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¿Dónde reside el imán peculiar de esa rutina?

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O, lo que es lo mismo: ¿cuál es la índole de esa realidad que se instaura al lado de la cotidiana y requiere tal elaboración?

Es la de procurar un lugar al ser traumatizado que subyace a los recubrimientos adaptativos, y cuyo núcleo es un Self infantil que tiene a su vez distintas versiones, las cuales renacen por manifestación in praesentia más que por evocación.7

Es de este modo que el campo se impregna, del lado del analizando, de “neurosis infantil”, como repetición fragmentaria de la o las neurosis padecidas por cada niño singular, que resurgen por trozos –excepcionalmente estratos nítidos– como Freud nos enseñara desde el historial del “Hombre de los Lobos”.

Y que hallarán cabida o no en el lugar psicoanalítico según la disposición personal y los parámetros de escuela del analista.

Recordemos: “No cualquier análisis de fenómenos psicológicos merecerá el nombre de “psicoanálisis”. Este último implica algo más que desagregar unos fenómenos compuestos en sus elementos simples; consiste en reconducir una formación psíquica a otras que la precedieron en el tiempo y desde las cuales se ha desarrollado [...] así el psicoanálisis, desde su mismo comienzo, se vio llevado a perseguir procesos de desarrollo. [...] El psicoanálisis tuvo que derivar la vida anímica del adulto de la del niño, tomar en serio el aforismo ‘El niño es el padre del hombre’’’.8

Y: “De suerte que es un disparate afirmar que uno practica psicoanálisis cuando no toma en cuenta justamente estas épocas primordiales y las excluye de la investigación, como muchos hacen”.9

Vale, y las citas no son reverenciales sino operativas, aunque hay que dar cabida también a que se expandan versiones de sí post infantiles, que pueden retornar de forma nítida o entrelazadas con otras, según lo que la vida vaya convocando.

Las que se materializan muchas veces en la consulta como un adulto azorado, mezcla de maduración transitada aceptablemente y de sobreadaptaciones múltiples, muchas de ellas pagadas con alto precio somatopsíquico.

De allí que no haya que esperar –y pedir demasiado– (idealizándola) a una “parte adulta” o “yo observador” preexistentes.

Cuando tales funciones operan surgen como fruto del proceso mismo, integrando potencialidades de tolerancia a la verdad –y de aborrecimiento a la mentira– preexistentes, así como de autocontención acompañante.

Lo que llamativamente puede dar lugar a capacidades rechazadas desde pautas convencionales de ser, al tratarse, por ejemplo de rasgos teñidos de suficiencia o, incluso, resentimiento.

En línea con lo que veíamos en el capítulo anterior, también malevolencias perceptuales –si se logra que ingresen en lazos donde el voyeurismo, la pulsión de dominio y la epistemofilia concurran de manera no excesivamente dilacerante– pueden contribuir, con su implacabilidad, a atravesar las capas de ocultamiento defensivo.

El aprovechamiento de estas calidades, feas para la convivencia, muestra la singular productividad de nuestro instrumento, que las puede utilizar para una iconoclastia meticulosa, que atraviese reivindicativamente las resistencias y demuela idolatrías.

Son funciones ancladas en el dolor, aliadas del trabajo de verdad, pero a las que habrá en su momento que ponderar con claridad respecto de cuanto de narcisismo estéril las impregna en un atrapamiento repetitivo.

Todo eso se vuelca en el espacio / tiempo / presencia / continuidad que construimos, y son buena muestra de lo heterogéneo de las sustancias que confluyen en el “reino intermedio”.

Entre cuyas intensidades –repetidas, renovadas, novedosas– deben librarse los combates principales, como intuyera y en parte desarrollara Freud, para generar crecimiento mental merced a procesos de verdad en una experiencia expandida del inconsciente.

De ahí lo imprescindible de un ambiente con garantías, no ya en el obvio sentido de proscribir el aprovechamiento abusivo de cualquier índole de lo que allí tiene lugar, sino para legitimar funciones de captación y pensamiento cercenadas por inhibiciones y síntomas de la neurosis infantil, e imbricados con procesos culturales de sofocación.

1 Es notable la amplitud de espíritu que los psicoanalistas llegamos a detentar –y genuinamente– en la clínica, aunque nos resulte muy difícil extrapolarlas a otras dimensiones de la propia vida. Constituye sin duda resultante de una práctica que, salvo las interferencias narcisistas, puede extraer lo mejor, reparatorio y comprometido, de cada uno. Pero vale también como advertencia, para no despojar a la vida personal de tales disponibilidades, en una paradoja no tan infrecuente.

2 Recordemos el repertorio que Freud detalló: de represión, de transferencia, del beneficio secundario de la enfermedad, del Ello –la compulsión a la repetición– y de la necesidad de castigo, dimanante de la coerción superyoica. Valiosa enumeración, que sigue teniendo vigencia en la medida que le demos carnadura operacional.

3 Rafael Paz, ob. cit.; p. 335.

4 El modo en que Fonagy y Target trabajaron estas cuestiones constituyen un buen ejemplo de lo que denominamos operacionalismo crítico (que pronto examinaremos), en la medida que junto a las elaboraciones propias se hilvanan, de manera consistente, conceptos provenientes de otros esquemas referenciales, principalmente de la teoría del apego. (Se pueden consultar con provecho, en la Web, una serie de trabajos de Gustavo Lanza Castelli, que la exponen de manera exhaustiva.) También es evidente en esos desarrollos la tentación de desgajar un cuerpo de conocimientos y de reconstrucciones clínicas (sobre todo en situaciones “borderlines”) del corpus psicoanalítico, con la consecuencia de constituir una psicoterapia acotada, aunque psicoanalíticamente fundada.

5 Tronick, E.Z. (1989), “Emotions and emocional communication in infants”, American Psychologist, 44, 112-119. Weinberg, K.; Tronick, E..Z.; E. Cohn, J.; Olson, K. (1999), “Gender differences in emotional expressivity and self during early infancy”, Developmental Psychology, 1999. Vol. 35. Weinberg, K.; Tronick, E.Z., (1996), “Infant affective reactions to the resumption of maternal interaction after the Still-face”, Child development, 1996, 67.

6 “La situación analítica como campo dinámico”, cap. VII de Problemas del campo psicoanalítico; Kargieman, Buenos Aires, 1969.

7 Recordemos las (en plural) neurosis –fobias, obsesiones– que, decía reconstructivamente Freud, había padecido en su infancia el Hombrecito de los Lobos.

8 S. Freud: “El interés por el psicoanálisis”, [1913] AE, XIII, p.185.

9 S. Freud: “Moisés y la Religión Monoteísta”, [1938] AE, XXIII, 70, nota 9.

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