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Era tarde, más de la una, cuando cogí el coche para volver a mi piso en la Trautenaustrasse, que está en Wilmersdorf, un barrio modesto, pero mucho mejor que Wedding, el distrito de Berlín en el que me crié. La calle va hacia el noroeste desde la Güntzelstrasse y más allá de la Nikolsburger Platz, donde hay una especie de fuente paisajística en medio de la plaza. Yo vivía, bastante cómodamente, en el otro extremo, el de la Prager Platz.

Avergonzado por haberme burlado de Buerckel delante de Dagmarr y por las libertades que me había tomado con Carola, la compradora de medias, en el Tiergarten, cerca del estanque de los peces, me quedé sentado dentro del coche fumando un cigarrillo pensativamente. Tenía que admitir que la boda de Dagmarr me había afectado más de lo que yo habría esperado. Comprendía que no ganaba nada con amargarme pensando en ello. No creía que pudiera olvidarla, pero podía apostar sin miedo a perder a que encontraría un montón de maneras para dejar de pensar en ella.

Fue sólo después de salir del coche cuando vi el gran Mercedes descapotable de color azul oscuro, aparcado unos veinte metros calle abajo, y a los dos hombres apoyados en él, esperando a alguien. Me preparé cuando uno de los dos tiró el cigarrillo y se dirigió rápidamente hacia mí. Cuando estuvo más cerca vi que iba demasiado bien vestido para ser de la Gestapo y que el otro llevaba uniforme de chófer, aunque con su musculatura de levantador de pesos de un teatro de variedades habría parecido mucho más cómodo dentro de unas mallas de piel de leopardo. Su presencia, que distaba mucho de ser discreta, le daba al hombre bien vestido y más joven una evidente confianza.

—¿Herr Gunther? ¿Es usted Herr Gunther?

Se detuvo delante de mí y yo le lancé mi mirada más dura, de la clase que hace parpadear a un oso. No me gusta la gente que me aborda frente a mi casa a la una de la madrugada.

—Soy su hermano. Él está fuera de la ciudad.

El hombre sonrió. No se lo había tragado.

—¿Herr Gunther, el investigador privado? A mi patrón le gustaría hablar con usted. —Señaló el Mercedes—. Está esperando en el coche. He hablado con la portera y me ha dicho que esperaba que volviera esta noche. Eso fue hace tres horas, así que, como puede ver, llevamos esperando bastante rato. De verdad, es muy urgente.

Levanté el brazo y lancé una ojeada al reloj.

—Amigo, son las dos menos veinte de la madrugada, así que, cualquier cosa que venda, no me interesa. Estoy cansado y borracho y quiero irme a la cama. Tengo un despacho en la Alexanderplatz, o sea que hágame un favor y déjelo para mañana.

El hombre, un tipo agradable, con una cara de aspecto lozano y una flor en el ojal, me cerró el paso.

—No puede esperar hasta mañana —dijo con una sonrisa encantadora—; por favor, hable con él, sólo un minuto, se lo ruego.

—¿Que hable con quién? —murmuré mirando hacia el coche.

—Aquí tiene su tarjeta.

Me la dio y yo me quedé mirándola fijamente con un aire estúpido, como si fuera un boleto de una tómbola. Él se inclinó y me la leyó, mirándola al revés.

—Doctor Fritz Schemm. Abogado alemán, de Schemm & Schellenberg, Unter den Linden, número 67. Es una buena dirección.

—No me cabe duda —dije—. Pero un abogado en medio de la calle y a estas horas de la noche y, además, de una firma tan prestigiosa... No pensará que creo en las hadas.

Pero, de cualquier modo, lo seguí hasta el coche. El chófer me abrió la puerta. Con un pie en el estribo, eché una ojeada al interior. Un hombre que olía a colonia se inclinó hacia delante, aunque sus rasgos quedaban ocultos en la oscuridad, y cuando habló, su voz era fría y poco hospitalaria, como alguien con estreñimiento.

—¿Es usted Gunther, el detective?

—Exacto —dije—, y usted debe de ser... —fingí leer su tarjeta— el doctor Fritz Schemm, abogado alemán.

Pronuncié «alemán» con un énfasis deliberadamente sarcástico. Siempre he odiado esa palabra en las tarjetas y en los letreros por lo que sugiere de respetabilidad social; y todavía más ahora cuando —por lo menos, en lo que se refiere a los abogados— es algo redundante, ya que a los judíos se les prohíbe la práctica de la abogacía. Yo no me describiría como «investigador privado alemán» más de lo que me llamaría «investigador privado luterano» o «investigador privado antisocial» o «investigador privado viudo», aunque sea, o haya sido en algún momento, todas estas cosas (ahora no se me ve mucho por la iglesia). Es verdad que muchos de mis clientes son judíos. Trabajar para ellos es muy rentable (pagan a tocateja), y siempre se trata de lo mismo: personas desaparecidas. Los resultados son también casi siempre los mismos: un cuerpo arrojado al canal Landwehr por cortesía de la Gestapo o de las SA; un suicidio solitario en una barca en el Wansee, o un nombre en una lista policial de condenados enviados a un KZ, un campo de concentración. Así que aquel abogado, aquel abogado alemán, me cayó mal desde el principio.

—Mire, Herr Doktor —dije—, como le decía aquí, a su muchacho, estoy cansado y he bebido lo suficiente para olvidar que al director de mi banco le preocupa mi bienestar.

Schemm metió la mano en el bolsillo de la chaqueta y yo ni siquiera me moví, lo que demuestra lo zumbado que estaba. Por suerte, sólo sacó su cartera.

—Me he informado sobre usted y me han dicho que ofrece un servicio solvente. Le necesito durante un par de horas, por las cuales le pagaré doscientos Reichsmarks, lo que, en la práctica, equivale al dinero de una semana. —Se puso la cartera sobre la rodilla y sacó dos papeles azules, que dejó sobre la pernera del pantalón, algo que no debió de resultarle fácil, teniendo en cuenta que sólo tenía un brazo—. Y después Ulrich lo devolverá a casa en el coche.

Cogí los billetes.

—Diablos —dije—, total, sólo me iba a la cama a dormir. Eso lo puedo hacer en cualquier momento. —Bajé la cabeza y me metí en el coche—. En marcha, Ulrich.

La puerta se cerró de golpe y Ulrich se sentó en el asiento del conductor, con Caralozana a su lado. Nos dirigimos hacia el oeste.

—¿Adónde vamos? —pregunté.

—Todo a su tiempo, Herr Gunther —dijo—. Sírvase algo de beber o un cigarrillo. —Abrió un mueble bar que parecía rescatado del Titanic y sacó una pitillera—. Son americanos.

Dije que sí al cigarrillo y que no a la bebida. Cuando alguien está tan dispuesto a separarse de doscientos marcos como el doctor Schemm, vale la pena estar alerta.

—¿Sería tan amable de darme fuego, por favor? —dijo Schemm, poniéndose un cigarrillo entre los labios—. Las cerillas son lo único con lo que no puedo arreglármelas solo. Perdí el brazo en Ludendorff en la toma de la fortaleza de Lieja. ¿Ha estado en el servicio activo?

La voz era remilgada, casi untuosa: baja y lenta, con un matiz de crueldad. El tipo de voz, pensé, que puede hacer que te incrimines a ti mismo fácilmente, y dando las gracias. El tipo de voz que le habría sido útil a su dueño si hubiera trabajado para la Gestapo. Encendí los dos cigarrillos y me recosté en el enorme asiento del Mercedes.

—Sí, estuve en Turquía.

Joder, de repente había tanta gente interesada en mi historial bélico que me pregunté si no tendría que solicitar la insignia de antiguo combatiente. Miré por la ventanilla y vi que nos dirigíamos hacia el Grunevald, una zona boscosa que se extiende al oeste de la ciudad, cerca del río Havel.

—¿Con rango de oficial?

—Sargento.

Noté cómo sonreía.

—Yo era comandante —dijo, poniéndome claramente en mi lugar—. ¿Y se hizo policía después de la guerra?

—No, no enseguida. Fui funcionario durante un tiempo, pero no podía aguantar la rutina. No me incorporé a la policía hasta 1922.

—¿Y cuándo la dejó?

—Escuche, Herr Doktor, no recuerdo que me hiciera prestar juramento cuando subí al coche.

—Lo siento —dijo—, sólo tenía curiosidad por saber si se fue por voluntad propia o...

—¿O me empujaron? Tiene mucha cara para preguntarme esto, Schemm.

—¿Usted cree? —dijo inocentemente.

—Pero responderé a su pregunta. Me fui. Me atrevo a decir que si hubiera esperado lo suficiente me hubieran echado como a todos los demás. No soy nacionalsocialista, pero tampoco soy un mierda de Kozi. Me gustan los bolcheviques tan poco como al partido, o por lo menos tan poco como creo que le gustan al partido. Pero eso no es del todo suficiente para la moderna Kripo o Sipo o como se llame ahora. En su libro si no estás con ellos, estás contra ellos.

—Así pues, usted, un Kriminalinspektor, abandonó la Kripo —hizo una pausa y luego añadió, con un tono de falsa sorpresa— para trabajar como detective del hotel Adlon.

—Es usted muy listo —dije con sorna—, haciéndome todas esas preguntas cuando ya sabe las respuestas.

—A mi cliente le gusta saber cómo es la gente que trabaja para él —dijo con un aire petulante.

—Todavía no he aceptado el caso. Puede que lo rechace sólo para ver qué cara pone.

—Quizá. Pero sería estúpido. En Berlín hay una docena como usted... investigadores privados.

Dijo el nombre de mi profesión con algo más que desprecio.

—Entonces, ¿por qué me ha escogido a mí?

—Ya ha trabajado para mi cliente, de forma indirecta. Hace un par de años llevó a cabo una investigación para la Germania Life Assurance Company, de la cual mi cliente es el mayor accionista. Cuando los de la Kripo seguían dando palos de ciego, usted recuperó con éxito unos bonos robados.

—Lo recuerdo —dije.

Y tenía buenas razones para hacerlo. Fue uno de mis primeros casos después de dejar el Adlon y establecerme como investigador privado.

—Tuve suerte —añadí.

—No hay que subestimar nunca a la suerte —dijo Schemm pomposamente.

«Seguro —pensé—, mira si no al Führer.»

Para entonces estábamos al borde del bosque Grunevald, en Daglem, lugar donde vivían algunas de las personas más ricas e influyentes del país, por ejemplo los Ribbentrop. Nos detuvimos ante una enorme verja de hierro forjado limitada por dos sólidos muros y Caralozana tuvo que saltar del coche y abrirla después de forcejear con ella. Ulrich entró con el coche.

—Sigue adelante —ordenó Schemm—. No esperes. Ya vamos con retraso.

Recorrimos una avenida bordeada de árboles durante unos cinco minutos antes de llegar a un amplio patio de gravilla alrededor del cual se desplegaban, cubriendo tres de sus lados, un largo edificio central y las dos alas que comprendían la casa. Ulrich se detuvo al lado de una pequeña fuente y bajó para abrirnos las puertas. Salimos.

Alrededor del patio había una galería cubierta por un tejado soportado por gruesas vigas y columnas de madera, y por ella patrullaba un hombre con un par de dóberman de aspecto fiero. No había mucha luz, excepto la procedente del farol de la puerta delantera, pero por lo que pude ver, la casa era blanca, con muros rugosos y un profundo tejado abuhardillado, tan grande como un hotel de buen tamaño, del tipo que yo no podía permitirme. En algún lugar entre los árboles, detrás de la casa, un pavo real chillaba pidiendo ayuda.

Cuando estuve más cerca de la puerta, pude mirar bien por primera vez al abogado. Supongo que era bastante apuesto. Dado que por lo menos tenía cincuenta años, creo que podría decirse que tenía un aspecto distinguido. Era más alto de lo que me había parecido cuando estaba sentado en el coche, e iba vestido con sumo cuidado, pero con una total indiferencia por la moda. Llevaba un cuello duro con el que podría cortarse una barra de pan, traje de raya diplomática de un tono gris claro, chaleco y polainas de color crema; su única mano iba enfundada en un guante de cabritilla gris y en la cabeza, cuadrada y con el pelo gris, cortado a cepillo, llevaba un sombrero gris grande, con un ala rodeando la copa, con sus pliegues bien marcados, como el foso de un castillo. Parecía una armadura antigua.

Me condujo hacia la gran puerta de caoba, que se abrió para mostrar a un mayordomo, con la cara pálida, que se apartó cuando cruzamos el umbral para dejarnos entrar en el amplio vestíbulo. Era la clase de vestíbulo que te hace pensar que tienes suerte sólo por haber pasado de la puerta. La escalinata, con un pasamanos blanco y brillante y dividida en dos tramos paralelos, llevaba a los pisos superiores, y del techo colgaba una araña de cristal de mayor tamaño que la campana de una iglesia y con más colgajos que los pendientes de una bailarina de striptease. Tomé mentalmente nota de subir mis honorarios.

El mayordomo, un árabe, se inclinó con solemnidad y me pidió el sombrero.

—Prefiero conservarlo, si no le importa —dije, acariciando el ala con el dedo—. Me ayudará a mantener las manos alejadas de la plata.

—Como desee, señor.

Schemm le dio su propio sombrero como si hubiera nacido en un palacio. Quizá fuera así, pero cuando se trata de abogados siempre doy por hecho que llegaron a tener su riqueza y posición gracias a la avaricia y por medios nefandos; nunca he conocido a uno del que me pudiera fiar. El guante se lo quitó con una contorsión de los dedos, casi de doble articulación, y lo dejó caer dentro del sombrero. Luego se enderezó la corbata y le pidió al mayordomo que nos anunciara.

Esperamos en la biblioteca. No era grande si se comparaba con el Bismarck o el Hindenburg, y no cabrían más de seis coches entre el escritorio, del tamaño del Reichstag, y la puerta. Estaba decorada al estilo Lohengrin primitivo, con grandes vigas, chimenea de granito, en la cual crepitaba suavemente un tronco, y panoplias en las paredes. Había abundantes libros, del tipo de los que se compran a metros, muchos poetas, filósofos y juristas alemanes con los cuales estoy algo familiarizado, pero sólo como nombres de calles, cafés y bares.

Me fui de excursión por la sala.

—Si no he vuelto dentro de cinco minutos, envíen una expedición de rescate.

Schemm suspiró y se sentó en uno de los dos sofás de piel situados en ángulo recto cerca del fuego. Cogió una revista y fingió leer.

—¿No le dan claustrofobia estas pequeñas casas de campo?

Schemm suspiró, petulante, como una vieja solterona al notar que el aliento del párroco huele a ginebra.

—Por favor, siéntese, Herr Gunther —dijo.

No le hice ningún caso. Acariciando los dos billetes de cien que llevaba dentro del bolsillo para mantenerme despierto, deambulé hasta el escritorio y eché una ojeada por encima de su superficie de piel verde. Había un ejemplar del Berliner Tageblatt, muy leído, y un par de anteojos de media luna, una pluma, un pesado cenicero de bronce con la colilla de un puro con marcas de dientes y, a su lado, la caja de Black Wisdom Havanas de la cual lo habían sacado; una pila de correspondencia y varias fotografías en marcos de plata. Miré hacia Schemm, que se estaba esforzando en vano con su revista y sus párpados, y luego cogí una de las fotografías. Era morena y bonita, llenita, que es como me gustan a mí, aunque era fácil ver que mi conversación de sobremesa le habría parecido totalmente resistible; su traje de graduación lo decía bien claro.

—Es guapa, ¿no cree? —dijo una voz que, procedente de la puerta de la biblioteca, hizo que Schemm se levantara del sofá. Era un tipo de voz cantarina, con un ligero acento berlinés. Me volví para mirar al propietario de la voz y me encontré frente a un hombre de escasa estatura. Tenía la cara rubicunda e hinchada, y mostraba un abatimiento tan grande que casi me impidió reconocerlo. Mientras Schemm se dedicaba a inclinarse, murmuré algo elogioso sobre la chica de la foto.

—Herr Six —decía Schemm con más obsequiosidad que la concubina de un sultán—, permítame que le presente a Herr Bernhard Gunther.

Se volvió hacia mí, y su voz cambió para ponerse a la altura de mi deprimida cuenta bancaria.

—Éste es el Herr Doktor Hermann Six.

Era divertido, pensé, lo que pasaba en los círculos más elevados: todo el mundo era un condenado doctor. Le estreché la mano, y mi nuevo cliente la retuvo durante un tiempo incómodamente largo, mientras escudriñaba mi cara. Hay muchos clientes que lo hacen; se consideran buenos jueces del carácter de un hombre y, después de todo, no van a revelar sus pequeños y embarazosos problemas a un hombre que tiene un aspecto sospechoso y poco honrado. O sea que es una suerte que pueda mostrar el aspecto de alguien firme y fiable. Sea como fuere, volvamos a los ojos de mi cliente: eran azules, grandes y saltones, con un extraño brillo acuoso en ellos, como si acabara de salir de una nube de gas mostaza. Me impresionó un tanto darme cuenta de que el hombre había estado llorando.

Six me soltó la mano y cogió la fotografía que yo había estado mirando. La contempló fijamente durante unos segundos y luego suspiró profundamente.

—Era mi hija —dijo con el corazón en la garganta.

Dejó la fotografía boca abajo sobre el escritorio y se apartó el pelo gris, cortado estilo monje, de la frente.

—Era, porque está muerta.

—Lo siento —dije con voz grave.

—No tendría que sentirlo —respondió—. Porque si estuviera viva usted no estaría aquí con la perspectiva de ganar un montón de dinero.

Lo escuché; hablaba mi propio idioma.

—¿Sabe?, murió asesinada.

Se detuvo para conseguir un efecto dramático; los clientes suelen hacerlo, pero éste era bueno.

—Asesinada —repetí tontamente.

—Asesinada.

Se tiró de una oreja, grande como la de un elefante, antes de meterse las nudosas manos en los bolsillos de su informe traje azul marino. No pude menos de observar que tenía los puños de la camisa sucios y deshilachados. Nunca había conocido a un millonario del acero antes (había oído hablar de Hermann Six; era uno de los principales fabricantes del Ruhr), pero éste me chocó por extraño. Se balanceó sobre los talones y le miré los zapatos. Se puede decir mucho mirando los zapatos de un cliente. Es lo único que he aprendido de Sherlock Holmes. Los de Six estaban listos para ir a parar al Socorro Invernal, la Organización Benéfica del Pueblo Nacionalsocialista, donde se envía toda la ropa vieja. Pero, bien mirado, no es que los zapatos alemanes valgan mucho. La piel sintética es como el cartón; igual que la carne, y el café, y la mantequilla, y los tejidos. Pero volviendo a Herr Six, no me parecía tan abrumado por el dolor como para dormir con la ropa puesta. No, decidí, era uno de esos millonarios excéntricos que a veces aparecen en los periódicos; no gastan nada en nada, y es así como llegaron a ser ricos.

—La mataron de un disparo, a sangre fría —dijo con amargura.

Comprendí que la noche iba a ser larga. Saqué los cigarrillos.

—¿Le importa que fume? —pregunté.

Pareció recuperarse al oírme.

—Le ruego que me excuse, Herr Gunther —dijo con un suspiro—. He olvidado mis modales. ¿Quiere tomar una bebida o algo?

El «o algo» sonaba estupendo, quizá una cama con dosel, pero pedí un café.

—¿Fritz?

Schemm se removió en el sofá.

—Gracias, sólo un vaso de agua —dijo humildemente.

Six hizo sonar la campanilla y luego seleccionó un grueso puro de la caja que había en el escritorio. Me indicó que tomara asiento, y me dejé caer en el otro sofá, frente a Schemm. Six cogió una astilla y la acercó a la llama. Luego encendió su cigarro y se sentó al lado del hombre de gris. Detrás de él se abrió la puerta de la biblioteca y entró un hombre de unos treinta y cinco años. Un par de gafas sin montura, que llevaba aplicadamente en el extremo de una nariz ancha, casi negroide, desmentían lo atlético de su cuerpo. Se quitó las gafas con un gesto brusco, me miró fijamente y con incomodidad y luego volvió los ojos a su patrón.

—¿Quiere que esté presente en esta reunión, Herr Six? —dijo. Tenía un vago acento de Frankfurt.

—No, no es necesario, Hjalmar —dijo Six—. Vete a la cama, como un buen chico. ¿Podrías pedirle a Farraj que nos traiga un café y un vaso de agua, y lo de costumbre para mí?

—Enseguida, Herr Six.

Me miró de nuevo, y no pude decidir si el que yo estuviera allí le molestaba o no, así que me apunté mentalmente que tenía que hablar con él cuando se presentara la ocasión.

—Sólo una cosa más —dijo Six, volviéndose en el sofá—. Por favor, recuérdame que mañana a primera hora repase los detalles del funeral contigo. Quiero que te cuides de todo mientras yo no esté.

—Muy bien, Herr Six. —Y después de decir esto, nos deseó buenas noches y se fue.

—Veamos, Herr Gunther —dijo Six cuando la puerta se hubo cerrado. Hablaba sujetando el Black Wisdom en la comisura de los labios, de tal forma que parecía un voceador de feria y sonaba como un niño con un trozo de caramelo en la boca—. Tengo que disculparme por traerle aquí a esta hora tan intempestiva, pero soy un hombre muy ocupado. Y, lo que es más importante, tiene que comprender que también soy una persona muy reservada.

—Pese a todo, Herr Six —dije—, he oído hablar de usted.

—Es muy probable. En mi posición tengo que ser el patrón de muchas causas y el mecenas de muchas obras benéficas, ya sabe de qué estoy hablando. La riqueza tiene sus obligaciones.

«Y también un retrete en el exterior», pensé. Anticipando lo que iba a venir, bostecé interiormente. Pero dije:

—No me cabe la menor duda. —Fingí tanta comprensión que le hice vacilar un momento antes de continuar con las manidas frases que he oído tantas veces. «Es necesaria la discreción» y «No quiero involucrar a las autoridades en mis asuntos» y «Garantías de una absoluta discreción», etc., etc. Es lo que pasa con mi trabajo. Todo el mundo te dice cómo tienes que llevar su caso, casi como si no confiaran en ti, como si tuvieras que elevar tus principios a fin de trabajar para ellos.

—Si pudiera ganarme mejor la vida como investigador no tan privado, lo hubiera probado hace mucho tiempo —le dije—. Pero en mi trabajo, ser un bocazas es malo para el negocio. Se correría la voz y una o dos compañías aseguradoras y varios bufetes de abogados de reconocido prestigio, que se cuentan entre mis clientes habituales, se irían a otra parte. Mire, sé que ha comprobado mi reputación, así que vayamos al asunto, ¿no le parece?

Lo interesante de los ricos es que les gusta que les digan las cosas sin tapujos. Lo confunden con la sinceridad. Six cabeceó, con gesto de aprobación.

En ese momento, el mayordomo entró en la sala, deslizándose tan suavemente como un neumático sobre un suelo encerado, y oliendo ligeramente a sudor y a algo especioso, sirvió el café, el agua y el brandy de su amo, con la mirada inexpresiva de alguien que se cambia los tapones de los oídos seis veces al día. Tomé un sorbo de café y pensé que podría haberle dicho a Six que mi abuela nonagenaria se había fugado con el Führer, y el mayordomo habría continuado sirviendo las bebidas sin que se le moviera ni un pelo. Juro que apenas me enteré cuando salió de la habitación.

—La fotografía que usted estaba mirando fue tomada hace muy pocos años, cuando mi hija se graduó. Después trabajó como maestra en la escuela primaria Arndt en Berlín-Dahlem.

Saqué una pluma y me preparé para tomar notas en el reverso de la invitación de boda de Dagmarr.

—No —dijo él—. No tome notas, limítese a escuchar. Al final de esta reunión Herr Schemm le proporcionará una carpeta con toda la información.

»De hecho, era una maestra bastante buena, aunque para ser sincero tengo que decirle que yo habría preferido que hiciera otra cosa con su vida. Grete (sí, había olvidado decirle su nombre), Grete tenía una voz maravillosa para el canto, y yo quería que se dedicara a cantar como profesional. Pero en 1930 se casó con un abogado joven destinado en el Tribunal Provincial de Berlín. Se llamaba Paul Pfarr.

—¿Se llamaba? —dije.

Mi interrupción hizo que volviera a suspirar profundamente.

—Sí. Tendría que haberlo mencionado. Me temo que él también ha muerto.

—Dos asesinatos, entonces —dije.

—Sí —respondió incómodo—. Dos asesinatos.

Sacó la cartera, y de ella una fotografía.

—La tomaron el día de la boda.

No se podía deducir mucho de la foto, salvo que, como en la mayoría de las recepciones de boda de la buena sociedad, se había celebrado en el hotel Adlon. Reconocí la característica pagoda de la Fuente Susurrante, y los elefantes esculpidos del Jardín Goethe del Adlon. Disimulé un bostezo de verdad. No era una fotografía especialmente buena, y ya había tenido bastantes bodas en un día y medio. Se la devolví.

—Guapa pareja —dije encendiendo otro Muratti.

El puro negro de Six descansaba abandonado y sin humear en el redondo cenicero de bronce.

—Grete siguió enseñando hasta 1934, cuando, como muchas otras mujeres, perdió su empleo, una víctima más de la discriminación general del gobierno contra las mujeres que trabajan, dentro de su campaña por crear empleo. Entretanto, Paul consiguió trabajo en el Ministerio del Interior. Poco después murió mi primera esposa, Lisa, y Grete tuvo una fuerte depresión. Empezó a beber y a salir hasta altas horas de la noche. Pero hace sólo unas pocas semanas parecía que había vuelto a ser ella misma. —Six miró su brandy, taciturno, y luego se lo bebió de un trago—. Sin embargo, hace tres noches, Paul y Grete murieron en un incendio en su casa de Lichterfelde-Ost. Pero antes de que la casa se incendiara les dispararon, varias veces a cada uno, y desvalijaron la caja fuerte.

—¿Alguna idea de qué había en la caja?

—Les dije a los de la Kripo que no tenía ni idea de lo que contenía.

Leyendo entre líneas dije:

—Lo cual no era del todo cierto, ¿verdad?

—No tengo ni idea de la mayoría del contenido de la caja. Pero había una cosa que sí sabía y de la que no les informé.

—¿Y por qué lo hizo, Herr Six?

—Porque prefiero que no lo sepan.

—¿Y yo?

—El artículo en cuestión le ofrece una oportunidad excelente de seguir la pista del asesino, yendo por delante de la policía.

—¿Y entonces qué?

Esperaba que no estuviera pensando en alguna pequeña ejecución privada, porque no me apetecía tener que vérmelas con mi conciencia, especialmente cuando había un montón de dinero de por medio.

—Antes de entregar al asesino a manos de las autoridades, recuperará usted mi propiedad. No tienen que poner las manos en ella bajo ningún concepto.

—¿De qué estamos hablando exactamente?

Six juntó las manos pensativamente, luego las separó de nuevo y se rodeó con los brazos como si llevara un chal de fiesta. Me miró inquisitivamente.

—Por supuesto, es confidencial —dije en tono grave.

—Joyas. Verá, Herr Gunther, mi hija murió sin hacer testamento, y sin testamento todo lo suyo pasa a ser propiedad de su marido. Y Paul sí que hizo testamento, dejándoselo todo al Reich. ¿Puede creerse tamaña estupidez, Herr Gunther? —dijo sacudiendo la cabeza—. Se lo dejó todo. Todo. Apenas se puede dar crédito a algo así.

—Es que era un patriota.

Six no percibió la ironía que había en mi comentario. Soltando un resoplido dijo:

—Mi querido Herr Gunther, era un nacionalsocialista. Esa gente cree que son los primeros que han amado alguna vez a su madre patria. —Sonrió sin ganas—. Amo a mi país. Y no hay nadie que le dé más que yo. Pero, sencillamente, no puedo aguantar la idea de que el Reich se enriquezca aún más a mis expensas. ¿Me comprende?

—Me parece que sí.

—Y no es sólo eso; además las joyas eran de la madre de Grete, así que aparte de su valor intrínseco, que puedo asegurarle que es considerable, también tienen un valor sentimental.

—¿Cuánto valen?

Schemm volvió a la vida para ofrecer algunos datos y cifras.

—Me parece que en eso puedo ayudarle, Herr Six —dijo rebuscando en una cartera que descansaba a sus pies y sacando una carpeta color búfalo que dejó en la alfombra, entre los dos sofás—. Aquí tengo las últimas valoraciones de la compañía de seguros, así como algunas fotografías. —Seleccionó una hoja de papel y leyó la cifra final sin más expresión que si estuviera leyendo el total de lo que le pagaba mensualmente por el periódico—. Setecientos cincuenta mil Reichsmarks.

Solté un silbido involuntario. A Schemm se le crispó el rostro al oírlo y me pasó unas fotos. Yo había visto piedras más grandes, pero sólo en las fotografías de las pirámides. Six lo relevó para ofrecerme una descripción de su historia.

—En 1925 el mercado de las joyas se vio inundado con gemas que vendían los exiliados rusos o que ponían a la venta los bolcheviques, que habían descubierto un tesoro escondido en las paredes del palacio del príncipe Yusupov, hermano de la sobrina del zar. Adquirí varias piezas en Suiza aquel mismo año: un broche, un brazalete y, la más valiosa de todas, un collar de diamantes, formado por veinte piedras. Lo hizo Cartier y pesa más de cien quilates. Ni que decir tiene que no será fácil vender una pieza así.

—No, por supuesto.

Puede que parezca cínico por mi parte, pero el valor sentimental de las joyas me parecía ahora bastante insignificante comparado con su valor monetario.

—Hábleme de la caja.

—Yo la pagué —dijo Six—, igual que pagué la casa. Paul no tenía mucho dinero. Cuando la madre de Grete murió, le di las joyas y, al mismo tiempo, hice que instalaran una caja fuerte para que pudiera guardarlas cuando no estuvieran en la cámara acorazada del banco.

—Así que las había llevado hacía poco.

—Sí. Nos acompañó, a mí y a mi esposa, a un baile sólo unas noches antes de que la mataran.

—¿Qué tipo de caja era?

—Una Stockinger. Empotrada en la pared, con cerradura de combinación.

—¿Y quién conocía la combinación?

—Mi hija, y Paul, claro. No tenían secretos entre ellos, y creo que él guardaba en la caja algunos papeles que tenían que ver con su trabajo.

—¿Nadie más?

—No. Ni siquiera yo.

—¿Sabe cómo abrieron la caja? ¿Utilizaron explosivos?

—Creo que no utilizaron ningún explosivo.

—Un dedos, entonces.

—¿Cómo dice?

—Un revientacajas profesional. Claro que tendría que ser alguien muy bueno para dar con la combinación.

Six se inclinó hacia mí.

—Quizá el ladrón obligó a Grete y a Paul a que la abrieran y luego los hizo tumbarse otra vez en la cama, donde les disparó. Y luego prendió fuego a la casa para no dejar rastro, para despistar a la policía.

—Sí, es posible —admití.

Me froté una zona perfectamente circular de piel lisa entre los pelos de mi cara sin afeitar; es donde me picó un mosquito cuando estaba en Turquía y, desde entonces, nunca he tenido que afeitármela. Pero, bastante a menudo, me descubro frotándola cuando algo me preocupa. Y si hay algo que, con toda seguridad, me hace sentir inquieto es que un cliente juegue a los detectives. No descarté que lo que él decía fuera lo que había sucedido, pero me tocaba a mí jugar a ser el experto.

—Posible, pero tosco. No se me ocurre mejor manera de hacer saltar la alarma que fabricar tu propio Reichstag privado. Actuar como Van der Lubbe y convertir el sitio en una antorcha no entra en el tipo de cosas que haría un ladrón profesional, pero tampoco el asesinato.

Por supuesto, el razonamiento tenía muchos agujeros: no tenía ni idea de que hubiera sido un profesional; y no sólo eso: en mi experiencia es raro que un trabajo profesional entrañe el asesinato. Sólo quería oír mi propia voz para cambiar.

—¿Quién podía saber que las joyas estaban en la caja? —pregunté.

—Yo —dijo Six—. Grete no se lo habría dicho a nadie. No sé si Paul lo haría.

—¿Y alguno de ellos tenía enemigos?

—No puedo responder por Paul, pero estoy seguro de que Grete no tenía ni un enemigo en el mundo.

Aunque pudiera aceptar la posibilidad de que la niñita de papá se lavara los dientes y dijera sus oraciones cada noche, me resultaba dificil ignorar lo vago que Six se mostraba respecto a su yerno. Era la segunda vez que no estaba seguro de lo que Paul habría hecho.

—¿Y qué me dice de usted? Un hombre rico y poderoso como usted debe de tener unos cuantos enemigos.

Asintió con la cabeza.

—¿Hay alguien que podría odiarlo tanto como para querer vengarse por medio de su hija?

Six volvió a encender el Black Wisdom, dio unas chupadas y luego lo apartó sujetándolo entre las puntas de los dedos.

—Los enemigos son el corolario inevitable de una gran fortuna, Herr Gunther —me dijo—. Pero estoy hablando de rivales en los negocios, no de gángsters. No creo que ninguno de ellos fuera capaz de hacer algo tan a sangre fría como esto.

Se levantó y fue a ocuparse del fuego. Con un largo atizador de bronce atacó con fuerza el tronco que amenazaba con rodar fuera de la chimenea. Mientras estaba desprevenido le lancé la pregunta sobre su yerno.

—¿Se llevaban bien usted y el marido de su hija?

Se dio la vuelta para mirarme, todavía con el atizador en la mano, y la cara algo sonrojada. No necesitaba otra respuesta, pero todavía trató de echarme arena a los ojos.

—¿Qué le hace preguntarme eso? —exigió.

—Francamente, Herr Gunther... —dijo Schemm, fingiendo estar escandalizado por que yo hiciera una pregunta tan poco delicada.

—Teníamos nuestras diferencias de opinión —dijo Six—. Pero ¿qué hombre no habrá tenido diferencias de opinión con su yerno?

Dejó el atizador. Yo seguí en silencio durante un minuto. Y finalmente, él dijo:

—Veamos, en lo que respecta a su investigación, preferiría que limitara sus actividades específicamente a buscar las joyas. No me gusta la idea de que meta la nariz en los asuntos de mi familia. Le pagaré sus honorarios, sean los que sean...

—Setenta marcos al día, más gastos —mentí, confiando en que Schemm no lo hubiera averiguado.

—Además, Germania Life Assurance y Germania Insurance Companies le pagarán una suma del cinco por ciento por recuperarlas. ¿Le parece bien, Herr Gunther?

Mentalmente calculé que el total sería de treinta y siete mil quinientos marcos. Esa suma me decidió. Me encontré asintiendo, aunque no me gustaban las reglas del juego que él fijaba; pero por casi cuarenta mil marcos, el juego era suyo.

—Pero le advierto que no tengo mucha paciencia —dijo—. Quiero resultados, y los quiero rápido. He extendido un cheque para cubrir sus necesidades más inmediatas.

Hizo un gesto con la cabeza a su testaferro, quien me entregó un cheque. Era de mil marcos, y para ser cobrado en el Privat Kommerz Bank. Schemm rebuscó de nuevo en su cartera y me entregó una carta escrita en un papel con el membrete de la Germania Life Assurance Company.

—Esto certifica que ha sido contratado por nuestra compañía para investigar el incendio, en espera de una reclamación por parte de los herederos. La casa la teníamos asegurada nosotros. Si tiene cualquier problema, tendrá que ponerse en contacto conmigo. Bajo ningún pretexto tendrá que molestar a Herr Six ni mencionar su nombre. Aquí tiene un dossier con toda la información que pueda necesitar.

—Parece haber pensado en todo —dije con intención.

Six se puso de pie, seguido por Schemm y luego, un tanto rígido, por mí.

—¿Cuándo iniciará las investigaciones?

—Mañana a primera hora.

—Excelente. —Me dio una palmada en la espalda—. Ulrich le llevará a casa.

Luego se dirigió al escritorio, se sentó en la silla y se dispuso a trabajar con unos papeles. No me prestó ninguna atención más.

Mientras estaba de pie en el modesto vestíbulo, esperando que apareciera el mayordomo con Ulrich, oí que otro coche se detenía fuera. Hacía demasiado ruido para ser una limusina e imaginé que sería un deportivo. Una puerta se cerró de golpe, se oyeron pasos en la grava y una llave chirrió en la cerradura de la puerta principal. Por ella entró una mujer que reconocí inmediatamente como Ilse Rudel, la estrella de los estudios de cine UFA. Vestía un abrigo de marta cibelina de color oscuro y un traje de noche de organdí satinado de color azul. Me miró, intrigada, mientras yo me limitaba a mirarla boquiabierto. Valía la pena. Tenía la clase de cuerpo con el que he soñado, en la clase de sueño que con frecuencia he soñado volver a soñar. No había mucho que no pudiera imaginar que ese cuerpo hiciera, salvo cosas ordinarias como trabajar y estorbar a un hombre.

—Buenos días —dije, pero el mayordomo estaba allí con sus pasos de gato para distraerla de mi presencia y ayudarla a quitarse el abrigo.

—Farraj, ¿dónde está mi marido?

—Herr Six está en la biblioteca, señora.

Mis ojos azules se me salieron de las órbitas al oír aquello, y noté que la boca se me abría aún más. Que esa diosa estuviera casada con el gnomo sentado en el estudio era la clase de cosa que refuerza la fe de uno en el dinero. La miré mientras se dirigía hacia la puerta de la biblioteca que quedaba detrás de mí. Frau Six —no podía creérmelo— era alta y rubia, y con un aspecto tan saludable como la cuenta bancaria de su marido en Suiza. Había un mohín enfurruñado en sus labios, y por mis conocimientos de la ciencia de la fisonomía supe que estaba acostumbrada a salirse con la suya: en metálico. Unos pendientes de brillantes relucían en sus orejas perfectas y, al acercarse, el aire se llenó del perfume de la colonia 4711. Justo cuando pensaba que iba a ignorarme, lanzó una mirada en mi dirección y dijo fríamente:

—Buenas noches, quienquiera que sea.

Luego la biblioteca se la tragó entera, antes de que yo tuviera la oportunidad de hacer lo mismo. Recogí la lengua que se me había quedado colgando y volví a metérmela en la boca. Miré el reloj. Eran las tres y media. Ulrich volvió a aparecer.

—No me extraña que él trasnoche —dije, y salí por la puerta siguiendo al chófer.

Trilogía berlinesa

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