplan de los Alpes, cortantes como una navaja nueva, que hacen que desees vivir en algún sitio más cálido, o tener un abrigo mejor, o por lo menos un trabajo en el que no hubiera que fichar a las seis de la tarde. Había hecho turnos de noche más que suficientes cuando era poli en la Comisión de Homicidios de Berlín, por lo que tendría que haber estado acostumbrado a los dedos azulados y los pies fríos, por no hablar de la falta de sueño y el sueldo irrisorio. En noches así, un concurrido hospital de ciudad no es el mejor sitio para que uno se vea condenado a trabajar como portero de un tirón hasta el amanecer. Tendría que estar sentado junto al fuego en una cervecería acogedora con una jarra de cerveza blanca coronada de espuma delante, mientras su mujer espera en casa, la viva imagen de la fidelidad conyugal, tejiendo una mortaja y tramando endulzarle el café con algo un poco más letal que otra cucharadita de azúcar.

Por supuesto, cuando digo que era portero de noche, habría sido más preciso decir que era celador en el depósito de cadáveres, pero ser portero de noche suena mejor en una conversación educada. «Celador en el depósito de cadáveres» incomoda a muchos. A los vivos, sobre todo. Pero cuando has visto tantos cadáveres como yo, al final ni siquiera pestañeas ante la cercanía de la muerte. Puedes sobrellevar toda la que te echen después de cuatro años en el matadero de Flandes. Además, era un empleo y con lo escasos que van estos hoy en día no se le mira el dentado al caballo regalado, ni siquiera al jamelgo renqueante que los antiguos camaradas de Paderborn me habían comprado, sin verlo siquiera, ante las puertas de la fábrica de pegamento local; me aviaron el trabajo en el hospital después de haberme dado una identidad nueva y cincuenta marcos. Así pues, hasta que encontrara algo mejor, tenía que conformarme y mis clientes tenían que conformarse conmigo. Desde luego, ninguno se quejaba de que me anduviera con poco tacto.

Cualquiera diría que los muertos son capaces de cuidarse solos, pero, como es lógico, siempre hay alguien que muere en un hospital y, cuando ocurre, suelen necesitar un poco de ayuda para apañárselas. Por lo visto, los tiempos en los que se defenestraba a los pacientes han terminado. Mi trabajo consistía en ir a buscar los cadáveres a los pabellones y bajarlos al templo de la muerte y, una vez allí, lavarlos antes de sacarlos para que los recogieran los de la funeraria. En invierno no nos molestábamos en mantener los cadáveres en lugar frío ni echar espray contra las pulgas. No era necesario; el depósito de cadáveres estaba a pocos grados sobre cero. Buena parte del tiempo trabajaba solo y, después de un mes en el hospital de Schwabing, supongo que casi estaba acostumbrado: al frío, al olor y a la sensación de estar solo y no estar solo del todo, si sabes a qué me refiero. De vez en cuando, algún cadáver se movía por su cuenta —lo hacen en ocasiones; suele ser por los gases—, cosa que, lo reconozco, era un tanto desconcertante. Aunque quizá no sorprendente. Llevaba tanto tiempo solo que había empezado a hablar con la radio. Por lo menos, daba por sentado que las voces procedían de allí. En el país que dio a luz a Lutero, Nietzsche y Adolf Hitler, nunca se puede estar seguro del todo de esas cosas.

Esa noche en particular tuve que subir a la sala de urgencias y recoger un cadáver que le habría dado que pensar a Dante. Una bomba sin detonar —se calcula que hay decenas de miles enterradas por todo Múnich, lo que a menudo hace que el trabajo de reconstrucción sea peligroso— había estallado en la cercana zona de Moosach; había matado al menos a una persona y herido a varias más en una cervecería local que se había llevado la peor parte de la explosión. La oí detonar justo antes de empezar mi turno. Sonó como una ovación cerrada en el reino de Asgard. Si el vidrio de la ventana de mi cuarto no hubiera estado asegurado con cinta adhesiva para que no entrara corriente, sin duda se habría hecho añicos. Así que no hubo mayores consecuencias. ¿Qué importancia tiene un alemán más muerto por efecto de la bomba de una fortaleza volante norteamericana después de tantos años?

Parecía como si le hubieran dado al tipo un asiento de primera fila en algún círculo reservado del infierno donde lo hubiera machacado un minotauro muy pero que muy furioso antes de que lo hicieran pedazos. Sus tiempos de bailoteo habían terminado, teniendo en cuenta que las piernas se le acababan en las rodillas y que además sufría graves quemaduras; emanaba del cadáver un olorcillo como a barbacoa que era más aterrador incluso porque de algún modo leve e inexplicable resultaba apetecible. Solo los zapatos estaban intactos; todo lo demás —la ropa, la piel, el pelo— daba pena verlo. Lo lavé con cuidado —el torso era una piñata de astillas de vidrio y metal— e hice todo lo posible por adecentarlo un poquito. Metí los lustrosos Salamander en una caja de zapatos, por si algún familiar del fallecido acudía a identificar al pobre diablo. Se puede deducir mucho de un par de zapatos; pero no habría sido una tarea más desesperada aunque hubiera pasado los últimos doce días siendo arrastrado por el polvo atado al carro preferido de alguien. La mayor parte de su cara se asemejaba a medio kilo de carne de perro recién troceada, y la muerte súbita parecía haberle hecho un favor al tipo, aunque yo no hubiera reconocido nunca tal cosa. La eutanasia sigue siendo un tema delicado en la larga lista de temas delicados de la Alemania actual.

No es de extrañar que haya tantos espectros en esta ciudad. Hay quienes se pasan la vida entera sin ver un solo fantasma; yo los veo constantemente. Fantasmas que, además, reconozco en cierto modo. Doce años después de la guerra era como vivir en el castillo de Frankenstein, y cada vez que miraba alrededor me parecía ver una cara meditabunda y quejumbrosa que recordaba a medias de antes. A menudo se parecían a antiguos camaradas, pero de vez en cuando se asemejaban a mi pobre madre. La echo mucho de menos. A veces, los otros espectros me tomaban a mí por un fantasma, cosa que tampoco era muy sorprendente; solo ha cambiado mi nombre, no mi cara, lo que es una pena. Además, el corazón me daba un poco la lata, igual que un niño difícil, solo que no era tan joven. De cuando en cuando me daba un vuelco sencillamente porque sí, como para demostrarme que podía hacerlo y lo que podía ocurrirme si decidía dejar de cuidar de un Fritz latoso como yo.

Después de volver a casa al terminar mi turno tuve sumo cuidado de cerrar la llave del gas en la cocina de dos quemadores tras hervir agua para preparar el café que solía tomarme con el schnapps a primera hora de la mañana. El gas es tan explosivo como la dinamita, incluso la sustancia desleída que llega rechinando por las tuberías alemanas. Delante de mi sombría ventana amarillenta había un montículo de dos metros y medio de alto de escombros cubiertos de malas hierbas, otro legado de los bombardeos de la guerra: el setenta por ciento de los edificios de Schwabing habían sido destruidos, lo que ya me iba bien, porque abarataba el alquiler de habitaciones en la zona. El mío era un edificio que iba a ser demolido y tenía en la fachada una larga grieta tan ancha que se podría haber ocultado en ella una antigua ciudad del desierto. Pero a mí me gustaba el montón de escombros. Me servía de recordatorio de lo que era mi vida hasta hacía poco. Incluso me gustaba que hubiera un guía local que llevaba a los visitantes hasta la cima del montículo, como parte del tour de Múnich que anunciaba. Había una cruz conmemorativa en la cumbre y una bonita vista de la ciudad. El ingenio del tipo era admirable. Cuando yo era pequeño subía a lo más alto de la catedral de Berlín —264 peldaños, nada menos— y me paseaba por el perímetro de la cúpula con las palomas por toda compañía; pero nunca se me había ocurrido hacer carrera con ello.

Múnich nunca me había gustado mucho, con su aprecio por los trajes típicos tradicionales y las alegres bandas de viento, el devoto catolicismo romano y los nazis. Berlín me iba mucho más y no solo porque fuera mi ciudad natal. Múnich siempre fue una ciudad más sumisa, gobernable y conservadora que la vieja capital prusiana. Tuve ocasión de conocerla a fondo en los primeros años de la posguerra, cuando mi segunda esposa, Kirsten, y yo intentábamos regentar un hotel pésimamente ubicado en un barrio de Múnich llamado Dachau, ahora de triste fama por el campo de concentración que tenían allí los nazis. No me gustaba mucho más por aquel entonces. Kirsten murió, cosa que no fue de ayuda, y poco después me marché, pensando que no volvería nunca, y bueno, aquí estaba otra vez, sin auténticos planes de futuro, al menos ninguno que pudiera manifestar de viva voz, por si acaso Dios está a la escucha. No me parece que sea ni remotamente tan misericordioso como tienden a creer muchos bávaros. Sobre todo, un domingo por la noche. Y desde luego, no después de Dachau. Pero allí estaba, y procuraba ser optimista pese a que no había absolutamente ningún margen para ello —no en un alojamiento tan estrecho como el mío— y hacer todo lo posible por ver el lado bueno de la vida aunque tuviera la sensación de que quedaba al otro lado de una verja muy alta de alambre de espino.

Por todo ello, me satisfacía en cierta medida hacer lo que hacía para ganarme la vida; limpiar mierda y lavar cadáveres parecía una condena adecuada por lo que había hecho con anterioridad. Era poli, no un poli como es debido, sino un sicario en el Servicio de Seguridad de gente como Heydrich, Nebe y Goebbels. Ni siquiera era una auténtica condena como la que se le había impuesto al antiguo rey alemán Enrique IV, quien, como bien señalan las crónicas, fue de rodillas hasta el castillo de Canossa para pedir el perdón del papa, aunque quizá ya me fuera bien. Además, al igual que mi corazón, mis rodillas ya no son lo que eran. Modestamente, como la propia Alemania, intentaba recuperar poco a poco la respetabilidad moral. Después de todo, es innegable que yendo poco a poco puedes llegar muy lejos, incluso si vas de rodillas.

A decir verdad, ese proceso le estaba yendo algo mejor a Alemania que a mí, y todo gracias al Anciano. Así llamábamos a Konrad Adenauer, porque tenía setenta y tres años cuando se convirtió en el primer canciller de Alemania Occidental después de la guerra. Seguía ocupando el cargo a los ochenta y un años, a la cabeza de los cristianodemócratas y, a menos que formaras parte de un grupo judío radical como Irgun, que había intentado asesinarlo en más de una ocasión, era justo reconocer que había hecho un trabajo bastante bueno. La gente ya hablaba del «Milagro del Rin», y no se referían a san Albano de Maguncia. Gracias a la combinación del Plan Marshall, la baja inflación, el rápido desarrollo industrial y el trabajo duro sin más, ahora a Alemania le iba mejor económicamente que a Inglaterra. Eso tampoco me sorprendía mucho; los Tommies siempre eran demasiado rebeldes para su propio bien. Después de ganar dos guerras mundiales habían cometido el error de pensar que el mundo les debía su sustento. Quizá el auténtico milagro era cómo el resto del mundo parecía haber perdonado a Alemania por empezar una guerra que les había costado las vidas a cuarenta millones de personas; y eso a pesar de que el Anciano había abrogado todo el proceso de desnazificación y declarado una amnistía para todos nuestros criminales de guerra, lo que sin duda explicaba que hubiera sospechas generalizadas y persistentes de que muchos antiguos nazis volvían a formar parte del gobierno. El Anciano también tenía una explicación útil para eso: decía que había que cerciorarse de tener un buen suministro de agua limpia antes de deshacerse del agua sucia.

Dado que me ganaba la vida lavando los cuerpos de alemanes muertos, no podía mostrarme en desacuerdo.

Como es natural, yo tenía más agua sucia en mi cubo que la mayoría, y por encima de todo apreciaba mi anonimato recién hallado. Como Garbo en Gran Hotel, solo quería estar a solas y la idea de ser un desconocido me gustaba más que la barbita que, a tal efecto, me había dejado crecer. La barba era de un gris tirando a rubio ligeramente metálico; me hacía parecer más inteligente de lo que soy. Nuestras vidas están conformadas por las decisiones que tomamos, claro, y eso se nota más en el caso de las equivocaciones. Pero la idea de que tanto la poli como los organismos de seguridad e inteligencia más importantes del mundo se habían olvidado de mí era agradable, como mínimo. La vida me iba bien sobre el papel; de hecho, era el único sitio donde daba la impresión de que la había aprovechado, cosa que, y esto lo digo como el policía que fui durante muchos años, era sospechosa en sí misma. Así pues, para que la vida como Christof Ganz resultase más fácil, consagraba parte del tiempo libre a repasar los escuetos datos de su vida y me inventaba algunos de sus hechos y logros. Lugares donde había estado, trabajos que había desempeñado y, sobre todo, los servicios prestados durante la guerra en nombre del Tercer Reich. Más o menos tal como todos los demás habían hecho en la nueva Alemania. Sí, todos nos habíamos vuelto muy creativos con nuestro currículum. Incluidos, por lo visto, muchos miembros del Partido Cristianodemócrata.

Eché otro trago con el desayuno, solo para conciliar el sueño, claro, y me fui a la cama, donde soñé con tiempos más felices, aunque quizá no habría sido más que una plegaria al dios de los nubarrones que moraba en las alturas. Como las plegarias rara vez son atendidas, es difícil apreciar la diferencia.

Laberinto griego

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