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Enfilamos Maximilianstrasse en dirección este en el Mercedes de Merten y cruzamos el Isar por el puente de Maximiliano, antes de doblar a la izquierda y hacia el norte Möhlstrasse arriba. Merten no había estado nunca en la casa del general muerto, por lo que yo le daba indicaciones. Volvía a nevar y ante los faros del coche los copos parecían burbujas en un vaso de cerveza blanca.

—Le estoy muy agradecido —reconoció Merten.

—No hay de qué, Max.

—Mire, me trae sin cuidado lo que hizo en la guerra. De verdad, eso no es asunto mío. Pero se supone que soy funcionario del tribunal de Baviera. Así que más me vale saber un par de cosas acerca de su situación actual. Si voy a ser su abogado, tiene que decirme si lo busca la justicia por algo en concreto. Más allá de lo evidente.

—¿Qué es lo evidente?

—Me refiero a su pasado en el Servicio de Inteligencia, el SD.

—En realidad, no hay nada. Ya sé lo que parece, por lo de que me oculto bajo un nombre falso y tal, pero tengo la conciencia tranquila. —No estaba tan convencido, pero, al menos de momento, no tenía intención de contarle toda la historia de mi vida—. El caso es que soy un prisionero de guerra huido de un campo ruso. Maté a un hombre en la RDA cuando huía. Un alemán. Si me descubren, me cortarían la cabeza. Pero lo más probable es que la Stasi quisiera asesinarme con discreción.

Eso, al menos, sí era cierto.

—Entonces no hay problema. Por un momento pensé..., bueno, ya puede imaginar lo que pensaba. Siempre corrían por la Alex muchos rumores sobre el famoso Bernie Gunther. Que Himmler le dio una patada una vez. Que cumplía órdenes de gente como Goebbels y Göring, pero que sobre todo trabajaba para el general Heydrich.

—A regañadientes.

—¿Cabía siquiera esa posibilidad?

—Sí, si Heydrich lo decidía así.

—Supongo. Lo último que supe de usted fue que lo habían enviado a Rusia como miembro de un batallón de policía, a las órdenes de aquel otro asesino, Arthur Nebe, con el Grupo Operativo B.

—Así es. Solo que no asesiné a nadie.

—Sí, claro, claro, pero ¿a cuántos mató él? ¿Cincuenta mil?

—Algo por el estilo.

—Cuesta creer que dos o tres años después formara parte de la trama de Stauffenberg para asesinar a Hitler.

—De hecho, a mí me cuesta más aún creer que asesinara a cincuenta mil personas —dije—. Pero lo hizo. Nebe estaba lleno de contradicciones. Sobre todo, era un cínico oportunista. A principios de los años treinta, un nazi a ultranza; para 1938, integrante de una de las primeras tentativas para librarse de Hitler. Después de la milagrosa caída de Francia, un nazi comprometido dispuesto a hacer cualquier cosa para medrar, incluido el genocidio; y para 1944, cuando vio hacia dónde soplaba el viento, parte de la incompetente trama de Stauffenberg. Si fuera el personaje de un libro, nadie se lo creería. —No, supongo que no. En cualquier caso, quien esté libre de pecado... De no ser por sus buenos consejos, quizá yo me encontraría en su misma situación, Bernie.

—¿Por qué lo dice?

—Me refiero a que fue usted quien me disuadió de entrar a formar parte del Partido y las SS. ¿Lo recuerda? Justo antes de la guerra era un ambicioso abogado sin apenas experiencia en el Ministerio de Justicia, ansioso por hacer carrera. Por aquel entonces ingresar en las SS y el Partido Nazi era la forma más rápida de abrirse camino. En cambio, yo me quedé en el ministerio, por fortuna. Si no me hubiera quitado esa idea de la cabeza, Bernie, lo más probable es que hubiera acabado en el SD y al mando de algún grupo de operaciones especiales de las SS en los estados bálticos encargado de matar mujeres y niños judíos, como muchos otros abogados que conocía, y ahora estaría en busca y captura, como usted, o algo peor: podría haber corrido la misma suerte que esos otros hombres que acabaron en la cárcel, o ahorcados en Landsberg. —Meneó la cabeza y frunció el ceño—. A menudo me pregunto cómo habría afrontado ese dilema en particular. Ya sabe, el asesinato en masa. Qué habría hecho. Si hubiera sido capaz de hacer... eso. Prefiero creer que me habría negado a cumplir esas órdenes, pero si he de ser sincero, no sé la respuesta. Creo que mi deseo de seguir vivo me habría convencido de hacer lo que se me ordenaba, como cualquier otro abogado. Porque hay algo en mi profesión que a veces me horroriza. Me parece que los abogados pueden justificar casi cualquier cosa ante sí mismos, siempre y cuando sea legal. Pero cualquier cosa puede hacerse legal si se apunta a la cabeza con un arma a un parlamento entero. Incluso el genocidio.

—Doble a la derecha ahí delante y luego continúe dejando el río a la izquierda.

—De acuerdo.

—Bueno, ¿cómo le fue la guerra, Max?

—Por suerte, sin incidentes. Me reclutó la Luftwaffe cuando empezó la guerra y serví un tiempo en una batería antiaérea en Bremen y luego en Stettin. Era muy tranquilo. Demasiado tranquilo, en realidad. Quiero decir que me aburría mucho. Así que en 1942 fui al Comité de Guerra y me presenté voluntario al ejército. Pasé por la escuela de formación de oficiales, llegué a capitán y conseguí un destino tranquilo en un sitio cálido y soleado. De hecho, lo pasé bastante bien, teniendo en cuenta la situación.

—Gire a la izquierda por Neuberghauserstrasse y luego aparque. No queda muy lejos de aquí, pero más nos vale asegurarnos de que no esté la poli antes de entrar. Y no se olvide de la cámara.

Prendió otro cigarrillo con la colilla del anterior y la tiró.

—Buena idea.

Estacionó el Mercedes un poco más allá de la casa blanca y luego permanecimos unos minutos junto al coche antes de asegurarnos de que aún no se habían descubierto los asesinatos.

—Voy a entrar yo primero, solo —dije—. Por si acaso. Espere un par de minutos. Subiré a la segunda planta y haré parpadear una luz para indicarle que todo está bien antes de que me siga. No tiene sentido que nos detengan a los dos. Pero si me trincan, no olvide ir a verme al Praesidium en cuanto pueda. Ya pasé allí una noche y no me gustó nada.

—Gracias, Bernie. Se lo agradezco.

Fui hacia la casa blanca, dejé atrás la iglesia y crucé la cancela de la cerca. La puerta de atrás seguía sin cerrar, y unos minutos después Max Merten y yo estábamos en la cocina. El puro de Schramma continuaba en equilibrio en el borde de la mesa de la cocina donde lo dejó.

—¿Qué es ese ruido? —preguntó—. ¿Lo oye?

—Supongo que es Christian Schramma pidiendo ayuda a gritos.

Bajamos y me encontré su ojo azul escudriñando por la mirilla, igual que antes.

—Déjeme salir de aquí —gritó a través de la puerta de acero.

Me acerqué a la mirilla y le sostuve la mirada. Él golpeó la puerta como si deseara que hubiera sido mi cara y luego retrocedió varios pasos. Estaba claro que había encontrado un sacacorchos; había por lo menos dos botellas abiertas que no lo estaban la última vez.

—Estoy dispuesto a dejarle salir —grité—. Pero con tres condiciones.

—¿Cuáles?

—La primera es que escriba una confesión completa en su libreta. Sé que tiene una porque la vi en el bolsillo del abrigo cuando sacó ese calibre treinta y ocho. Puedo leer lo que escriba por la mirilla. La segunda es que lo vea quitar la cinta adhesiva de la empuñadura del revólver y vaciar el cargador. Calculo que le quedan cuatro balas. Puede meterlas todas en una botella de vino. Cuando el arma esté cubierta de sus huellas dactilares, puede dejarla encima de la mesa donde yo la vea.

—¿Y la tercera condición?

—Esta va a llevar algo más de tiempo. Quiero verle beber el contenido de varias botellas. Solo cuando esté seguro de que está borracho como una cuba abriré la puerta. Si hace todo lo que le digo a mi entera satisfacción, el doctor Merten y yo lo llevaremos en carretilla a su coche y lo conduciremos hasta el Jardín Inglés, donde lo dejaremos para que duerma la mona toda la noche.

—Y luego, ¿qué?

—El trato es el siguiente: nos olvidaremos de que tuvo nada que ver con estos asesinatos si usted se olvida de mí. Y del dinero. El dinero va a ir a parar al PPP de todos modos. Yo volveré a mi trabajo de mierda en el depósito de cadáveres del hospital y usted puede volver al suyo, velando por la ley en esta hermosa ciudad. Siempre y cuando tenga la boca cerrada acerca de todo, nadie se enterará jamás de que mató a estos dos hombres. Pero si un poli con gorra absurda me reprende, aunque solo sea por silbar en la calle, deduciré que el trato se ha roto y la policía descubrirá esa pistola con sus huellas y su confesión.

No mencioné la cámara. Quería que la existencia de fotografías de Schramma junto a dos cadáveres fuera un elemento extra de persuasión amistosa, llegado el caso.

—Que le den, Gunther. A usted también, Merten. Que les den a los dos. Seguro que acabará por aparecer alguien aquí dentro de poco y me dejará salir; y cuando eso ocurra...

—No va a venir nadie. El general vivía solo, como usted dijo.

—Alguien vendrá. Vendrá la policía. Mañana. Eso es. Vendrán porque les avisé para que vinieran a detener al general y a Merten. Tal como le dije.

—No. Me parece que eso es lo que pensaban que iba a ocurrir esos dos hombres a los que asesinó. Pero no. Creo que usted quería que sus cadáveres siguieran ahí, sin que los descubrieran, durante tanto tiempo como fuera posible. El tiempo suficiente para ponerse a salvo, por lo menos.

—Puede creer lo que le venga en gana. Pero le aseguro que se presentarán aquí mañana. Y cuando vengan les diré que me tendió una encerrona. La situación no me favorece, claro. Pero ¿a quién le parece que creerán? ¿A mí, un poli con placa desde hace veinticinco años, o a usted, un hombre con falsa identidad.

—Muy bien. No le falta razón. Pero piénselo bien. Aunque podría haberlo dejado morir de hambre aquí, no lo he hecho. He vuelto a por usted. Sin embargo, veo que no quiere entrar en razón. Así que no volveré. No puedo correr ese riesgo. Y esta vez tendré buen cuidado de apagar todas las luces y cerrar la puerta al salir. Bogenhausen es una zona muy retirada. La gente no se mete en los asuntos del prójimo. Podrían tardar meses en encontrarlo. La inanición es una manera horrible de morir. Pero quizá si bebe suficiente vino de ese, no note tanto dolor. Eso espero, por su bien. Hay un pequeño cementerio ahí al lado. Me da la impresión de que enterrado vivo en esta bodega ya está más o menos igual que allí.

Apagué la luz del sótano, que también controlaba la luz en el interior de la bodega, y empujé a Max Merten hacia las escaleras, como si fuéramos a irnos de verdad.

—¡Vale, vale! —grito Schramma—. Usted gana, Gunther. Lo haré a su manera, so cabrón.

Volví a encender la luz y regresé hasta la mirilla, dispuesto a supervisar todo el laborioso proceso de cerciorarme de que tendría algo remotamente parecido a un futuro.

Laberinto griego

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