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Pasiones, consumos y deudas

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Lo dicho requiere confianza en las concavidades receptivas que la situación ofrece a medida que se va construyendo, permitiendo tiempos suficientes para que se alojen y resuenen las identificaciones proyectivas que recibimos.

Es decir, pedazos del Self y de objetos internos que viajan desde el analizando en pos de alcanzarnos por los canales de recepción que la maduración ha ido facilitando, o labrándose otros, en cuyo caso constituyen penetraciones intrusivas, por desesperación y enojo, o simplemente maldad.

Todo lo cual refuerza la necesidad de parsimonia en una clínica en transferencia, y precave sobre el eventual apuro reintroyectivo, que tiende a “devolver” rápidamente aquello de lo que el paciente se libró, depositándolo en el mundo, en los otros o en el analista.

Tal urgencia es más frecuente cuando la experiencia es escasa, pero también es facilitada por estilos de escuelas impregnadas de usos culturales que rehúyen el trabajo con altas intensidades afectivas.

Y que de ese modo racionalizan fobias al contacto y a la impregnación emocional, así como limitaciones en lo que hace al manejo de las distancias y la disponibilidad afectiva, de modo tal que los recursos técnicos –la interpretación, de manera eminente– son usados como defensa.

Tal como sucede en la vida habitual, donde la interpretación de motivos, sentidos e intenciones es constante (por lo común en clave paranoide), y escuchar a los otros muy difícil, sobre todo en culturas urbanas, con carencias crónicas de tiempo y de las dosis necesarias de empatía.

Siendo, en contexto analítico, una demostración más de la resistencia al trabajo extendido en transferencia.

La capacidad de aceptar situaciones abiertas y en expansión, de las cuales en la vida cotidiana las barreras personales y culturales precaven, es mucho más difícil que tomar en consideración aspectos parciales, que son los que aparecen naturalmente unidos a la idea de análisis.

En verdad, el arte reside en pendular entre fragmentos mínimos y unidades mayores, cuyo ejemplo más claro es el análisis de los sueños: un trozo, una red de asociaciones, el hilván de un detalle con la vigilia, el sueño como un todo, como trasunto de climas y estados mentales globales.

Evitando además un afán de claridad que soslaye opacidades y penumbras, o no dé lugar a tiempos de decantación, para no desperdiciar circulaciones emocionales con penetración y riqueza informacional, aunque sean disruptivas, que pueblan el ámbito logrado.

Y constituyen la materia prima que teje la vida del campo.

Eso no impide que actitudes circunspectas, apegadas a las formalidades, produzcan alivio, y, claro está, pueden constituir un rasgo respetable de un cierto estilo personal.

Lo cual es distinto al cercenamiento de las intensidades circulantes como método y actitud sistemática.

La intelectualización, por su parte, como forma conspicua de defensa, es mucho más que un traslado en bloque de la experiencia a un nivel forzado de simbolización.

Constituye una coerción activa, “al servicio del Superyó”, que anula el pensar bajo la forma aparente de exaltarlo.

Hay que tener en cuenta que los que circulan son materiales cargados, pero sensibles a las coerciones nítidas o insinuadas, pues las presiones superyoicas congeladas en estereotipos de obediencia son muy fáciles de activar.

Y cobran toda su fuerza en un contexto predispuesto a disponibilidades regresivas en el que se recrean intemperies.

De hecho, hay en la tradición psicoanalítica notoria ambivalencia respecto de las pasiones, como si constituyéramos una estirpe de aprendices de brujo traumatizados.

Lo cual favorece cautelas excesivas frente a “las sombras infernales de la Odisea que dijera Freud, las que si se consolidan pueden contribuir a fijar caracteropatías psicoanalíticas.

Pues lo convocado pero no tramitado sublimatoriamente, o con coartaciones en su fin útiles, refrenda rigideces previas.7

Por otra parte, y por su propia índole, las exigencias pulsionales y la producción fantasmática exceden las restricciones que intentan circunscribirlas.

Siendo el punto en que se sitúa la paradoja constitutiva de nuestro oficio, que puede enunciarse como “postulado de exorbitancia”: el análisis pone en juego más de lo que el método puede contener.

“… De donde se ha desprendido la cuestión insistente de límites, fronteras y encuadre, así como los desarrollos relativos al acting out y acting in”.

La nuestra es una técnica de meta no explícita, por lo que toda su fuerza dimana de la succión transferencial generada por un vacío de promesa, que activa al límite las tendencias al uso y abuso recíprocos.8

Es por esto, traumáticamente vivido por los primeros psicoanalistas, que el así llamado “contrato analítico” trata de instaurar un nivel atemperado y con reglas nítidas, incluso cuantificable en virtud del pago, apoyándose en la abstracción y distancia que genera toda transacción dineraria.

El valor de cambio tranquiliza, efectivamente, al alejarnos de niveles primarios de prestaciones y retribuciones, y de lo inconmensurable de deudas y reparaciones ligadas a tales vínculos.

Profundizando el punto: consumos y endeudamiento constituyen matrices de subjetivación poderosas en el mundo en que vivimos, con necesidades expandidas y ofertas multiplicadas.

Por lo que el producto ofrecido según las reglas de juego tiene que ser nítido y contener la promesa del máximo.

Así como la posibilidad de acceso al mismo –“la compra”– inmediata, teniendo presente que tal no constituye una actividad más, sino opera como modelo que pauta los intercambios humanos de toda índole.

La unidad de intervención del psicoanalista, en un juego de homologación de formas sería la interpretación: aquello por lo que el paciente retribuye con tantas unidades dinerarias.

Por el absurdo se ve la imposibilidad de mensurar lo inconmensurable de los intercambios humanos (cuando son tales).

De ahí lo interesante de algunas ocasiones en las que el psicoanalista es representado oníricamente bajo la figura de una prostituta, que, junto a otros significados posibles, expresa la defensa por peyoración frente a la intensidad del vínculo y del quehacer todo.

Pero trasuntando también anhelos de placer, dominio, control del otro, presencia segura, incondicionalidad, cercanía corporal –densidad humana, al fin y al cabo– que la supuesta denigración conlleva.

Y también, justamente, esfuerzo imposible para cuantificar con pulcritud de mercado la excedencia inherente a la calidad relacional en juego.

El punto es una buena muestra de que el análisis no ha de operar per via di porre, para rescatarse del menoscabo y desvaloración transferenciales, sino per via di levare, mostrando la riqueza y complejidad de las figuras –en este caso de la prostituta– y su lugar en la economía fantasmática y por ende en la vida del paciente.

(El orden de valores que el medio analítico pone en juego muestra los condensados de vida que las transacciones incluyen; pensemos: ¿cuánto “se debe” por los cuidados maternos si fueron adecuados?

O, a la inversa: ¿cuánto se adeuda al hijo si fueron malos?

Y tal es el modo en que “las cantidades” juegan en el análisis cuando se movilizan planos profundos, y se distribuyen e impregnan los vínculos actuales y específicamente los transferenciales.)

La exorbitancia, por otra parte, nace de las mismas fuentes que los síntomas, como expresión de lo disociado y reprimido que vuelve por sus fueros, y también de lo inédito que intenta tomar cuerpo, mezclándose con las figuras redivivas en el campo analítico.

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