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NUEVAMENTE ALEMANIA

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El año 1951 marcó en España todo un punto de inflexión en lo económico, de mal y peor, a mejor. Para empezar, como consecuencia de las lluvias y nevadas de finales de 1950, con una excelente cosecha que permitió suprimir el racionamiento de los alimentos más indispensables. También en esos meses llegaron los primeros créditos del extranjero, fundamentalmente de Gran Bretaña, Bélgica, Francia y Estados Unidos, para comprar equipo, y reconstruir stocks de materias primas, que estaban muy por debajo del nivel normal. Todo ello, premonitorio de una primera fase de crecimiento tras una larga posguerra marcada por la autarquía y toda suerte de penurias.

En ese ambiente de cierto optimismo económico, de despertar de tanta miseria, personalmente tuve ocasión de conectar en la Facultad de Derecho con toda una serie de posibilidades de intercambio cultural, en la idea de volver a salir al extranjero, tras nuestra descubierta de la Semana Santa el año anterior. Y coincidió con que, una organización de intercambio familiar nos ofreció a un grupo de alumnos viajar a Alemania para mejorar nuestros conocimientos del idioma de Schiller, Goethe y Thomas Mann. Así que, tras una serie de trámites, me correspondió ir a vivir durante unos meses del verano de 1952 a Badorf, una pequeña localidad en el distrito de Brühl, cerca de de Colonia, que es la principal ciudad del Land de Renania del Norte-Westfalia (Nordrhein Westfalen). Mi destino allí, la casa de la familia del doctor Decker.

Antes de recalar donde mis anfitriones, tuvimos una suerte de reunión global de los españoles que participábamos en los programas de intercambio familiar, en un lugar no lejos de Colonia, cuyo nombre ya no recuerdo, y que llamaré Schönesland, «tierra bonita». Con una gran mansión en medio de una zona boscosa, donde permanecimos cuatro o cinco días para ser ilustrados sobre Alemania, país que estaba causando sensación por su rápido resurgir tras la Segunda Guerra Mundial; un conflicto que literalmente había dejado machacado casi todo: ciudades y zonas industriales, carreteras y puentes, ferrocarriles, puertos y aeropuertos, e inclusive muchos pueblos y zonas rurales.

Schönesland se situaba en medio de grandes hayedos. Lo recuerdo bien, porque alguien me explicó que la caída de la hoja de esa clase de frondosas durante cientos de miles de años contribuye a la configuración de un suelo de gran riqueza orgánica, disponible para el cultivo con grandes rendimientos en caso de roturación. Cosa que, sin embargo, ya no se hacía como antaño, debido al empeño de los alemanes de defender sus bosques.

En las zonas más altas de la comarca donde estábamos en aquel simposio iniciático sobre Germania, había también extensos abetales, donde la penumbra era muy refrescante en los días más cálidos del verano, y por cuyos vericuetos íbamos de excursión. A veces amenizados en los altos del camino por la música de una pequeña orquestina de nuestros anfitriones: acordeón, armónicas —yo mismo me compré una y hasta empecé a acompañar en los Musik Spielen—, entonando canciones de las cuales aún recuerdo la primera estrofa de una de ellas:


Jeden Morgen geht die Sonne auf,

In der Wälder wundersamer Runde,

Und die hohe heilge Schöpferstunden,

jeden Morgen nimmt sie ihren Lauf![3]


En Schönesland nuestros monitores teutones eran hospitalarios y cordiales, y algunos de ellos estaban en curso de convertirse en hispanistas, por lo que eran frecuentes sus expresiones de admiración por todo lo español, y en particular por el teatro. Como lo demostraron una tarde, montando en el jardín de la residencia un escenario donde representaron una obra de Pedro Calderón de la Barca titulada Mañana será otro día (en alemán, Morgen wird ein neuer Tag). La representación me pareció muy divertida, la típica comedia de enredo, de capa y espada, de continuas entradas y salidas de intrépidos personajes en el escenario, en medio de toda clase de episodios.

En la residencia campestre, las chicas alemanas lucían como verdaderas valkirias, y hasta me atrevo a decir que a los españoles nos veían con ojos placenteros.


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