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OBERSTDORF Y LA «CIUDAD DE LA LUZ»

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Llegamos a Oberstdorf en plena noche, a nuestro alojamiento de toda una semana que íbamos a dedicar a la práctica del esquí, deporte en el que mis hermanos y yo ya estábamos más o menos avezados, como socios de la Sociedad de Alpinismo Peñalara y asiduos excursionistas a la sierra de Guadarrama.

Nuestra residencia era un típico chalet de montaña con un singular dormitorio en la parte abuhardillada más alta, que pronto fue caracterizada por el Puchas como «el palomar». No había camas, sino una plataforma continua en forma de herradura, a lo largo de tres paredes de la estancia. A cada uno se le asignó un hueco en el suelo acolchado, para situarse con su saco de dormir, en condiciones aparentemente muy primarias, pero en el fondo, bien cómodamente; por la combinación de la buena calefacción y lo mullido del suelo.

En el interior de esa estancia, por la noche, había toda clase de manifestaciones jocosas, en las cuales los cuatro Tamames siempre tomábamos parte muy activa. Hasta el punto de que una mañana, al despertarme muy temprano, oí una conversación en la que el Atún, refiriéndose a la vida en el colectivo dormitorio, comunicaba al Bonito sus primeras impresiones del día:

—¡Qué bien se está cuando los Tamames todavía no han despertado...!


En Alemania apreciamos claramente la recuperación económica del país, ya en la opulencia comparada con las autarquías y miserias de nuestra larga posguerra. Y en el viaje de vuelta, de Oberstdorf fuimos a Múnich donde visitamos la célebre cervecería en que Hitler arengaba a sus seguidores. Y de allí viajamos a París, siempre en tren, haciendo parte del trayecto en el legendario Orient Express, que procedía de Estambul, hasta llegar a la capital de Francia. Un trayecto con toda clase de evocaciones, aunque por entonces aún no había leído Asesinato en el Orient Express de Agatha Christie, con su Hércules Poirot. Por lo demás, era un tren más bien corriente, eso sí con un estupendo coche restaurante, al que no tuvimos más acceso que el visual.

Los viajeros del tren eran de lo más común: soldados franceses de las tropas de ocupación en Alemania, y estudiantes que aprovechaban las vacaciones de Semana Santa para ir de un sitio para otro. Una movilidad a la que en la estática España de entonces todavía no estábamos acostumbrados.

La primera sensación de París fue deslumbrante y los tres días que permanecimos en la ciudad, los vivimos bajo permanente asombro. Nos alojamos en un hotel de la rive gauche, y Carlos Zayas, que era uno de los compañeros de viaje y luego amigo para toda la vida, me presentó a un primo suyo, de la alta burguesía parisina: un auténtico sportman con quien hicimos un recorrido casi alucinante, en un Talbot deportivo, a ciento ochenta kilómetros por hora hasta Versalles, para allí visitar el célebre palacio, con su gran Sala de los Espejos.

—Aquí —nos dijo el primo de Carlos— proclamó Bismarck el Imperio alemán en 1871, ante más de veinte reyes, príncipes, duques, margraves y antiguos grandes electores de toda Alemania....

Después, nos acercamos al Petit Trianon, donde la reina María Antonieta, la casquivana esposa del modoso Luis XVI, daba rienda suelta a sus caprichos. ¿Y los grandes jardines? Sencillamente versallescos, con sus fuentes mitológicas de bronce en las rotondas de los largos paseos.

La visita a París fue para todos los expedicionarios como una primera síntesis de la grandeur de Francia, en un momento en que el país no atravesaba precisamente por su mejor momento político, desde que el general Charles de Gaulle había dejado en 1948 el Gobierno tripartito de gaullistas con los cristianodemócratas de Georges Bidault y los comunistas de Maurice Thorez.

Estando en París, en una de las noches de libertinaje que tuvimos toda la expedición, visitamos el Théâtre Mayol, muy similar al Folies Bergère, pero más al alcance de nuestros recursos económicos. Con bailarinas que salían a escena prácticamente desnudas, con grandes penachos de plumas en la cabeza, y contorneándose provocativamente. Por lo demás, varias veces los acomodadores del teatro hubieron de aplacar el entusiasmo de la expedición española y tranquilizar a sus integrantes, nada acostumbrados a un espectáculo así.

Sin embargo, París fue también para nosotros el Museo Jeu de Pomme con los impresionistas, el Louvre con todo su repertorio desde la Niké de Samotracia hasta la Mona Lisa. También nos complació entrar en los cafés, en las boutiques du pain con sus tiernas baguettes, en las tiendas de flores mucho más frecuentes que en España. Y estuvimos con los «buquinistas», los libreros de viejo en los muelles del Sena... Tantas cosas que me recordaron a Pío Baroja, como si en un momento u otro de nuestro paseo a orillas del río fuéramos a verle saliendo de entre la bruma, embutido en su grueso gabán oscuro, abrigado con una espesa bufanda y la boina cubriendo su alopecia.

Ése era el París que yo sentí más próximo en aquellos días, el de los libros de Flaubert y Stendhal, también de Dumas y sus tres mosqueteros, e igualmente de Roger Martin du Gard, de quien siempre recordaré una lectura, mucho más tardía, de su formidable saga de los Thibault.

El de Oberstdorf-París fue el primero de los muchos viajes que realizaría a la Europa transpirenaica; mi primera salida al extranjero, toda una verificación de los avances más allá de nuestras fronteras, merced al Plan Marshall y sus operaciones aledañas. Con la comprobación de que todo lo que decía el Régimen acerca de que en España «se vivía mejor», era una patraña de la propaganda. La abundancia que vimos fuera nos dejó asombrados, y cuando retornamos a Madrid nos encontramos otra vez en la ciudad parada en el tiempo.


Más que unas memorias

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