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La Derfilingerstrasse era un sitio muy conveniente para ir al nuevo Ministerio del Aire, situado en el extremo sur de la Wilhelmstrasse, esquina a Leipzigerstrasse, por no hablar del palacio presidencial, en la cercana Leipzigerplatz: conveniente para que Von Greis atendiera las necesidades de su amo, en su calidad de jefe de la Luftwaffe y primer ministro de Prusia.

El piso de Von Greis estaba en la tercera planta de un elegante edificio. No había señal alguna de un portero, así que subí directamente. Llamé con el picaporte y esperé. Después de un par de minutos, me incliné para mirar por el buzón. Con gran sorpresa me encontré con que la puerta se abría al empujar hacia atrás la pestaña del buzón.

No necesité mi gorro de explorador para darme cuenta de que el sitio había sido registrado de arriba abajo. El parqué del largo recibidor estaba cubierto de libros, papeles, sobres y carpetas vacías, así como una buena cantidad de cristales rotos que procedían de las puertas de una gran librería.

Crucé un par de puertas y me detuve en seco al oír el roce de una silla en una de las habitaciones que había delante de mí. Instintivamente eché mano a la pistola. Por desgracia, seguía en el coche. Iba a coger un pesado sable de caballería que colgaba de la pared cuando oí romperse un cristal bajo el pie de alguien y un doloroso golpe en la nuca me envió a lo más profundo de un agujero en el suelo.

Durante lo que me parecieron horas, aunque sólo debieron de ser unos minutos, me quedé en el fondo de un profundo pozo. Luchando por recuperar el sentido, sentí algo en el bolsillo, y luego una voz que llegaba de muy lejos. Luego noté cómo alguien me levantaba cogiéndome por los brazos, me arrastraba un par de kilómetros y me metía la cara debajo de una cascada.

Sacudí la cabeza y levanté una mirada bizqueante hacia el hombre que me había golpeado. Era casi un gigante con un montón de boca y mejillas, como si las hubiera rellenado con un par de rebanadas de pan. Llevaba una camisa alrededor del cuello, pero era del tipo que uno encontraba en el sillón de una barbería, y era la clase de cuello que tendría que estar uncido a un arado. Las mangas de su chaqueta estaban rellenas con varios kilos de patatas, y acababan prematuramente, revelando unas muñecas y unos puños del tamaño y color de dos langostas hervidas. Respirando profundamente, sacudí la cabeza con mucho dolor. Me senté lentamente, sujetándome el cuello con las dos manos.

—Joder, ¿con qué me has golpeado? ¿Con un trozo de vía de tren?

—Lo siento —dijo mi atacante—, pero cuando vi que ibas a coger el sable, decidí frenarte un poco.

—Supongo que he tenido suerte de que no decidieras noquearme, porque si no...

Señalé con la cabeza mis papeles, que estaban en las enormes zarpas del gigante.

—Parece que sabes quién soy. ¿Te importa decirme quién eres? Me parece como si debiera conocerte.

—Rienacker, Wolf Rienacker. Gestapo. Antes eras un poli, ¿verdad? En el Alex.

—Exacto.

—Y ahora eres un olisqueador. ¿Qué te ha traído hasta aquí?

—Buscaba a Herr Von Greis.

Eché una mirada por la habitación. Había mucho desorden, pero no parecía que faltaran muchas cosas. Un centro de mesa de plata, inmaculado, descansaba en el aparador, cuyos cajones estaban tirados por el suelo; había varias docenas de óleos apoyados en la pared, en pulcras filas. Estaba claro que quienquiera que hubiera registrado la casa no iba detrás del botín usual, sino de algo en particular.

—Comprendo —asintió lentamente—. ¿Sabes a quién pertenece este piso?

Me encogí de hombros.

—Supongo que a Herr Von Greis.

Rienacker sacudió aquella cabeza suya, grande como un cubo.

—Sólo parte del tiempo. No, el apartamento es propiedad de Hermann Goering. Pocas personas lo saben, muy pocas.

Encendió un cigarrillo y me lanzó el paquete. Encendí uno y fumé, agradecido. Observé que me temblaba la mano.

—Así que el primer misterio es cómo lo sabías tú —continuó Rienacker—. El segundo es por qué querías hablar con Von Greis. ¿Podría ser que estuvieras buscando lo mismo que buscaba la primera pandilla? El tercer misterio es dónde está Von Greis ahora. Puede estar escondido, puede que alguien se lo cargara, puede que esté muerto. No lo sé. Este sitio fue registrado hace una semana. Yo he vuelto esta tarde para echar otra mirada por si hubiera algo que se me hubiera pasado por alto la primera vez, y para reflexionar un poco, y mira por dónde, apareces tú por la puerta. —Dio otra calada al cigarrillo. En el enorme jamón que era su mano, parecía un diente de leche—. Es mi primer movimiento en este caso. Así que ¿qué te parece si empiezas a hablar?

Me incorporé, enderecé la corbata y traté de arreglarme el empapado cuello.

—Déjame que intente comprenderlo —dije—. Tengo un amigo en el Alex que me dijo que la policía no conocía este lugar, pero aquí estás tú vigilando. Lo cual me lleva a suponer que tú, o quienquiera que sea para el que trabajas, lo quiere de esa manera. Preferiríais encontrar a Von Greis, o por lo menos averiguar qué hace que sea tan popular, antes que ellos. Veamos, no fue la plata y no fueron los cuadros, porque siguen estando aquí.

—Sigue.

—Éste es el apartamento de Goering, o sea que imagino que eso te convierte en el sabueso de Goering. No hay razón alguna por la que Goering tuviera que sentir estimación alguna por Himmler. Después de todo, Himmler le ganó el control de la policía y de la Gestapo. Así que tendría sentido que Goering quisiera evitar involucrar a los hombres de Himmler más de lo necesario.

—¿No estarás olvidando algo? Yo trabajo para la Gestapo.

—Rienacker, puede que sea fácil aporrearme, pero no soy un estúpido. Los dos sabemos que Goering tiene un montón de amigos en la Gestapo. Lo cual apenas puede sorprendernos, ya que fue él quien la montó.

—¿Sabes?, tendrías que haber sido detective.

—Mi cliente piensa más o menos lo mismo que el tuyo sobre lo de implicar a la policía en este asunto. Lo cual significa que puedo ser sincero contigo, Rienacker. Mi hombre echa en falta un cuadro, un óleo que adquirió fuera de los canales reconocidos, así que, como ves, sería mejor que la policía no supiera nada de él.

El enorme policía no dijo nada, o sea que continué:

—De todos modos, lo robaron de su casa hace un par de semanas. Y ahí es donde entro yo. He estado dando vueltas entre algunos traficantes y ha llegado a mis oídos que Hermann Goering es un entusiasta comprador de arte; que en algún lugar en las profundidades de Karinhall tiene una colección de viejos maestros, no todos adquiridos legalmente. Me entero de que tiene un agente, Herr Von Greis, para todos los asuntos relativos a las compras de arte. Así que decido venir aquí y ver si puedo hablar con él. Quién sabe, puede que el cuadro que estoy buscando sea uno de esos amontonados contra la pared.

—Puede ser —dijo Rienacker—. Siempre suponiendo que yo te crea. ¿De qué pintor es y cuál es el tema del cuadro?

—Rubens —dije, disfrutando de mi propia inventiva—. Dos mujeres desnudas, de pie al lado de un río. Se llama Las bañistas, o algo así. Tengo una reproducción en el despacho.

—¿Y quién es tu cliente?

—Me temo que eso no puedo decírtelo.

—Podría tratar de convencerte —dijo Rienacker cerrando un puño lentamente.

—Seguiría sin decírtelo —dije encogiéndome de hombros—. No es que sea un tipo honorable, que protege la reputación de mi cliente y toda esa basura. Es sólo que me darán una buena comisión si lo encuentro. Este caso es mi gran oportunidad de hacer algo de auténtica pasta, y si me cuesta unos cuantos cardenales y algunas costillas rotas, pues qué le vamos a hacer, así es la vida.

—De acuerdo —dijo Rienacker—. Echa una mirada a los cuadros si quieres. Pero si está ahí, primero tendré que comprobarlo.

Volví a ponerme de pie sobre mis temblorosas piernas y fui hasta los cuadros. No sé mucho de arte, pero de todos modos, reconozco la calidad cuando la veo, y la mayoría de los cuadros del apartamento de Goering eran auténticos. Con gran alivio por mi parte, no había ninguno que tuviera una mujer desnuda, así que no fue necesario que tratara de adivinar si lo había pintado Rubens o no.

—No está aquí —dije finalmente—. Pero gracias por dejarme echar un vistazo.

Rienacker asintió con la cabeza.

En el vestíbulo recogí mi sombrero y volví a ponérmelo en la dolorida cabeza. Él dijo:

—Estoy en la comisaría de la Charlottenstrasse, esquina con la Französische Strasse.

—Sí, lo sé —dije—. Por encima del restaurante Lutter y Wegner, ¿no?

Rienacker asintió.

—Y sí —continué—, si oigo algo te lo haré saber.

—No te olvides de hacerlo —gruñó, y me dejó marchar.


Cuando llegué a la Alexanderplatz, me encontré con que había alguien esperándome en la sala de espera.

Tenía buen tipo y era bastante alta, vestía un traje negro, que prestaba a sus impresionantes curvas el contorno de una guitarra española bien hecha. La falda era corta, estrecha y ajustada a su amplio trasero, y el corte de la chaqueta estaba pensado para darle una línea de talle alto, con la abundante tela fruncida para adaptarse bajo su importante busto. En la cabeza, de pelo negro y brillante, llevaba un sombrero también negro con el ala vuelta hacia arriba todo alrededor, y entre las manos sujetaba un bolso de paño negro con un asa y cierre blancos, y un libro que dejó cuando yo entré.

Sus azules ojos y su boca, perfectamente pintada, sonrieron con una cordialidad cautivadora.

—Herr Gunther, supongo.

Asentí sin hablar.

—Soy Inge Lorenz. Una amiga de Eduard Müller. Del Berliner Morgenpost.

Nos estrechamos las manos, y yo abrí la puerta del despacho.

—Entre y póngase cómoda —dije.

Echó una mirada alrededor de la habitación y husmeó el aire un par de veces. Seguía oliendo como el delantal de un tabernero.

—Perdón por el olor. Me temo que tuve un pequeño accidente.

Fui a la ventana y la abrí. Cuando me di la vuelta me la encontré al lado.

—Una vista impresionante —observó.

—No está mal.

—Berlin Alexanderplatz. ¿Ha leído la novela de Döblin? —me preguntó.

—Ahora no tengo mucho tiempo para leer —dije—. Y además, hay tan pocas cosas que valgan la pena...

—Por supuesto, es un libro prohibido —dijo—, pero debería leerlo, mientras dure su nuevo periodo de circulación.

—No la entiendo.

—Ah, ¿no se ha dado cuenta? Los escritores prohibidos están de vuelta en las librerías. Es por las Olimpiadas. Para que los turistas no piensen que aquí hay una represión tan severa como van diciendo por ahí. Por supuesto, desaparecerán de nuevo tan pronto como todo termine, pero aunque sólo sea porque están prohibidos uno debería leerlos.

—Gracias. Lo tendré presente.

—¿Tiene un cigarrillo?

Abrí la caja de plata del escritorio y se la acerqué sujetándola por la tapa. Cogió un cigarrillo y me dijo que le diera fuego.

—El otro día, en un café de la Kurfürstendamm, encendí uno distraída y un viejo entrometido se me acercó para recordarme mi deber como mujer alemana: esposa o madre. Ni en sueños, pensé. Tengo casi treinta y nueve años, a duras penas la edad de empezar a producir nuevos reclutas para el partido. Soy lo que llaman una calamidad eugenésica.

Se sentó en uno de los sillones y cruzó aquellas hermosas piernas suyas. No veía nada calamitoso en ella, excepto quizá los cafés que frecuentaba.

—Hemos llegado a un punto en que una mujer no puede salir un poco maquillada por miedo a que la llamen puta.

—No me da la impresión de que sea del tipo que se preocupa mucho por lo que le llame la gente —dije—. Además, da la casualidad de que me gustan las mujeres con aspecto de damas, no de lecheras de Hesse.

—Gracias, Herr Gunther —dijo sonriendo—. Es muy amable por su parte.

—Müller dice que antes era reportera para el DAZ.

—Sí, es cierto. Perdí mi empleo durante la campaña del partido «Sacad a las mujeres de la industria». Una forma ingeniosa de resolver el problema del desempleo alemán, ¿no cree? Basta con decir que una mujer ya tiene un empleo, que es cuidar de la casa y de la familia. Si no tiene marido, más le vale hacerse con uno, si sabe lo que le conviene. La lógica es escalofriante.

—¿Cómo se gana la vida ahora?

—Trabajé un poco como freelance. Pero en este mismo momento, francamente, Herr Gunther, estoy sin blanca, y por eso estoy aquí. Müller dice que está buscando alguna información sobre Hermann Six. Me gustaría tratar de vender lo que sé. ¿Lo está investigando?

—No, en realidad es mi cliente.

—Oh —dijo, y sonó un tanto desilusionada al oír eso.

—Hay algo en la forma en que me contrató que hace que quiera saber mucho más de él —expliqué—, y no me refiero sólo a qué escuela fue. Supongo que podríamos decir que me irritó. Verá, es que no me gusta que me digan lo que tengo que hacer.

—Eso no es una actitud muy sana en estos días.

—Eso me temo. —Le sonreí—. ¿Digamos cincuenta marcos por lo que sabe?

—¿Y si decimos cien y así no sufrirá una decepción?

—¿Qué tal setenta y cinco y una cena?

—Trato hecho.

Me tendió la mano y cerramos el acuerdo con un apretón.

—¿Hay un archivo o algo así, Fräulein Lorenz?

Se dio unos golpecitos en la cabeza.

—Por favor, llámame Inge. Está todo aquí, hasta el último detalle.

Y a continuación me lo contó.


—Hermann Six nació, hijo de uno de los hombres más ricos de Alemania, en abril de 1881, nueve años, día por día, antes de que nuestro amado Führer entrara en este mundo. Dado que has mencionado la escuela, fue al König Wilhelm Gymnasium, de Berlín. Más tarde entró en la Bolsa, y luego en el negocio de su padre, que era, claro está, la Acería Six.

»Al igual que Fritz Thyssen, el heredero de otra gran fortuna familiar, el joven Six era un ardiente nacionalista, que organizó la resistencia pasiva contra la ocupación francesa del Ruhr en 1923. Por eso, tanto él como Thyssen fueron arrestados y encarcelados. Pero aquí termina la similitud entre los dos, porque, a diferencia de Thyssen, a Six nunca le ha gustado Hitler. Era un nacionalista conservador, nunca un nacionalsocialista, y cualquier apoyo que pueda haber prestado al partido ha sido puramente pragmático, por no decir oportunista.

»Entretanto se casó con Lisa Voegler, una antigua actriz de la compañía oficial del Teatro Estatal de Berlín. Tuvieron sólo una hija, Grete, nacida en 1911. Lisa murió de tuberculosis en 1934, y Six se casó con Ilse Rudel, la actriz.

Inge Lorenz se levantó y empezó a pasear arriba y abajo mientras hablaba. Mirándola resultaba difícil concentrarse: cuando se daba la vuelta mis ojos se pegaban a su trasero, y cuando se volvía a poner de cara a mí, se fijaban en su vientre.

—He dicho que a Six no le interesaba el partido. Eso es cierto. Pero se oponía igualmente a la causa sindical, y le gustó la manera en que el partido se aplicó a neutralizarla cuando llegó al poder. Pero es el llamado socialismo del partido lo que se le atraganta de verdad. Y la política económica del partido. Six fue uno de los diversos hombres de negocios presentes en una reunión secreta sostenida, a principios de 1933, en el palacio presidencial, en la cual Hitler y Goering explicaron la futura política económica nacionalsocialista. Como quiera que fuera, aquellos empresarios contribuyeron con varios millones de marcos a las arcas del partido, confiando en la fuerza de la promesa de Hitler de eliminar a los bolcheviques y restablecer el ejército. Fue un romance que no duró demasiado tiempo. Al igual que muchos industriales alemanes, Six favorece la expansión de los negocios y el aumento del comercio. Específicamente, en lo que hace a la industria del acero prefiere comprar sus materias primas en el exterior, porque es más barato. Sin embargo, Goering no está de acuerdo y cree que Alemania tendría que ser autosuficiente en mineral de carbón, como en todo lo demás. Cree en un nivel controlado del consumo y las exportaciones. Es fácil ver por qué.

Hizo una pausa, esperando que le proporcionara la explicación que tan fácil era de ver.

—¿Ah, sí? —dije yo.

Chasqueó la lengua, suspiró y meneó la cabeza, todo al mismo tiempo.

—Pues claro que lo es. La verdad es que Alemania se está preparando para la guerra y, por eso, la política económica convencional tiene poca o ninguna importancia.

Asentí inteligentemente.

—Sí, ya veo lo que quieres decir.

Se sentó en el brazo del sillón y se cruzó de brazos.

—El otro día estuve hablando con alguien que sigue trabajando en el DAZ —dijo—, y me contó que corre el rumor de que dentro de un par de meses Goering asumirá el control del segundo plan económico cuatrienal. Dado su interés declarado por montar fábricas de materias primas de propiedad estatal para garantizar el suministro de los recursos estratégicos, uno puede entender que Six no se sienta muy feliz con esta perspectiva. Verás, la industria del acero padeció de un considerable exceso de capacidad durante la depresión. Six se resiste a dar el visto bueno a la inversión necesaria para que Alemania llegue a ser autosuficiente en mineral de hierro porque sabe que, tan pronto como se acabe el auge del rearme, se encontrará con un enorme exceso de capital, produciendo un hierro y un acero caros, lo cual es el resultado del alto coste de producir y utilizar mineral de hierro nacional. No podrá vender el acero alemán en el exterior debido a ese alto precio. Por supuesto, huelga decir que Six quiere que las empresas sigan teniendo la iniciativa en la economía alemana. Y apuesto a que hará todo lo que pueda para convencer a los demás hombres de negocios de primera línea para que se unan a él en su oposición a Goering. Si no lo respaldan, no se sabe qué es capaz de hacer. Puede muy bien jugar sucio. Yo sospecho, y es sólo una sospecha, ¿eh?, que tiene contactos con el hampa.

La historia de la política económica tenía sólo una importancia marginal, pensé, pero Six y el hampa, eso sí que me interesaba.

—¿Qué te hace decir eso?

—Bueno, primero fue lo de las medidas para reventar la huelga durante las huelgas del acero —dijo—. Algunos de los hombres que apalearon a los obreros tenían conexiones en el mundo de las bandas. Muchos de ellos eran ex presidiarios, miembros de una red, ya sabe, una de esas sociedades de rehabilitación de delincuentes.

—¿Puedes recordar el nombre de esa red?

Negó con la cabeza.

—No sería Fuerza Alemana, ¿verdad?

—No me acuerdo —reflexionó un poco más—. Probablemente podría encontrar los nombres de las implicadas, si te es de ayuda.

—Si te es posible, encuéntralos, así como cualquier otra cosa que puedas contarme sobre ese episodio de la huelga, si no te importa.

Había mucho más, pero yo ya había recuperado el valor de mis setenta y cinco marcos. Al saber más de mi cliente, tan secreto y privado, sentí que era yo quien manejaba el timón. Y ahora que la había escuchado, se me ocurrió que podría utilizarla.

—¿Te gustaría trabajar para mí? Necesito alguien que me haga de ayudante, alguien que escarbe en los archivos y que esté aquí de vez en cuando. Me parece que te podría convenir. Te pagaría, digamos, sesenta marcos a la semana. En metálico, para no tener que dar cuenta a la gente de Trabajo. Quizá algo más si las cosas funcionan. ¿Qué me dices?

—Bueno, si estás seguro... —Se encogió de hombros—. La verdad es que me vendría muy bien ese dinero.

—De acuerdo, entonces. —Reflexioné un momento—. Supongo que todavía tienes unos cuantos contactos entre la gente de los periódicos, en los organismos del gobierno...

Asintió.

—¿Por casualidad conoces a alguien en el DAF, el Frente Alemán del Trabajo?

Lo pensó un momento y jugueteó con los botones de su chaqueta.

—Había alguien —dijo meditabunda—. Un antiguo novio, un hombre de las SA. ¿Por qué lo preguntas?

—¿Puedes llamarlo y pedirle que salga contigo esta noche?

—Pero no lo he visto ni he hablado con él desde hace meses —dijo—. Y ya fue bastante difícil conseguir que me dejara en paz la última vez. Es una auténtica lapa.

Sus ojos azules me miraron con nerviosismo.

—Quiero que averigües cualquier cosa que puedas sobre qué era lo que interesaba tanto al yerno de Six, Paul Pfarr, y que le hacía ir allí varias veces a la semana. Además, tenía una amante. Así que también busca cualquier cosa que puedas descubrir sobre ella. Y quiero decir cualquier cosa.

—Entonces será mejor que me ponga otro par de bragas extra —dijo—. Ese hombre tiene unas manos que hacen pensar que debería haber sido comadrona.

Durante un brevísimo momento me permití una punzada de celos, al imaginarlo tratando de ligársela. Quizá algún día yo intentara hacer lo mismo.

—Le pediré que me lleve a ver un espectáculo —dijo despertándome de mi ensoñación erótica—. Tal vez incluso haré que se emborrache un poco.

—Buena idea. Y si eso falla, ofrécele dinero.

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