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PRÓLOGO

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ENERO DE 1957

Esta parecería la peor historia jamás contada si no hubiera sucedido, toda ella, hasta el último detalle, exactamente como la he descrito.

Es lo que tiene la vida real: todo parece inverosímil hasta el momento en el que empieza a ocurrir. Mi experiencia como inspector de policía y los acontecimientos de mi propia historia personal confirman esta observación. Mi vida no ha tenido nada de probable. Pero tengo la firme sensación de que a todo el mundo le pasa lo mismo. La suma de las historias que nos convierten a todos en quienes somos solo parece exagerada o ficticia hasta que nos encontramos viviendo entre sus páginas manoseadas y manchadas.

Por supuesto, los griegos tienen una palabra para definir eso: «mitología». La mitología lo explica todo, desde los fenómenos naturales hasta lo que ocurre cuando mueres y vas allá abajo, o cuando cometes la imprudencia de robarle una caja de cerillas a Zeus. Da la casualidad de que los griegos tienen mucho que ver con esta historia en concreto. Quizá lo tienen con todas las historias, si te paras a pensarlo. Al fin y al cabo, fue un griego llamado Homero quien inventó la narrativa moderna, entre que perdió la vista y que lo más probable es que en realidad no existiera.

Como muchas historias, lo más seguro es que esta mejore de manera considerable con un par de copas de por medio. Así pues, adelante. Ponte cómodo. Tómate una a mi salud. Desde luego, a mí me gusta echar un trago, pero la verdad es que no soy un caso perdido. Ni mucho menos. Yo espero sinceramente que alguna noche salga a tomar algo y despierte amnésico en un buque rumbo a algún sitio del que no haya oído hablar.

Es el romántico que llevo dentro, supongo. Siempre me ha gustado viajar, incluso cuando era bastante feliz en casa. Podría decirse que sencillamente quería escapar. De las autoridades, sobre todo. Y todavía quiero, a decir verdad, cosa que rara vez se hace. No en Alemania. No en mi caso y en los de muchos otros como yo. Para nosotros el pasado es como el muro exterior del patio de una cárcel: lo más probable es que nunca logremos trasponerlo. Y no deberían dejarnos trasponerlo, claro, si se tiene en cuenta quiénes fuimos y todo lo que hicimos.

Pero ¿cómo explicar lo que ocurrió? Solía ver esa pregunta en las miradas de algunos huéspedes americanos del Grand Hôtel Cap Ferrat, del que hasta hace poco era conserje, cuando caían en la cuenta de que era alemán: «¿Cómo es posible que sus compatriotas asesinaran a tantos otros?». Bueno, así es la cosa: cuando paseas por una gran lonja de pescado, aprecias hasta qué punto resulta extraña y diversa la vida; cuesta imaginar que existan siquiera las siniestras criaturas fantásticas de aspecto escurridizo que ves sobre los expositores de mármol, y a veces, cuando contemplo a mis congéneres, tengo justo esa sensación.

Yo soy un poco como una ostra. Hace años —en enero de 1933, para ser exactos— se me metió en la concha un poco de arena y empezó a buscarme las cosquillas. Pero si hay una perla en mi interior, lo más seguro es que sea negra. A fuer de ser sincero, durante la guerra hice unas cuantas cosas de las que no me siento muy orgulloso que digamos. No hice nada fuera de lo normal. De eso va la guerra. Consigue que todos los que participamos en ella nos sintamos como criminales, como que hemos hecho algo malo. Aparte de los auténticos criminales, claro; aún no se ha inventado la manera de lograr que se sientan mal por nada. Con una excepción, quizá: el verdugo de Landsberg. Cuando se le da la oportunidad, es capaz de provocarle una crisis de conciencia prácticamente a cualquiera.

Oficialmente, dejamos todo eso atrás. Nuestra revolución nacionalsocialista y la devastadora guerra que provocó han terminado y la paz que hemos disfrutado desde entonces ha sido, gracias a los americanos por lo menos, cualquier cosa menos cartaginesa. Dejamos de ahorcar a gente hace mucho tiempo, y todos salvo cuatro de los cientos de criminales de guerra que fueron atrapados y encerrados de por vida en Landsberg han sido puestos en libertad. Estoy convencido de que esta nueva República Federal Alemana puede ser un país tremendo cuando hayamos terminado de apañarlo. Toda Alemania Occidental huele a recién pintado, y todos y cada uno de los edificios públicos se encuentran en un proceso de remodelación fundamental. Las águilas y las esvásticas desaparecieron hace tiempo, pero se están borrando hasta sus vestigios, como a León Trotski de una vieja fotografía del Partido Comunista. En la tristemente famosa Hofbräuhaus de Múnich —allí más que en cualquier otra parte, quizá— se había hecho todo lo posible por tapar con pintura las esvásticas en el techo abovedado de color crema, aunque aún se entreveía dónde habían estado. De no ser por eso —las huellas del fascismo—, sería fácil creer que los nazis no existieron nunca y que los trece años de vida bajo Adolf Hitler fueron una especie de horrenda pesadilla gótica.

Ojalá las marcas y señales del nazismo en el alma bivalva y emponzoñada de Bernie Gunther se hubieran podido borrar con la misma facilidad. Por estas y otras complicadas razones en las que no entraré ahora, hoy en día solo soy yo mismo de verdad cuando, por necesidad, estoy solo. El resto del tiempo, me veo obligado a ser otro.

Así pues. «Hola. Dios te dé la bienvenida», como decimos aquí en Baviera. Me llamo Christof Ganz.

Laberinto griego

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