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Introducción

Entre nosotros, como es sabido, el psicoanálisis tiene una singular presencia, hincada en el tiempo y extendida en redes que capilarizan las prácticas de la cura y de la cultura.

De ahí que la crisis de su vigencia se muestra de diferentes modos y en algunos casos de manera chocante, cuando se banaliza la clínica que lo constituye, que es donde late su vitalidad esencial.

Pues aunque su influencia trasciende con creces el ámbito de la cura, para los psicoanalistas que lo seguimos siendo es allí donde se refrenda cada día el pacto que anuda compromiso terapéutico y sostén de la experiencia del inconsciente.

El marco general no nos es propicio, y si bien nuestra artesanía ha atravesado dificultades considerables, tampoco es inmune a la instalación cruda –o dulcemente coercitiva– de modos de vida que diluyen la densidad subjetiva, y a terapéuticas que los convalidan.

De donde la necesidad estratégica de refrendar la afirmación del inconsciente y del universo pulsional como dimensiones constitutivas y potentes, junto a la socialidad como componente primario de lo humano.

Por otra parte, el ethos psicoanalítico como crítica de la cultura se muestra no sólo en el desmontaje de escritos, obras de arte o sistemas de ideas, sino en lo concreto y singular de cada análisis, puesto que cualquier desanudamiento de síntomas o intento de expansión personal se topa con límites que pueden ser más o menos razonables, pero que afincan siempre en tabúes y coerciones colectivas.

Y en ese camino de perspectivas ampliadas, junto a sus logros en los tratamientos, el psicoanálisis instituyó un discurso inquisitivo, que aunque en ciertas épocas parece diluirse, resurge vitalizado en momentos y latitudes impensadas.

Lo cual es un fenómeno cultural que se refleja en la intimidad clínica, y se detecta ya en las transferencias previas, que desde las demandas personales se hilvanan en imaginarios diversos en cuanto a expectativas de alivio, cura y sentido, según la vigencia y prestigio que posea en cada lugar.

Es un hecho que en los tiempos que corren, al mismo tiempo que es descubierto y valorizado en territorios alejados de sus puntos de origen, en éstos se multiplican las presiones, tanto ideológicas como de ordenamiento de sistemas de salud, para confinarlo dentro de bordes limitativos, o lisa y llanamente a declarar su obsolescencia.

Siendo éste, el de “obsoleto”, un ideologema1 versátil y muy temido, pues si uno sigue sosteniendo el valor del psicoanálisis significaría haber quedado atado a la inercia del pasado, perdiendo la posibilidad de adscribirse a las psicologías “actuales” o a alguna de las modalidades novedosas de decirse psicoanalista.

Para las cuales el aplanamiento de la complejidad del psiquismo, fruto de procesos de subjetivación entrenados para la apariencia, el consumo y el ocultamiento de lo más propio, son realidades no a interrogar y subvertir, sino a aceptar.

Ocurre que, al haberse deshilachado las líneas culturales de transmisión y de identificaciones consistentes, la cualificación de obsolescencia es aplastante, y vivida como inminencia del riesgo de descarte del propio ser con sus emblemas y sentidos íntimos, y no sólo de un método y una disciplina.

Pero, por otra parte, coyunturas históricas que desarman ideas e instituciones reavivan la importancia del psicoanálisis para entender los procesos de subjetivación.

La crisis generalizada vuelve precario el engarce de cada uno con referencias culturales que dan pertenencia, y también con cauces de individuación enraizados en pautas seculares.

Es entonces, cuando la incertidumbre se expande, que las formaciones idealyoicas regresionan, despeñándose hacia lo arcaico en procura de valores que les den soporte.

Se reavivan así coerciones inconscientes que llevan a sometimientos aplacatorios; por ejemplo, optando por las formas más rígidas de la confesión religiosa a la cual se pertenece, o –por rebeldía– a pseudo libertades erráticas en procura de alguna pertenencia.

Y en variadísima gama, que va desde neo-religiones hasta disciplinas higiénico / dietéticas.

Este malestar de fondo recicla matrices de subjetivación poco sólidas, que se suman al desconcierto y el pavor ecológico; de ahí que procesos analíticos que se sostienen susciten sin duda gratitud, aunque impregnada de ambivalencia, por el dolor que acompaña el percibir más: de sí, de los otros, de cómo son las cosas.

Y requiere calidades de contención inteligentes, no para suscitar deslumbramiento sino administrando un saber que se in-clina.

Psicoanalizando

Habiendo concluido las vacaciones hace poco, el retorno de cada uno de los pacientes es reconfortante, pues de ese modo puedo constatar la tenacidad de los vínculos que hemos logrado establecer.

Unos han venido a su última sesión de la semana, mientras que otros, según modalidades de época, al único encuentro en ese lapso.

Hace un tiempo habría dicho “a conversar psicoanalíticamente”, lo cual implicaba cierta actitud condescendiente.

Hoy no lo pienso así, y más que por resignarme a situaciones de hecho, por otorgarle valor a cualquier posibilidad de experiencia psicoanalítica, sin que eso anule convicciones acerca de la asiduidad y presencia como condiciones necesarias para que tenga lugar un proceso cabal.

Alguno ha transitado por otras experiencias terapéuticas, y en la circunstancia “re” que nos une la periodicidad no canónica ha resultado fecunda, jugando como símbolo implícito de que nos hallamos en un tramo vital distinto.

Aunque a veces se instala con naturalidad el marco clásico, permitiendo regresiones y expansiones mayores.

Los pacientes:

El primero, atravesado por una inmensa pérdida reciente, exige mucha disponibilidad y cercanía.

La intensidad del sufrimiento nos impregna, recuperándome un tanto al pelear interiormente con cierta academia psicoanalítica, cuando intenta reglar según pasos y lapsos un movimiento atravesado por la desesperación.

Desde ahí me rehago, pudiendo esbozar alguna intervención y, sobre todo, contener de distinto modo.

La sesión transcurre dificultosamente, y concluye con la sensación de haber trabajado mucho y haber hecho poco, tal vez nada.

El agobio perdura, y tiñe la espera de la siguiente llegada.

Otra presencia, otra voz, que contribuye a liberarme de la carga remanente; soy más activo, y aunque sumergido en la tarea, percibo en cierto punto que me he podido desprender de la sesión previa.

Intervengo más pausadamente y sobre el final puedo trabajar con soltura: sensación de algo bien hecho.

Así predispuesto recibo a la próxima paciente, y a poco andar rememoro la sesión de hace dos días, con materiales profusos pero que pudieron elaborarse sin concesiones.

Hoy no es lo mismo; antiguos fantasmas parecen poblar el espacio y “todo es tan difícil…”.

Acuerdo en silencio, aunque dándole otro sentido, pero sin tener la impresión de que ese talante negativo lleve a un borramiento destructivo, pues no se vislumbra parte del Self, objeto interno o sombra introyectada que ataquen envidiosamente lo hace poco logrado.

Podemos desandar la espiral negativa de apatía quejosa en que estaba confinada, trasuntando dolor “depresivo”, no dilacerante, al hacerse cargo de diversos rencores que minaban su bienestar.

Percibo que estamos tocando un núcleo caracterial y eso me anima, porque se van dando condiciones de proceso para encararlo.

La jornada psicoanalítica continúa.

Para una estadística a trazos gruesos, al finalizarla podría decir que he interpretado algunas veces, descrito y hecho señalamientos muchas más, y contenido productivamente muchas también.

En dos oportunidades he trabajado sueños; a uno desmenuzándolo bastante y al otro tomándolo en bloque.

En la secuencia me he podido desligar de sobrecargas emocionales y momentos opacos, y el sedimento de interrogantes es asimilable.

De ahí que el balance sea bueno, aunque perduran los efectos de aquel paciente en duelo y de tocar los límites de lo que podemos lograr.

Este relato, como cualquier psicoanalista lo sabe, podría extenderse indefinidamente, aunque sepamos que la ilusión joyceana, de recoger sin resto una jornada en la redes de una crónica, está condenada al fracaso.

Pero narrar con intención exhaustiva es parte también de lo imposible de nuestra labor, como el curar, que anhelamos y por lo que nos requieren, aunque nos siga sorprendiendo cuando se produce.

Rasgo peculiar de nuestro oficio, que en ese lidiar con la incertidumbre muestra su autenticidad mayor y lleva a otorgarle gran valor a las reconstrucciones de lo sucedido, pues abren caminos de inteligibilidad por analogía con posibles situaciones futuras que nos depare la clínica.

De ese modo rehacemos el itinerario recorrido y extraemos ejemplos que son mucho más que ilustrativos, pues nos acompañarán al enfrentarnos de nuevo con lo inédito.

¿Qué pretendemos?: apertura emocional, aceptación de las versiones contrastantes de sí y de los seres y vínculos primarios, disminución del penar y de la angustia inútiles.

Todo en pos de un incremento de la densidad subjetiva, lo cual requiere atravesar resistencias y aceptar las reglas del juego transferencial, donde convergen, como cualquier metapsicología renovada lo reconoce, pasión y sentido.

Lo dicho podría dar cuenta de un furor curandis morigerado impregnado de juicios de valor, que finalmente sería un proyecto edificante más de los muchos que han habido.

Pero no, pues allí se juega la pretensión de instalar la experiencia extendida del inconsciente, territorio propio y a la vez extraño para el analizando, por definición de estructura, pero también para el analista, que sostiene un proceso cuyos avatares está dispuesto a transitar, pero sin conocerlo de antemano.

Y donde el valor de los materiales hallados radica en los grados de verdad que promuevan respecto de sí, de los otros primordiales, de los movimientos transferenciales, y que se mide según su potencia mutativa.

O sea, por los cambios que logran en los síntomas, las inhibiciones y la angustia, y en las versiones del Self que esas transformaciones activan o crean.

Y desde allí en la percepción de las realidades –así, en plural– en que transcurre la vida.

Proceso quebrado, de trámite imperfecto, con muchos tanteos, idas y vueltas, que explica las enormes dificultades para dar cuenta de él de manera fiel y convincente, que puede llevar tanto a la ilusión de matematizarlo, purificando al límite lo peculiar de su transcurso, cuanto a tomar el camino de una estetización literaria.

La literatura se ha de dar, en todo caso, por añadidura, y si sobreviene un premio Goethe mejor, pero la escritura vale en función del confort personal del psicoanalista que además, al modo de soliloquio instrumental, lo excentra de sí, permitiéndole escucharse al leerse.

Y también como parte del compromiso de transmisión, como legado, en la peculiar genealogía que el psicoanálisis instaura.

Con una metapsicología enraizada en el cuerpo y las pasiones, anudadas con los cuerpos y las mentes de los otros, y acorde a una clínica relatable, pero no reducible a mera sustancialidad relatante.

1 Es decir, una masa de sentidos que precipitan como conjunto gravitante de ideas y se replican en variados contextos, determinando valores y consiguientemente actitudes. El concepto de ideologema procede de Julia Kristeva, y ha cundido en la semiótica y la teoría de la cultura.

Psicoanalizando

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