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Me guardé el arma en la cinturilla del pantalón, subí corriendo, me llené los bolsillos con el dinero y salí con cautela de la casa blanca. No había nadie en las inmediaciones y, según mis oídos, el organista seguía interpretando a Bach como si no hubiera ocurrido nada. Tal vez por eso le guste su música a la gente. No volví al coche. No era mío. En cambio, fui pendiente abajo a través de los árboles y luego calle arriba hasta el puente de Max-Joseph para cruzar el Isar. Me detuve a la mitad para contemplar las turbulentas aguas de color café en un esfuerzo por quitarme de la cabeza parte de lo que acababa de ocurrir. No hay nada como el sonido y la imagen de un río crecido para aliviar el espíritu humano de lo que le angustia, y, si eso no funciona, siempre te puedes ahogar. Cuando tuve la seguridad de que no había nadie cerca del puente, tiré la Walther al río y luego fui en dirección oeste hasta el Jardín Inglés. No estaba seguro de por qué se llamaba así. A mi modo de ver, no tenía nada especialmente inglés, salvo tal vez la cantidad de gente de aire engreído que cabalgaba en imponentes caballos o paseaba grandes perros; por otra parte, quizá fuera la presencia de una inmensa pagoda china. Tengo entendido que ningún jardín inglés está completo sin una de esas. Al lado de la pagoda había una cervecería con terraza donde eché un trago rápido para calmarme los nervios. Se acercaba la hora de presentarme a trabajar en el hospital de Schwabing, pero con diez mil marcos en el bolsillo del abrigo y un par de cadáveres dejados a mi paso supuse que tenía cosas más urgentes que hacer si no quería ir a parar a la cárcel. Así que fui hasta una pequeña fila de taxis y le pedí al primer taxista que me llevara a Kardinal-Faulhaberstrasse, en el centro de la ciudad. Una vez allí, deambulé de aquí para allá un rato, mirando los nombres en las lustrosas placas de latón de los portales hasta que, al lado de un banco, encontré la que buscaba: aquella sobre la que Schramma había tenido detalle de informarme, la del «Doctor Max Merten, abogado». Confiar en un abogado no parecía muy buen plan e iba en contra de mi instinto —algunos de los peores criminales de guerra que había conocido eran abogados y jueces—, pero no veía otra alternativa. Además, este abogado tenía un interés especial en mi caso.

Había un ascensor, pero no funcionaba, de modo que subí por la amplia escalera de mármol hasta la tercera planta, donde me detuve un momento para recuperar el aliento antes de entrar. Tenía que parecer y, más importante aún, sonar tranquilo —aunque no lo estuviera— antes de decirle a un abogado a quien no veía desde antes de la guerra que los dos estábamos vinculados con un doble asesinato. Una mujer que supuse que era la secretaria de Merten se estaba preparando para irse a casa. Al verme, hizo una leve mueca de dolor como si supiera que iba a entretenerla. Llevaba el cabello de color amarillo intenso que podría haberle peinado toda una colmena de abejas y parecía servirle de contrapeso crucial a su pecho, que era extraordinario y apetecible al mismo tiempo. Acaso me tachen de cínico, pero se me pasó por la cabeza que sus aptitudes para la taquigrafía y la mecanografía quizá no fueran las principales razones por las que la habían contratado.

—¿Puedo ayudarlo?

—Quiero ver al doctor Merten.

—Me temo que está a punto de irse a casa por hoy.

—Seguro que querrá verme. Soy un viejo amigo.

No llevaba mi ropa más elegante, así que me di cuenta de que ella lo ponía en tela de juicio.

—¿Puede decirme su nombre?

Era reacio a usar mi nombre auténtico y no creía que tuviera ningún sentido dar el nuevo. A Merten no le habría dicho nada. Tampoco quería mencionar el nombre de Schramma, por la sencilla razón de que ahora era un asesino. Hasta a la secretaria más leal le puede superar un poco algo así.

—Dígale solo que soy de la Alex, en Berlín. Él sabrá a qué me refiero.

—¿La Alex?

—Ya que lo pregunta, era el Praesidium de Alexanderplatz. Como el que tienen aquí en Múnich, pero más grande y más bonito. O por lo menos lo era hasta que llegó Karl Marx a la ciudad. Yo era policía. Por eso nos conocemos.

Un poco más tranquila ahora que sabía que antes era policía, la secretaria de Merten fue a buscar a su jefe. Entró en un despacho al fondo, dejándome con la elegante vista desde la ventana del rincón. El bufete de Merten estaba delante de la iglesia ortodoxa griega de Salvatorstrasse. Construida con ladrillo rojo al estilo gótico, la iglesia parecía curiosamente ajena a todo el resto de la calle, por lo demás de un uniforme estilo barroco. Seguía contemplándola cuando volvió la secretaria y me informó de que su jefe podía recibirme. Me indicó que pasara al despacho y luego cerró la puerta a nuestra espalda, al tiempo que Max Merten rodeaba la mesa para saludarme.

—Dios mío, no esperaba volver a verlo. Bernie Gunther. ¿Cuánto hace? ¿Quince años?

—Por lo menos.

—Pero me parece que no es poli. Ya no. No, no tiene aspecto de policía. No con esa barba.

—Hace tiempo que no llevo placa.

—Siéntese, Bernie. Coja un cigarrillo. Tómese una copa. ¿Quiere una copa? —Miró el reloj—. Sí, creo que ya es hora. —Fue hasta un enorme aparador Biedermeier y cogió una licorera del tamaño de una farola—. ¿Schnapps? Me temo que es eso o nada. Es lo único que bebo. Eso y cualquier otra cosa que lleve alcohol.

—Schnapps.

Era mucho más grande de lo que recordaba, casi en todos los sentidos: más alto, más escandaloso, más ancho, más gordo; su cabeza cubierta de cabello plateado era inmensa y parecía más propia de un león de piedra. Solo tenía pequeñas las manos. No aparentaba ser más joven que yo, pero lo era; por lo menos, una década. Vestía un grueso traje de tweed de buena calidad, ideal para el invierno en Múnich, y aunque no le sentaba bien —llevaba la cinturilla de los pantalones justo debajo del pecho, como un flotador—, le urgía más un dentista que un sastre; uno de sus incisivos era de oro, pero los demás no tenían tan buen aspecto, quizá por la enorme cantidad de tabaco que fumaba. El despacho despedía un olor acre a cigarrillos egipcios. Yo también fumaba mucho, pero Max Merten podría haber formado parte de la selección oficial de fumadores de Alemania Occidental. Sus cigarrillos llegaban hasta sus carnosos labios rosas de un paquete de Fina encima de la mesa, uno detrás de otro, en una estrecha línea blanca casi ininterrumpida, pasando cada cual una llama diminuta al siguiente, como un testigo en una carrera de relevos sin fin. Me tendió una copa y luego me indicó unos cómodos sillones junto a la ventana, donde descorrió las gruesas cortinas y se sentó frente a mí.

—Bueno, ¿qué ha estado haciendo últimamente?

—He procurado no meterme en líos.

—Sin conseguirlo, por lo que lo conozco.

—Por eso estoy aquí, Max. Necesito un abogado. Es posible que lo necesitemos los dos.

—Ay, Dios. Eso no augura nada bueno.

—Contrató a un poli para que hiciera un trabajo por cuenta propia. Christian Schramma.

—Así es.

—Quería que comprobara los antecedentes de un posible donante de ese partido político que ha fundado. El CPP.

—PPP. Así es. El general Heinkel. Quería averiguar de dónde procedía el dinero para la campaña.

—Bueno, Schramma me contrató a mí. Bueno, quizá no me contrató, sino que no tuve opción de negarme.

—¿Para verificar la procedencia del dinero?

—Eso creía, pero luego resultó que quería que lo ayudara a robarlo. Tampoco tuve opción de negarme a eso. Vivo aquí en Múnich bajo un nombre falso. Por razones evidentes.

—La guerra.

—Eso es.

—Entonces, ¿qué ocurrió exactamente? Usted no es un ladrón.

Le conté todo lo que había ocurrido dentro de la casa del general. Y luego dejé el dinero encima de la mesa, hasta el último de los diez mil marcos.

—El general Heinkel ha muerto.

Asentí.

—Pero ¿quién es el otro muerto?

—No sé cómo se llama. Pero creo que trabajaba para el servicio de inteligencia exterior de Alemania del Este. El MSE.

—¿Qué tiene que ver con esto la RDA?

—Usted iba a ir a casa del general mañana por la mañana a recoger el dinero para el PPP, ¿verdad?

—Sí.

—Los del MSE planeaban avisar a la policía local de modo que fueran a detener al general quien, para quedar libre de culpa, alegaría entonces que el dinero era un soborno para usted y su amigo el profesor Hallstein.

—¿Por qué iba a hacer tal cosa el general?

—Porque, según Schramma, la Stasi tiene a su hijo en una celda de la cárcel de Leipzig. Yo diría que el tipo del MSE estaba conchabado con Schramma. Pero que este lo traicionó.

—Ya veo. Qué inquietante es todo esto.

—También lo es para mí.

—No tenía idea de que Christian Schramma fuera un tipo tan peligroso.

—Los polis tienen armas. Y alternan con toda suerte de gentuza. Eso hace que sean peligrosos.

—¿Y Schramma sigue allí? ¿Encerrado en la bodega del general con los dos cadáveres?

—Eso es. —Tomé un sorbo de schnapps y cogí un cigarrillo—. Teniendo en cuenta que fue usted quien lo contrató, he pensado que igual tiene idea de qué hacer ahora. Si no fuera porque vivo bajo un nombre falso y que su amigo es un poli con un montón de años de servicio, habría llamado a la policía yo mismo y les habría dejado que se ocuparan ellos. Esperaba que lo hiciera usted en mi lugar.

—Ha hecho lo correcto al acudir a mí, Bernie. Bueno, por lo que ha dicho, parece un caso más que claro: dos cadáveres y el asesino y el arma homicida, todos en una habitación cerrada. Pero sé por experiencia que incluso los casos que parecen abiertos y cerrados tienen la manía de no encajar como es debido, desde el punto de vista de las pruebas. Y luego hay que tener en cuenta a la policía de Múnich, claro. Si Schramma es un poli corrupto, hay muchas posibilidades de que también haya otros agentes corruptos. Fingirán creer su versión y lo dejarán en libertad sin más. No, hay que plantearse con sumo detenimiento a quién llamar, y cuándo. Es posible que tenga que dar parte al Ministerio de Justicia del Estado de Baviera.

—Eso es cosa suya, claro. Pero, al margen de a quién se lo diga, haga el favor de tener en cuenta que, si yo tuviera necesidad de un abogado, no puedo costearme uno como usted. Espero que haber venido a ponerlo sobre aviso de todo lo que ha ocurrido sea suficiente para que me acepte como cliente de manera gratuita.

—Ah, desde luego. Y se lo agradezco. Mucho. Después de todo, podría haber desaparecido con el dinero y yo no me habría enterado de la misa la media.

—Me alegra que lo vea así, Max.

—Por cierto, ¿qué espera que haga yo con todo este dinero en efectivo?

—Eso es cosa suya. Nadie aparte de mí sabe que lo tiene.

—¿Cuánto hay, por cierto?

—Diez mil.

—Supongo que tendré que entregárselo a la policía.

Le di una larga calada al cigarrillo y entorné los ojos para que no me entrara humo. Si el gesto me confería un aspecto cauteloso y pensativo, esa era siempre mi intención.

—Me da la impresión de que tiene alguna que otra idea de su cosecha acerca de qué hacer con el dinero —comentó Merten.

—Si se lo da a la policía, tendrá que decir de dónde lo sacó. O quién se lo dio. Lo primero sería incómodo para usted. Lo segundo me perjudicaría a mí. Yo le aconsejaría que lo use para el PPP de todos modos. Como era su intención desde el principio. Tampoco es que se lo pueda devolver a la RDA.

—Pero si me quedo el dinero para el PPP, eso nos deja con la incógnita de qué hacer con Christian Schramma. No podemos dejarlo allí dentro sin más, ¿verdad? Con esos hombres muertos y Schramma encerrado en la bodega es muy posible que la policía no vaya a presentarse mañana en casa del general dispuesta a efectuar una detención. Sin Schramma o alguien que dé la alarma, podría pasar allí una buena temporada. El general llevaba una vida bastante solitaria. No sé si tenía ama de llaves siquiera.

—También he pensado qué hacer con Schramma.

—A ver.

—Lo contrató usted. Puede librarse de él. Y no, no me refiero a eso.

—Entonces, ¿a qué?

—Volvemos allí y lo convencemos de que tenga la boca cerrada.

—¿Ahora?

—Ahora.

—Lleva razón, claro. No tiene sentido demorarlo y esperar que se arregle solo. El mueble preferido del diablo es la tumbona. Y ¿de verdad cree que debemos dejarlo ir?

—Pues más o menos sí.

—Pero ha matado a dos personas a sangre fría.

—Dar parte a la policía no les devolverá la vida. Y solo nos daría quebraderos de cabeza a nosotros. Una vez acuda a comisaría, es imposible saber lo que dirá. A hombres que son amigos suyos. No querrán creernos a nosotros.

—Cierto. Aun así, no me gusta. Ha dicho que todavía está armado, ¿no?

—Ajá.

—¿Y si le dejamos salir de la bodega y dispara contra nosotros? ¿Y si nos mete allí dentro, se queda el dinero como era su intención y luego nos mata a los dos?

—Creo que sé cómo evitar que lo haga.

—¿Cómo?

—¿Tiene una cámara?

—Sí.

—De acuerdo. Creo que debemos hacer lo siguiente.

Laberinto griego

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