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Un cielo de color peltre comprimía el paisaje frío y uniforme; para ser una ciudad bávara, Múnich es más lisa que un colchón e igual de cómoda, y ninguna zona de Múnich es tan cómoda como Bogenhausen, en la ribera este del río Isar. La casa del general Heinkel era una villa blanca de tres plantas con contraventanas de listones verdes, unas treinta ventanas y una quietud que se daba un leve aire a cuento de hadas. Se alcanzaba a oír el río en los sumideros y, en la pequeña iglesia enfrente de donde había aparcado Schramma el BMW, la melodía de un organista que ensayaba una cantata de Bach que bien podía ser Oh, feliz día, oh, momento ansiado, aunque yo no lo veía así precisamente. Una cerca verde descendía con suavidad hasta una hilera no muy recta de árboles de hoja caduca que bordeaban el Isar. Al otro lado de la calle de adoquines vacía había un hospital militar para soldados a quienes la guerra había dejado tullidos u horriblemente desfigurados. Lo sabía porque mientras estábamos en el coche vimos en un silencio incómodo cómo un grupo de quizá diez o quince de ellos salía en tropel por la puerta para dar su paseo vespertino por Bogenhausen. Un hombre miró por nuestra ventanilla al pasar, aunque, a decir verdad, costaba creer que esa hubiera sido su intención, pues tenía buena parte de la cara vuelta en dirección contraria. El hombre que iba detrás de él parecía llevar un par de gruesas gafas o anteojos de carne rosada, de resultas quizá de la cirugía plástica a la que lo habían sometido para paliar graves quemaduras faciales. Un tercer hombre con un ojo, una pierna, un brazo y dos muletas parecía estar al mando, y pensando en un famoso cuadro de Pieter Bruegel el Viejo, La parábola de los ciegos, me estremecí al caer en la cuenta de la buena suerte que me había acompañado por comparación. Es cierto eso que dice Homero de que a veces los más plenamente afortunados son los muertos.

—Dios bendito —exclamó Schramma, mientras volvía a encender el puro—. ¿Ha visto a esa puñetera pandilla? Y yo que creía que era usted feo, Gunther.

Sacó una petaca de bolsillo plateada y apuró buena parte del contenido.

—Oiga, un poco de respeto —advertí.

—¿Por quién? ¿Por esa reata de desgraciados? Mejor esos infelices patituertos que yo, eso es lo que digo.

—En este caso en concreto, me veo obligado a darle la razón. Son mejores que usted, Schramma. Y siempre lo serán. —Meneé la cabeza. Empezaba a hartarme de su compañía—. De todos modos, ¿qué estamos esperando? Aún no me lo ha dicho.

—Estamos esperando a que llegue el dinero, eso estamos esperando. En cuanto aparezca, entraremos en acción, pero ni un minuto antes. Así que deje de darle a la lengua y tome un lingotazo de esto.

Me pasó la petaca, que llevaba grabada la dedicatoria «Gracias, Christian Schramma, por ser nuestro testigo de boda, 25-11-1947. Pieter y Johanna». Casi me hizo reír la idea de que una sabandija como Schramma fuera padrino en la boda de alguien; pero también era cierto que no solo la policía alemana iba escasa de hombres buenos, sino también todos los demás hoy en día. Pieter y Johanna incluidos. Eché un trago de la petaca; era schnapps barato; aun así, lo agradecí. El alcohol es el mejor cómplice para cualquier crimen que se le ocurra a uno.

—Lo único que digo —matizó— es que resulta un poco chocante. Ver a hombres así caminando por la calle, asustando a los caballos. Deberían llevar una bandera roja o algo así, como se hacía antes cuando venía un tren.

—El mar siempre es bonito hasta que baja la marea —repuse—, y entonces se ve toda la fealdad que oculta. Alemania es un poco así, me parece. Bueno, tenemos más de eso que la mayoría. Lo normal sería que no nos sorprendiera encontrarnos con lo que hay en realidad. Eso es lo único que digo yo.

—Yo soy más darwinista, supongo. Tiendo a creer en una Alemania donde solo sobrevivirán los fuertes.

—Vaya novedad.

—Ah, no quiero decir desde el punto de vista político. La política se ha ido al garete en este país. Me refiero a la supervivencia no de los más fuertes, sino también de los mejores. Los mejores que hagan los mejores coches y las mejores lavadoras y las mejores aspiradoras. Me parece tan evidente que me extraña que a Hitler no se le ocurriera. Alemania, centro neurálgico de fabricación y locomotora económica de Europa. Y con ello, un nuevo realismo. Claro, los valores humanos tendrán importancia, pero durante mucho tiempo las cifras puras y duras habrán de ser prioritarias si vamos a recuperar el lugar privilegiado que nos corresponde.

Eché otro trago y le devolví la petaca.

—¿Ese es el discurso que pronunció en la boda o en los acuerdos de Bretton Woods?

—Que le den, Gunther. —Schramma tomó un lingotazo de la petaca y lo removió por la boca como si fuera elixir bucal. Buena falta le hacía, con el puro que estaba fumando—. En cuanto saque dinero suficiente de todo este asunto, pienso agenciarme una porción del milagro económico. Yo también voy a dedicarme a los negocios.

—Pero, entonces, ¿este asuntillo qué es? ¿Pro bono publico?

—Me refiero a que me voy a hacer empresario. Voy a comprar una bonita fábrica que conozco en la que se hacen cubiertos.

—¿Qué sabe de fabricación?

—Nada. Pero sé usar cuchillo y tenedor.

—Eso sí que me sorprende.

—No, en serio. Eso es lo que dará ventaja a Alemania sobre Inglaterra, por ejemplo. El balance final en la hoja de resultados. Los Tommies creen, y se equivocan, que su victoria les ha valido el derecho a acceder a esos valores humanos primero. Por eso crearon su estado del bienestar, pero la historia demostrará que no se lo pueden permitir. Ya verá cómo no me equivoco.

Siguió haciendo comentarios de ese tenor; quizá Schramma se veía como el nuevo Paul Samuelson, aunque tampoco es que importara demasiado, porque unos minutos después dejé de escucharlo. Tal vez sea un consejo digno de tener en cuenta con todos los economistas. Transcurridos varios minutos más, un hombre que llevaba un abrigo Gannex y un sombrero Karakul llegó pendiente arriba desde la zona del río y cruzó la verja de entrada a la casa blanca.

—Allá vamos —dijo Schramma.

Ya me había dado un pañuelo con el que taparme la cara, pero ahora sacó una Walther PPK, accionó la corredera, la aseguró bajando el gatillo y me la tendió, pero luego retuvo la pistola un momento para poder pronunciar una breve charla.

—Para que lo sepa, tengo que pagarle a otra persona parte de mi tajada, y esa persona sabe quién es usted.

—Ah, ¿sí? ¿Quién es?

—Lo único que debe saber es que, si me la juega, también se la jugará a él. Así que más vale que no se le ocurra ninguna idea brillante, Gunther. Quiero que me cubra la espalda, no que me pegue un tiro en ella. ¿Está claro?

—Claro.

Pero evidentemente no lo estaba, ni de lejos. Sabía que había una bala en la recámara —era imposible accionar la corredera de una automática sin meter un proyectil—, pero no tenía ni idea de si era munición real o de fogueo. Tal como veía yo el asunto, darme un arma cargada era correr un riesgo. ¿Por qué lo hacía, entonces? ¿Qué iba a impedirme arrebatarle los diez mil después de que él se los hubiera robado al general?

Supuse que una bala de fogueo cumpliría su propósito tan bien como una real; nadie iba a discutir con una pistola, y si tenía que disparar, causar un estruendo sería casi tan efectivo como meterle un balazo a alguien. Y, claro está, no tan peligroso para esa persona. Como es natural, podría haber accionado la corredera y dejado caer la bala en la palma de la mano para averiguar si era una cosa u otra, pero, curiosamente, a los dos nos convenía que yo me condujera como si el arma estuviera cargada, incluso si no lo estaba. Por supuesto, se me había pasado por la cabeza que el auténtico fin de que me pidiera que lo acompañase no fuera protegerlo sino comprobar que podía confiar de veras en mí o incluso ser el que cargara con las consecuencias. Supuse que tenía más probabilidades de salir bien parado si le hacía creer a Schramma que estaba seguro de ir armado como era debido.

Soltó el arma y me la guardé enseguida en el bolsillo del abrigo.

Nos apeamos del coche y lo seguí a través de la cerca. Rodeamos el lateral de la casa y fuimos hasta la puerta de atrás. El organista había empezado a tocar otra cantata, que los grajos y cuervos parecían disfrutar más que yo, a juzgar por cómo se habían unido al coro. A esas alturas había alguna luz encendida en la casa, pero solamente en el segundo piso.

Schramma se detuvo junto a una carretilla apoyada contra la pared y miró por la ventana de la puerta trasera, que no estaba cerrada con llave. Unos momentos después habíamos entrado en la casa. Había un fuerte olor a manzanas y canela en el ambiente, como si alguien hubiera estado preparando strudel, pero no me abrió el apetito. De hecho, sentí unas leves náuseas; no pude por menos de reparar en que la empuñadura del calibre 38 que llevaba Schramma en la mano estaba recubierta de cinta adhesiva, como si planeara dejarlo en el escenario, lo que no auguraba nada bueno para nadie, y menos aún para mí. Uno no planea deshacerse de un arma a menos que la haya utilizado. Así pues, me atemorizaba no tener claro en qué me había metido. Pero ¿qué otra opción tenía? Christof Ganz apenas estaba comenzando su vida y tampoco es que tuviera ninguna otra nueva identidad a mi disposición. Ni siquiera en Alemania. De momento, por lo menos, tenía el pie bien atrapado entre las fauces dentadas de acero del cepo de Schramma.

Schramma dejó en equilibrio el puro medio mascado en el extremo de la mesa de la cocina, se cubrió la nariz y la boca con el pañuelo en plan forajido y luego me indicó con un gesto de cabeza que hiciera lo propio. Enfilamos con sigilo un pasillo apenas iluminado hacia una habitación de la que llegaban voces en la parte anterior de la casa.

Laberinto griego

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